09/03/2021
Empieza a leer 'La anguila' de Paula Bonet


Le perturba lo que se ha transmitido de padre a hijo. ¿Es comportamiento imitado? ¿O se trata de algo más profundo, grabado en cada célula de su cuerpo? ¿Es esta su herencia? Sus minúsculos movimientos son tan característicos como una huella dactilar.
NELL LEYSHON


La línea curva y los dos puntos aprehendidos son en realidad una estructura de planos suaves y sombra proyectada que se funde con otras formas, y aunque se analicen con detenimiento no puede precisarse dónde acaban unas y empiezan las demás: una nariz no es la nariz en la que se piensa al escuchar la palabra que la nombra.

Pintando aprendí a mirar, entendí que la realidad es mucho más compleja de lo que parece, la pintura me ayudó a resolver lo que no se puede decir con palabras y es en la mancha donde consigo entender algo. Observo en ella la urgencia, la duda, la calma o la furia de aquel o aquella que la ha trazado. Analizo si hay control en la técnica o si aquello es cosa de una mano torpe que todavía ensaya el gesto. Advierto si quien mancha es complaciente consigo mismo y con el mercado o si es un suicida. Tiemblo con la belleza de un arrastrado o de una veladura magnífica, me olvido de que estoy viva, siento el placer que se siente al introducir el cuerpo frío en una bañera de agua templada. O el que llega sigiloso cuando el otro coloca las manos sobre tus nalgas y las acaricia y las aprieta con deseo. El vapor del agua y la carne tibia. El aceite de la pintura y el fluido que empieza a deslizarse por la cara interior del muslo. El trago de vino y la inhalación del aceite de lino purificado. La tela tensada y la sábana con mancha.

 

La carne

Marte está sentado sobre una cama. El pintor lo ha envuelto en paños que cubren genitales y parte del muslo, un casco militar le deja el rostro en penumbra. Apoya el brazo izquierdo sobre una pierna y se toca la barbilla con la mano. El señor de acción ahora piensa. «Observad con qué destreza nos presenta el pintor al dios Marte. Mirad el gesto, analizad las formas: el empaste de carnaciones encima de la sombra verdosa, la veladura sobre la materia seca, acercaos a la tela y entended cómo se construye la figura, acercaos más y observad los arrastrados, la mancha indefinida que arma aquello que nuestro ojo quiere reconocer. El dios de la guerra ahora es viejo y su piel empieza a descolgarse, pero a pesar de saberse vencido, el paso del tiempo no lo destruye todo. El pintor no reproduce, el pintor reflexiona y nos reclama. Miradlo, niñas, Marte es viejo, pero Velázquez lo sabe todavía hambriento y así nos lo presenta.»

Me acerco al profesor y su antebrazo se pone duro al contacto de mis dedos con la carne. Acomoda su mano sobre la mía y con el músculo en tensión andamos por la sala hasta quedarnos quietos delante de otra pintura.

«Fíjate en la belleza de las veladuras de las telas blancas, Paulita. Y en la de los tres Cupidos juguetones que con sus flechitas y sus risas endulzan el viaje que emprenderá Europa. Cómo tiembla el muslo, cómo se descuelga el pecho, observa con qué facilidad podemos tocar esa carne. Y mira las nubes, que son las manchas que despiertan nuestra inventiva, porque eso es lo que hacemos al pintar: moldear las formas a nuestro antojo. Pintar, como escribir, es dejarnos ir y a la vez manipular a aquel que mira. Aprende a mirar y mira bien, Niña, que importa lo mismo lo que miramos que cómo lo vemos.»

 

La pintura

Cuando el abuelo dijo que tendríamos que tirar lo que había sobrado, me acerqué a la barandilla y dejé que la masa blanca cayera al vacío. Al verla alejarse entendí que aquel no debía de ser el modo, pero era la primera vez que tenía un bote de pintura en la mano y me habían dicho que tenía que deshacerme de ella. El acrílico se estampó contra un coche también blanco y apenas salpicó el asfalto: sobre la tela blanca, la pincelada blanca.

Salimos a la calle un poco más tarde y el abuelo me miró con aquellos ojillos sonrientes suyos. Balanceó la cabeza mientras deslizaba los dedos por el capó del coche y después juntó índice, corazón y pulgar y los movió lentamente amasando el líquido viscoso. Se limpió con un pañuelo de tela. No dijo nada. Guardó el pañuelo en el bolsillo, sacó una llave, abrió la puerta del coche y avanzamos juntos con solemnidad a través del filtro lechoso.

Mi cuerpo buscó siempre el cuerpo del abuelo, y no empezó a hablar de maternidades, de herencias, ni de cadenas de recuerdos que no pueden romperse hasta que él murió. Todo se precipitó cuando desapareció el hombre que tenía mis mismas manos. El que me miraba con dulzura. Aquel a quien todos adoraban pero que era mío. Mi abuelo Alfonso construyó un lugar en el que, si estaba atenta y me esforzaba, todo podía pertenecerme y nada era para siempre. Si yo quería, me construía cabañas. Con maderas, con los cojines del sofá y un par de mantas. Echaba a la gente de la terraza para tejer un entramado de lonas que iban desde la pared hasta la barandilla con el único objetivo de gatear conmigo unos minutos por debajo del tejado de tela. Si se me antojaba podía peinarlo y maquillarlo. Le colocaba rulos, le cardaba el pelo, le colgaba de los lóbulos mis pendientes rojos de sevillana. Si se lo pedía, me ponía en las manos los conejitos que acababan de nacer. Los padres aparecían más tarde despellejados colgando boca abajo, con pocitos alineados donde goteaba una sangre que pronto se coagulaba; y yo los miraba y sentía los corazoncitos acelerados de los pequeños, calentitos en mis manos.

El abuelo tostaba mazorcas de maíz en las brasas de la chimenea, abría las granadas y apartaba la parte amarga, me explicaba lo buenas que son las naranjas cuando llega el invierno.

Treinta años más tarde yo ya no era la pequeña que observaba el mundo pegada a su cuerpo y ya no podía demostrarle nada ni recibir su aplauso silencioso. El abuelo había muerto. Y mis caderas se habían ensanchado. Los pechos estaban duros, los muslos se habían inflado. Convivía con náuseas y mareos, con el vómito, mi cuerpo era el lugar de unas extrañas. De unos pocos milímetros de unas vidas ajenas que decidían sobre la propia. Recostada en un potro con las piernas abiertas, recordé el día en que lancé pintura blanca a la calle desde una terraza, la mancha blanda estampándose sobre una superficie dura.

En la pantalla
había tres manchitas blancas.
Las tres manchitas
bailaban.
Se deslizaban
hacia los lados.
Se mecían.

Eran carne
que mi carne
había gestado.
Carne sin piel
que no respiraba.

Un líquido viscoso
empezó a resbalar
por la cara interior
del muslo.

Vellosidades coriales.
Orina fetal.
Sangre.
El fluido
alcanzaba la rodilla.

Membranas ovulares
se deslizaban
con la sangre
hasta el dorso del pie.

En términos generales la recuperación de un aborto espontáneo suele ser rápida y con escasas molestias. Durante las primeras semanas y a primera vista de control se sugiere que se sigan las recomendaciones siguientes: abstenerse de realizar duchas vaginales, evitar las relaciones sexuales, no utilizar tampones, abstenerse de tomar baños, evitar el ejercicio físico o los esfuerzos intensos.

Vi cómo asomaba una de mis mosqueteras. La cogí con los dedos y la saqué con cuidado. Era diminuta y estaba ahogada por el cordón umbilical de la mediana, que se deslizó también por mi vagina. La más grande, la que podría haber sobrevivido, también salió de mi vientre antes de tiempo. Estaban enredadas. Tengo una foto de mis tres mosqueteras reposando en la palma de la mano. Son gelatinosas. Como pajarillas. En las cabezas hay dos agujeros: unas fosas nasales que descansan sobre una raja horizontal.

 

La anguila

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