03/03/2021
Empieza a leer 'Klara y el Sol' de Kazuo Ishiguro


Primera parte

Cuando Rosa y yo éramos nuevas, nos colocaron en la parte central de la tienda, en el lado de la mesa de las revistas, y eso nos permitía tener vistas a través de algo más de la mitad del escaparate. De modo que veíamos el exterior: los empleados de las oficinas siempre con prisas, los taxis, los corredores, los turistas, Mendigo y su perro, la parte inferior del Edificio RPO. Cuando ya llevábamos cierto tiempo en la tienda, Gerente nos permitía acercarnos a la parte delantera, justo detrás del escaparate, y desde allí podíamos ver lo alto que era el Edificio RPO. Y si estábamos allí en el momento adecuado, podíamos ver cómo se desplazaba el Sol desde los tejados de los edificios de nuestro lado de la calle hacia la acera del Edificio RPO.

Cuando tenía la suerte de poder verlo así, echaba la cara hacia delante para absorber toda la energía posible, y si Rosa estaba a mi lado, le decía que hiciera lo mismo. Pasados uno o dos minutos, teníamos que regresar a nuestros puestos, y en la época en que éramos nuevas eso nos inquietaba, porque desde la parte central de la tienda a menudo no alcanzábamos a ver el Sol y eso significaba que cada vez estaríamos más débiles. Chico AA Rex, que en aquel entonces ocupaba un lugar pegado a nosotras, nos dijo que no teníamos por qué preocuparnos, porque el Sol tenía mecanismos para llegar hasta nosotras estuviéramos donde estuviésemos. Señaló los listones de madera del suelo y dijo:

– Ahí hay una mancha de Sol. Si os preocupa, basta con que pongáis la mano y os cargaréis de energía de inmediato.

No había ningún cliente cuando nos dijo esto y Gerente estaba ocupada arreglando algo en los Estantes Rojos y yo no quería molestarla pidiéndole permiso. De modo que miré a Rosa y, cuando ella me miró con aire inexpresivo, di dos pasos adelante, me agaché y acerqué ambas manos a la mancha de Sol en el suelo. Pero en cuanto mis dedos la tocaron, la mancha desapareció, y pese a todos mis intentos –golpeé con la palma de la mano el punto en el que había estado, y cuando esto no funcionó, froté los listones de madera del suelo con ambas manos–, no reapareció. Me reincorporé y Chico AA Rex me dijo:

– Klara, esto ha sido glotonería. Las Chicas AA siempre sois muy glotonas.

Pese a que entonces yo era nueva, pensé de inmediato que tal vez no hubiera sido culpa mía, que la mancha del Sol se había borrado por pura casualidad justo en el momento en que yo la estaba tocando. Pero Chico AA Rex permaneció con expresión seria.

– Klara, has cogido para ti todo el nutriente. Mira, nos hemos quedado casi a oscuras.

Era cierto que el interior de la tienda se había vuelto lúgubre. Incluso fuera, en la acera, la señal de prohibido aparcar sujeta a la farola tenía un aspecto grisáceo y apagado.

– Lo siento –le dije a Rex, y me volví hacia Rosa–: Lo siento. No pretendía absorberlo todo yo.
– Por tu culpa –se quejó Chico AA Rex–, esta noche me debilitaré.
– Me estás tomando el pelo –repliqué–. Estoy convencida.
– No te estoy tomando el pelo. Podría enfermar ahora mismo. ¿Y qué pasa con los AA de la parte trasera de la tienda? Ya están teniendo problemas. Y van a empeorar. Klara, has sido una glotona.
– No te creo –dije, pero ya no estaba tan segura. Miré a Rosa, pero mantuvo su rostro inexpresivo.
– Ya me empiezo a encontrar mal –aseguró Chico AA Rex. Y se inclinó un poco.
– Pero si acabas de decirlo tú mismo. El Sol siempre encuentra el modo de llegar hasta nosotros. Seguro que me estás tomando el pelo.

Al final logré autoconvencerme de que Chico AA Rex me estaba tomando el pelo. Pero la sensación que me quedó ese día fue que, sin yo pretenderlo, había empujado a Rex a sacar un tema incómodo, algo de lo que la mayoría de los AA de la tienda preferían no hablar. Y no mucho tiempo después, le sucedió aquello a Chico AA Rex, lo cual me hizo pensar que incluso si ese día estaba bromeando, una parte de él sí hablaba en serio.

Fue una mañana muy soleada y Rex ya no trabajaba a nuestro lado porque Gerente lo había trasladado a la hornacina de la parte delantera. Gerente siempre decía que cada posición estaba cuidadosamente pensada y que teníamos las mismas posibilidades de ser elegidos estuviéramos donde estuviésemos situados. Aun así, todos sabíamos que, al entrar en la tienda, la mirada del cliente en lo primero que se fijaba era en la hornacina de la parte delantera, y era obvio que Rex estaba encantado de que le hubiera llegado el turno de ocupar ese sitio. Lo observábamos desde la parte central de la tienda, con la barbilla alzada y el Sol dándole de lleno, y en cierto momento Rosa se inclinó hacia mí y me dijo:

– ¡Oh, tiene un aspecto estupendo! ¡Seguro que no va a tardar en encontrar una casa!

Era el tercer día de Rex en la hornacina cuando entró en la tienda una niña con su madre. En aquel entonces, a mí todavía no se me daba muy bien calcular la edad, pero recuerdo que deduje que tendría trece y medio, y ahora creo que acerté. La madre trabajaba en alguna oficina y por los zapatos y el traje que llevaba se podía colegir que tenía un cargo importante. La niña se fue directa hacia Rex y se plantó ante él, mientras que la madre se acercó hacia donde estábamos nosotras, nos miró y siguió caminando hasta el fondo de la tienda, donde había dos AA sentados en la Mesa de Cristal, balanceando las piernas tal como Gerente les había dicho que hicieran. En un determinado momento, la madre llamó a la niña, pero esta hizo caso omiso y siguió contemplando la cara de Rex. Unos instantes después, estiró el brazo y pasó la mano por el brazo de Rex. Él, claro está, no dijo nada, se limitó a sonreír y permaneció inmóvil, tal como nos habían dicho que debíamos hacer cuando un cliente mostraba especial interés por nosotros.

– ¡Mira! –me susurró Rosa–. ¡Va a elegirlo! Está encantada con él. ¡Qué suerte tiene!

Le di un codazo para que se callara, porque nos podían oír.

Ahora fue la hija la que llamó a la madre y un momento después estaban ambas ante Chico AA Rex, mirándolo de arriba abajo; la niña, de vez en cuando, se acercaba y lo tocaba. Hablaban entre ellas en voz baja y en cierto momento oí que la niña decía: «Pero, mamá, es perfecto. Es precioso.» Y unos instantes después refunfuñaba: «Oh, mamá, venga.»

Para entonces Gerente ya se había colocado con sigilo detrás de ellas. Al final la madre se volvió hacia ella y le preguntó:

– ¿Qué modelo es?
– Es un B2 –dijo Gerente–. Tercera serie. Para el niño adecuado, Rex puede ser un compañero perfecto. Creo que él en particular estimula en una persona joven el empeño en ser concienzudo y estudioso.
– Bueno, a esta jovencita eso desde luego le vendría de perlas.
– Oh, mamá, es perfecto.
– B2, tercera serie –dijo la madre–. Son los que tienen problemas de absorción solar, ¿verdad?

Lo dijo tal cual, delante de Rex, sin dejar de sonreír. Rex también continuó sonriendo, pero la niña se quedó desconcertada e iba mirando alternativamente a Rex y a la madre.

– Es cierto –explicó Gerente– que, al principio, los de la tercera serie presentaron algunas pequeñas disfunciones. Pero las informaciones al respecto se exageraron mucho. En entornos con niveles normales de luz, no dan ningún tipo de problema.
– He oído que la mala absorción solar puede generar problemas más serios –comentó la madre–. Incluso de comportamiento.
– Señora, con el debido respeto, los modelos de la serie tres han llenado de felicidad a muchos niños. A menos que viva usted en Alaska o bajo tierra, no tiene de qué preocuparse.

La madre siguió observando a Rex, hasta que al final negó con la cabeza y dijo:

– Lo siento, Caroline, entiendo que te guste. Pero no es para nosotras. Ya te encontraré otro que sea perfecto.

Rex continuó sonriendo hasta que las clientas se marcharon, y ni siquiera entonces mostró ninguna señal de estar triste. Pero luego recordé la broma que me había hecho y pensé que esas preguntas sobre el Sol, sobre la cantidad de nutriente que necesitábamos, le rondaban por la cabeza desde hacía tiempo.

Hoy, claro está, sé que Rex no era el único. Pero oficialmente esto no era así; cada uno de nosotros contaba con especificaciones que garantizaban que no podían afectarnos factores como nuestra ubicación en una habitación. Aun así, un AA podía sentirse aletargado después de unas horas alejado del Sol, y empezar a preocuparse porque algo en él no funcionaba bien, pensar que tenía algún defecto que le afectaba en exclusiva y que, si se evidenciaba, jamás encontraría una casa.

Ese era el motivo por el que poníamos tanto empeño en estar en el escaparate. A todos nos habían prometido que nos tocaría el turno, y todos ansiábamos que llegara ese momento. Ese interés tenía en parte que ver con lo que Gerente denominaba el «honor especial» de representar a la tienda hacia el exterior. Y, además, dejando de lado lo que dijera Gerente, sabíamos que teníamos muchas más posibilidades de ser elegidos si estábamos en el escaparate. Pero lo más importante, que todos teníamos muy claro sin hablar de ello, era el Sol y el nutriente que nos proporcionaba. En una ocasión Rosa sacó el tema hablando en voz baja, poco antes de que nos llegara el turno.

– Klara, ¿tú crees que en cuanto estemos en el escaparate recibiremos tanta energía que ya no volverá a faltarnos nunca más?

En aquel entonces yo todavía era muy nueva, de modo que no supe qué decirle, aunque yo me hacía la misma pregunta.

Por fin nos llegó el turno y una mañana Rosa y yo nos colocamos en el escaparate, poniendo especial cuidado en no tirar al suelo ningún elemento del decorado, tal como les había pasado la semana pasada al par que nos precedió. La tienda, claro está, todavía no había abierto, y pensé que la persiana estaría completamente bajada. Pero cuando nos sentamos en el Sofá de Rayas, vi que había un pequeño espacio abierto entre el suelo y la persiana –Gerente debía de haberla levantado un poco para comprobar si todo estaba listo para que nos colocáramos– y la luz del Sol creaba un rectángulo luminoso que subía hasta la plataforma y acababa en una línea recta justo delante de nosotras. No teníamos más que estirar un poco los pies para colocarlos en la zona cálida. Fue entonces cuando supe que, fuera cual fuera la respuesta a la pregunta de Rosa, íbamos a recibir todo el nutriente que pudiéramos necesitar durante mucho tiempo. Y en cuanto Gerente pulsó el botón y la persiana empezó a subir, quedamos cubiertas por una luz cegadora.

Debo confesar que siempre había tenido otro motivo para querer estar en el escaparate, que no tenía nada que ver con la energía del Sol o con la posibilidad de que me eligieran. A diferencia de la mayoría de los AA, a diferencia de Rosa, yo siempre deseé ver más el exterior, y verlo con todo detalle. De modo que en cuanto se alzó la persiana y comprobé que ahora tan solo un cristal se interponía entre la acera y yo, que podía verlo todo de cerca, un montón de cosas que antes solo había visto de forma muy parcial, eso me generó tal entusiasmo que durante un rato me olvidé del Sol y sus bondades.

Vi por primera vez que la fachada del Edificio RPO era de ladrillo y que no era blanca, como siempre había creído, sino amarillo claro. También pude comprobar que era todavía más alto –veintidós plantas– de lo que había imaginado y que cada una de las ventanas simétricas tenía su propia cornisa especial. Vi cómo el Sol había trazado una diagonal sobre el exterior del Edificio RPO, de tal modo que a un lado quedaba un triángulo que parecía casi blanco, mientras que el del otro lado se veía muy oscuro, pese a que ahora sabía que la fachada era amarillo claro. Y no solo podía ver todas y cada una de las ventanas hasta la azotea, también veía de vez en cuando a gente en el interior del edificio, de pie, sentada o caminando de un lado a otro. En la calle, veía a los transeúntes, los diversos tipos de zapatos que calzaban, los vasos desechables, las mochilas, los perritos y, si quería, podía seguir con la mirada a cualquiera de ellos desde el paso de peatones hasta la segunda señal de prohibido aparcar, donde había un par de operarios encima de un desagüe, señalando algo. Podía ver también el interior de los taxis cuando se detenían para que la multitud pudiera cruzar por el paso de peatones: un conductor golpeteando el volante, un pasajero con gorra.

Fueron pasando las horas, el Sol nos caldeaba y a Rosa se la veía feliz. Pero también me fijé en que apenas observaba nada y mantenía la mirada fija en la primera señal de prohibido aparcar, la que teníamos justo delante. Solo cuando yo le señalaba algo, ella volvía la cabeza, pero enseguida perdía interés y volvía a mirar la acera y la señal.

Rosa solo desviaba la mirada cuando un transeúnte pasaba por delante del escaparate. En este caso, ambas hacíamos lo que Gerente nos había enseñado: sonreíamos de un modo «neutro» y fijábamos la mirada al otro lado de la calle, en un punto en mitad de la fachada del Edificio RPO. Resultaba muy tentador mirar de cerca a un transeúnte que se aproximaba, pero Gerente nos había explicado que era muy vulgar establecer contacto visual en ese momento. Solo cuando el transeúnte nos señalaba de un modo claro, o nos hablaba a través del cristal, podíamos interactuar, pero nunca antes.

Muchas de las personas que se detenían no estaban interesadas en nosotras para nada. Solo querían quitarse un momento una zapatilla deportiva para solucionar algo que les molestaba, o pulsar sus rectángulos. Aunque algunos sí que se acercaban al cristal y escrutaban el interior. Muchos de estos últimos eran niños, de la edad para la que nosotras estábamos especialmente indicadas, y parecían contentos de vernos. Un niño se acercaba entusiasmado, solo o con el adulto que lo acompañaba, nos señalaba, se reía, ponía una cara rara, daba un golpecito en el cristal y nos saludaba con la mano.

De vez en cuando se acercaba un niño –y a los de ese tipo no tardé en aprender a observarlos simulando mirar el Edificio RPO– para echarnos un vistazo y reaccionaba con tristeza, en ocasiones con rabia, como si hubiéramos hecho algo mal. Los niños con ese comportamiento podían cambiar de actitud en un segundo y de pronto se reían o nos saludaban como los demás, pero después de nuestro segundo día en el escaparate aprendí a diferenciarlos enseguida.

Traté de comentárselo a Rosa, después de la tercera o cuarta aparición de uno de esos chicos, pero ella sonrió y me dijo:

– Klara, te preocupas demasiado. Estoy segura de que esa niña era muy feliz. ¿Cómo no iba a serlo en un día como este? Hoy toda la ciudad está contenta.

Pero al final de nuestro tercer día saqué el tema en una conversación con Gerente. Nos había elogiado, diciendo que habíamos lucido «hermosas y muy dignas» en el escaparate. En aquel momento las luces de la tienda ya estaban atenuadas y nosotras estábamos en la trastienda con los demás, todos apoyados contra la pared y algunos hojeando las revistas interesantes antes de dormir. Rosa estaba a mi lado y por la posición de sus hombros era evidente que ya estaba medio dormida. Así que cuando Gerente me preguntó si había disfrutado del día, aproveché la ocasión para comentarle lo de los niños tristes que se habían acercado al escaparate.

– Klara, eres increíble –me dijo Gerente, hablando en voz baja para no molestar a Rosa y los demás–. Te percatas de muchas cosas. –Negó con la cabeza como sin dar crédito, y añadió–: Lo que tienes que entender es que somos una tienda muy especial. Ahí fuera hay muchos niños a los que les encantaría poder escogerte a ti, o a Rosa, o a cualquiera de los que estáis aquí. Pero no les es posible. Sus familias no se lo pueden permitir. Por eso se acercan al escaparate, soñando por un momento que pueden tenerte. Y entonces se ponen tristes.
– Gerente, ¿ese tipo de niños puede tener un AA en casa?
– Tal vez no. Desde luego no uno como tú. De modo que si a veces un niño te mira de forma rara, con amargura o tristeza, o dice algo desagradable a través del cristal, no le des muchas vueltas. Tan solo recuerda que si un niño hace eso lo más probable es que se sienta frustrado.
– Esos niños, sin un AA, seguro que se sentirán solos.
– Sí, eso también –dijo Gerente en voz baja–. Solos, sí. Bajó la mirada y guardó silencio, de modo que esperé.

De pronto sonrió, estiró el brazo y me quitó la revista interesante que estaba mirando.

– Buenas noches, Klara. Mañana actúa igual de bien que lo has hecho hoy. Y no lo olvides: tú y Rosa representáis a la tienda en toda la calle.
 

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Traducción de Mauricio Bach.

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Klara y el Sol

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