25/05/2020
Empieza a leer 'La biblioteca de la piscina' de Alan Hollinghurst

 

«Lee con una celeridad increíble», se quejó ella, «y cuando le pregunté dónde había aprendido a leer con tanta rapidez, replicó: “En las pantallas de los cines.”»
La flor pisoteada

 

1

Volví a casa en el último tren. Ante mí se sentaban dos hombres del servicio de mantenimiento del London Transport, uno de ellos menudo, cincuentón, decrépito, y el otro un negro muy atractivo, de unos treinta y cinco años. Tenían junto a sus botas sendas bolsas de lona, de aspecto pesado, y sus monos de trabajo, desabrochados para mitigar el calor de la atmósfera rancia del metro, dejaban ver las camisetas que llevaban debajo. ¡Estaban a punto de iniciar su jornada laboral! Les miré con una especie de extrañeza difusa, moderada por los vapores del alcohol, asombrado ante la idea de sus vidas invertidas, el hecho de que su ocupación dependiera de nuestros viajes pero solo pudieran realizarla, como comprendía ahora, cuando no viajábamos. Mientras nos dirigíamos a casa para sumirnos en la inconsciencia, grupos de esos hombres, provistos de faroles, sopletes y largas llaves fijas, avanzaban por los túneles, y unos vagones no destinados a los pasajeros, extrañamente funcionales, se deslizaban con lentitud y estrépito desde apartaderos ignorados por el viajero. Un trabajo tan solitario e invisible debía de ocasionar pensamientos curiosos. Los hombres que recorrían cada túnel del laberinto, golpeando los raíles, debían de experimentar una gran tranquilidad al ver las luces de los otros que por fin se aproximaban, al oír las voces que desgranaban su cháchara amistosa y técnica. El negro se miraba las manos, algo ahuecadas: era muy reservado, de porte sereno, con un aire de competencia absoluta aunque apenas consciente. Sentía hacia él algo más que respeto, una especie de ternura. Imaginé su alivio al llegar a casa, quitarse las botas y acostarse, mientras la luz del día se filtraba por los lados de la cortina y los ruidos callejeros se intensificaban en el exterior. Abrió las manos y vi la pálida franja de oro de su alianza matrimonial.

Todas las puertas de la estación excepto una estaban cerradas, y, con otros dos o tres pasajeros, me escabullí como si nos hicieran una concesión especial. Desde allí tenía que caminar diez minutos hasta llegar a casa. El alcohol hizo que la distancia pareciera menor, de modo que al día siguiente no me acordaría lo más mínimo del paseo. Y también la idea de que Arthur me esperaba, idea que había reprimido para que fuese mucho más excitante cuando la recordara, debió de hacerme andar más que deprisa.

 

Me estaba aficionando a los nombres de los negros, nombres antillanos, que eran una especie de viaje a través del tiempo; las palabras que la gente susurraba a sus almohadas, garabateaba en los márgenes de sus cuadernos escolares, gritaba con pasión cuando mi abuelo era joven. Antes pensaba que esos nombres eduardianos eran la negación de la fantasía: Archibald, Ernest, Lionel, Hubert daban una sensación de impasibilidad risible, reflejaban personalidades sin las máculas del sexo o la malicia. Sin embargo, aquel año había conocido a muchachos con esos nombres formales, aunque no podía decirse de ellos que lo fueran, como tampoco lo era Arthur. Probablemente ese nombre me parecía el menos apropiado para un joven, me evocaba la tez pálida, el traje sofocante, las gafas de montura metálica de un contable de otro tiempo, o así fue hasta que encontré a mi guapo, petulante y desaliñado Arthur, un Arthur al que era imposible imaginar viejo. Su rostro suave, con enormes ojos negros y mentón delicado, estaba siempre cubierto por la luz y la sombra de la incertidumbre, y encajaba tu mirada con esa injustificada confianza en sí misma de la juventud.

Arthur tenía diecisiete años y procedía de Stratford East. Me había pasado todo el día fuera de casa, y mientras cenaba con mi viejo amigo James estuve a punto de decirle que ese muchacho me esperaba, pero me mordí la lengua y experimenté el placer del secreto realzado por el calorcillo de la bebida. Además, James era médico, rebosante de cautela y sentido común, y habría considerado una locura dejar en casa a una persona prácticamente desconocida. Sin embargo, en mi familia, chapada a la antigua y pertinaz en sus opiniones, existía una arraigada tradición de confianza, y era posible que hubiese heredado de mi madre el hábito de probar la honradez de criados y limpiadores de ventanas exponiéndoles a la tentación. Sentía un placer levemente morboso al imaginar a Arthur solo en el piso, absorbiendo una riqueza para él extraña, mirando los cuadros, deteniéndose, naturalmente, en la fotografía de Whitehaven, en la que aparezco con mi sucinto bañador, la sombra ocultándome los ojos... Era incapaz de sentirme inquieto por esos aparatos eléctricos que son el objetivo general de los ladrones, y dudaba de que los discos valiosos (entre ellos el Tristan de Rattle) llamaran la atención de Arthur, a quien le gustaba la música bailable a la vez excitante y atemperada, como la que restallaba y arrullaba en la pista de baile del Shaft, donde le había conocido la noche anterior.

Entré en casa y le vi mirando la televisión. Había corrido las cortinas y hurgado entre los trastos hasta dar con una estufa eléctrica medio rota. El calor en el piso era excesivo. Al verme se levantó del sillón, sonriendo nerviosamente.

–Estaba mirando la tele –me dijo.

Me quité la chaqueta, sin dejar de mirarle, sorprendido al descubrir cómo era. A causa del recuerdo repetido numerosas veces de uno o dos de sus detalles, me había olvidado de su aspecto general. Pensé, asombrado, en el trabajo que debía de costarle marcar en su pelo las ondas estrechas que iban desde la frente a la nuca, donde terminaban en tiesas coletas juveniles, tal vez ocho, que no llegaban a tres centímetros de longitud. Le besé y deslicé la mano izquierda entre sus nalgas altas y rollizas, mientras con la otra mano le acariciaba la cabeza. Ah, esa suavidad de los labios negros, siempre entreabiertos, y la extraña sequedad de los nudos de sus coletas, que crepitaban cuando las restregaba con mis dedos, y parecían a la vez muertas y semierguidas...

Hacia las tres me desperté con ganas de orinar. Por embotado y semiconsciente que estuviera, el corazón me latió con fuerza cuando regresé a la habitación y vi a Arthur dormido, bajo la suave luz de la lámpara que se derramaba sobre las almohadas, con un brazo que sobresalía del edredón desmañadamente, como si quisiera protegerse los ojos. Me tendí a su lado y le observé atentamente, mi rostro inclinado sobre el suyo, y aspiré de nuevo el olor infantil de su aliento. Cuando apagué la luz, noté que él se volvía hacia mí y sus manos enormes se deslizaron bajo mi cuerpo, casi como si quisiera cogerme en brazos. Le abracé y él se me aferró más todavía, como si se sintiera en peligro. «Pequeño», murmuré varias veces, antes de darme cuenta de que seguía dormido.

Aquel verano, que iba a ser el último de esa clase de veranos, mi vida había tomado un rumbo extraño. Mi actividad sexual era tan intensa como mi amor propio, estaba en mi apogeo, aquella era mi belle époque, pero sin que en ningún momento dejara de percibir un leve aleteo de calamidad, como llamas alrededor de una fotografía, algo que uno ve por el rabillo del ojo. No tenía trabajo... oh, no se trataba de penuria ni era una víctima de la recesión económica ni, así lo espero, formaba parte de una estadística. Había dejado de trabajar a propósito, o por lo menos sabiendo lo que hacía. Me distinguía por mi fortuna excesiva, pertenecía a esa minúscula franja de la población que realmente lo posee casi todo, y me había rendido a la perspectiva de no hacer nada, aunque eso me mantenía bastante ocupado.

Durante casi dos años había colaborado en el Diccionario de Arquitectura de Cubitt, un proyecto grandioso, pero lastrado por los retrasos y las envidias. Su director era amigo de mi tutor de Oxford, al cual le preocupaba que, sin ninguna clase de cortapisas, me dedicara a recorrer bares y clubes, entregado a un ocio pernicioso, y juzgó conveniente decirme un par de cosas, una de esas meras sugerencias que, al tocar la fibra de la culpabilidad, adquieren la fuerza de una orden. Así pues, me vi un día tras otro en St. James’s Square, sentado en un despacho minúsculo, disimulando mi resaca como una especie de estremecida abstracción estética, mientras daba forma a los montones de material de investigación.

El primer volumen debía cubrir de la A a la D, y podía trabajar en algunos de los temas que más me interesaban: los Adams, Lord Burlington, Colen Campbell. Corregía los ensayos de corifeos repetitivos, iba a la Biblioteca Británica o al Museo de Sir John Soane en busca de planos y grabados. Me permitían escribir sobre temas de poca monta, y presenté un artículo ejemplar acerca de los jarrones de Coade Stone. Pero aquel diccionario era una excentricidad, un negocio mal administrado, un pozo sin fondo que era tanto más profundo cuanto más trabajábamos en él. Telefoneaba a la gente, asistía a cócteles y luego, atiborrado de alcohol, iba a cenar y, normalmente, recalaba en el Shaft y hacía cosas en las que la influencia de los órdenes arquitectónicos, la cúpula y el pórtico era apenas discernible.

Cuando dejé el diccionario de Cubitt experimenté el exultante alivio de no ser ya un híbrido de profesor y meritorio de oficina, alguien cuya presencia allí se explicaba tanto por su apellido como por su interés en las artes. Al mismo tiempo, eché en falta, con una leve tristeza, la desordenada rutina oficinesca, la explicación, mientras tomaba el primer café detestable de la mañana, de adonde había ido con fulano o mengano, y cómo era esa persona en cada uno de sus detalles. Era la clase de mundo que te convierte en un personaje y que seguiría manteniéndote así, alegre y pesadamente, durante toda tu vida. Y estaba el tema, claro, de los órdenes arquitectónicos, la cúpula, el pórtico, las líneas rectas y las curvas, que me gustaba y significaba para mí más de lo que significa para algunos.

Al día siguiente dejé a Arthur durmiendo y paseé por el parque. Tal vez las líneas rectas de sus avenidas ejercían una atracción sedante sobre mí. Cuando era niño y visitaba Marden, la casa de mi abuelo, todos los días paseaba por el camino bordeado de hayas que se extendía sin la menor desviación a lo largo de kilómetros por un terreno montuoso y terminaba en un campo abierto. En invierno podías ver a lo lejos a la izquierda los gallineros y los retretes exteriores de una aldea que en otro tiempo formó parte de la finca. Entonces mi hermana y yo dábamos la vuelta y regresábamos a casa, donde los abuelos nos mimaban y nos sentíamos realmente nobles y separados del común de los mortales. Tuvieron que pasar varios años para que comprendiera lo reciente y artificial que era aquella nobleza. La propia casa había sido comprada a bajo precio en la posguerra, cuando estaba medio en ruinas tras haber sido usada como escuela de adiestramiento de oficiales y luego como hospital militar.

Era aquel uno de esos días de abril, sereno y encapotado, que dan la impresión de estar preñados con alguna idea magnífica, y, mientras deambulaba de una perspectiva a otra, me sugería que mi estancamiento era momentáneo y solo duraría hasta que estuviera a punto de acontecer algo más. Tal vez se trataría simplemente de la llegada del verano, con la certidumbre del calor, del mundo volcado al exterior, de la vida al aire libre. Los árboles estaban floreciendo, y se producía esa extraña lógica invertida por la que el parque, precisamente cuando, con la llegada del calor, es más popular, se aísla del mundo exterior de edificios y tráfico con la umbrosa densidad de su follaje. Pero también experimentaba la amenaza de alguna revelación acerca de la vida, de algo oscuramente desagradable y, tal vez, merecido.

 

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Traducción de Jordi Fibla.

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La biblioteca de la piscina

 

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