30/01/2024
Empieza a leer 'La carta de Joan Anderson' de Neal Cassady

 

La carta

 

Concebí la idea del estilo espontáneo de En el camino al ver las cartas que me escribía el bueno de Neal Cassady, todas en primera persona, apresuradas, alocadas, confesionales, totalmente serias y llenas de detalles [...]. La carta, me refiero a la carta principal, tenía cuarenta mil palabras, imagínate, toda una novela corta. Era el escrito más grandioso que había visto en mi vida, mejor que el de ningún otro en América, o al menos suficiente para que Melville, Twain, Dreiser, Wolfe y qué sé yo bailaran en sus tumbas [...]. Neal y yo, por comodidad, la llamamos la Carta de Joan Anderson.

 

Así resume Jack Kerouac, en la entrevista que le hizo el poeta Ted Berrigan para Paris Review en 1968, el impacto que tuvo la carta de Joan Anderson en la redacción de En el camino (1957). Que la carta, fechada el 17 de diciembre de 1950, tuviera en realidad cerca de 16.000 palabras y no 40.000, y se recordase casi dos decenios después entre las nieblas del alcohol, no resta nada a su trascendencia. Ni siquiera en una primera lectura rápida pasan desapercibidas la energía descriptiva que celebraba Kerouac, las anécdotas, la fuerza evocativa, la personalidad del autor. Cassady retiene la mirada de Kerouac como en un hechizo, en la ficción lo mismo que en la vida, incluso con sus berrinches y desavenencias. Se ha formado, y es comprensible, algo parecido a un mito.


Nada de esto impide sospechar que Cassady se veía a sí mismo, deliberadamente, no solo escribiendo a Kerouac, sino también para Kerouac. El hilo del discurso se ramifica. Entran entonces digresiones, caprichos y temas sexuales. Se repiten apartes privados y juegos de palabras, y también, premeditadamente, unos cuantos chistes. Deja caer nombres literarios, por ejemplo, Baudelaire, Melville, Proust, Céline, Dickens, como para halagar al escritor que hay en Kerouac, al que Cassady, en cierto momento, llama en broma «amable lector (o lo que sea)». Escribe mal algunas cosas («filosofeo», «nudo gordián»). Las anécdotas auténticas, si lo son, se cambian de sentido o se escenifican, por así decirlo. El resultado es una especie de teatro epistolar, prácticamente una novela corta con todas las de la ley. No obstante esta interpretación, no cabe dudar del impacto que causó en Kerouac: el santo grial, como él y Allen Ginsberg dieron en llamarla.


Puede que la carta de Cassady no sea como las clásicas de Lord Chesterfield, al que de hecho menciona, ni por la elegancia de sus frases ni (mucho menos) como guía del decoro social. De todos modos, sabe muy bien cómo transformar una carta en un relato, se expresa como un autor, controla el ritmo. Kerouac no fue el único en reconocer la destreza de Cassady en este aspecto. Sin embargo, son pocos los que han prestado más atención personal al ojo y al oído. Aquí, en la organización de las vivencias detallistas que vemos en la carta, estaba el modelo que había de adaptar a su propia novelística, e inspirarla.

 

«Despierto y veo más horrores que Céline [...]. Estoy encadenado por telarañas.» El párrafo inicial marca el ritmo con no poco brío. El efecto es teatral, una invitación a seguir leyendo. Corto de dinero y sin coche, casi saborea su autoparódico papel de poète maudit. ¿Cómo llevar su grabadora y, si fuera necesario a su pesar, cruzar el país en tren para reunirse con Kerouac en Nueva York con objeto de poner en práctica el viaje propuesto por ambos? Pero por encima de todo, y fiel a la vocación que ha hecho suya, se ve emplazado a contar la historia anunciada con «Hace menos de 5 años conocí a mi verdadero amor». Una llamada de atención, la configuración del narrador, que empieza de este modo el principal hilo narrativo de la carta de Joan Anderson.


Los detalles llueven: de los billares de Denver al hotel, Joan como belleza de diecinueve años, pero ya parecida a una Jennifer Jones embarazada, los «alaridos tiroleses» de Mary Lou Berle, la bondad del taxista enano. La historia los abarca todos. El intento de suicidio de Joan con un «bárbaro cóctel» de agua oxigenada con amoníaco y el rescate del balcón «por los pelos» y el epílogo hospitalario para tratar los venenos y luego la cicatriz del aborto denotan un verdadero drama humano. En una especie de paralelismo perverso, Cassady cuenta la historia de Cherry Mary/Mary Ann Freeland, esta vez las relaciones sexuales en cualquier momento o lugar con la dieciseisañera, que parece más bien una travesura de tebeo («la ataqué como un maníaco y a ella le encantó»). La viñeta de la fuga desnudo por el ventanuco del cuarto de baño de la familia («casi me desgajé la dignidad viril») parece sacada de Tom Jones o de una farsa de Feydeau. La continuación como monaguillo y ahijado perdido del padre Harlan Schmidt, y las falsas acusaciones de robar en los billares y violar a Mary Lou cuando está detenido por la policía y a merced del sargento Tom Garrard constituyen un epílogo muy apropiado, apoyado por el falso sermón pentecostalista. Sería difícil encontrar una trama con más peripecias.

 

Pero Cassady es igual cuando moldea con fluidez e improvisación al escritor que mira por encima del hombro. La carta abunda en virajes reflexivos, como para hacer reveladores tanto el drama como las anécdotas que cuenta. Joan «era demasiado buena para mí, naturalmente» contrasta con la afirmación inversa a propósito de Joan, «Yo era demasiado bueno para ella». Al recordar su inmadura aunque culpable indiferencia por su bienestar, se interrumpe para decir a Kerouac: «Lamadrequemeparió, Jack, acabo de acordarme de otra cosa». Da instrucciones acerca del ritmo con que debería leerse la carta («lee despacio un rato y ten paciencia con mi verborrea») y habla con un guiño de buen entendedor de su «bodrio interminable».


La exuberancia y la espontaneidad lo son todo («yo apenas puedo impedir soltar 20 o 30 observaciones en este momento, a pesar de mi determinación de ser conciso»). Cuando se ha adentrado ya en la historia de Cherry Mary, avisa, en realidad para impresionar un poco, que «debo ser breve [...] porque no tengo dinero para sellos». Cuando para resumir dice: «Y así va la cosa, anécdota tras anécdota en esta época de Cherry Mary», este resumen se aplica a todo. No es de extrañar que Kerouac pensara que había encontrado oro, una carta bruñida con vena imaginativa y virtuosismo. Si necesitaba alguna inspiración para espolear En el camino, la había encontrado.

 

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Traducción de Antonio-Prometeo Moya Valle

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La carta de Joan Anderson

 

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