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Empieza a leer 'Hilos de sangre' de Gonzalo Torné

01/07/2025

  

MIGAJAS DE INFORMACIÓN

 

Leí Hilos de sangre meses antes de su publicación, en la copia impresa de un archivo de Word que me pasó su autor. Fue durante las últimas semanas del año 2009 y las primeras de 2010 (la novela se publicó en octubre de ese año).
Detesto leer «manuscritos», como incongruentemente sigue llamándose a los originales sin editar. Los leo casi siempre con impaciencia y cierto resentimiento por no estar leyendo un libro. Accedí a leer el de Hilos de sangre por la simpatía y la curiosidad que me despertaba Gonzalo Torné, con quien entonces no tenía amistad, pero que había acudido a mí, tiempo atrás, para pedirme que presentara Lo inhóspito (Elipsis, 2007), su primera novela, un extraño y prometedor artefacto narrativo que consiguió intrigarme acerca de los rumbos futuros de su autor.
Recuerdo con alguna precisión mi primera lectura de Hilos de sangre porque estaba de viaje. Las circunstancias excepcionales de un viaje suelen adherirse a las lecturas que se hacen durante el mismo. Así que, pese a mi mala memoria, soy capaz de reconstruir el momento en que, por encima del interés creciente por lo que leía, experimenté la excitación de hallarme ante algo fuera de lo corriente. Lo que me avisó de que lo que estaba leyendo estaba bien, muy bien, incluso más que bien, fue un pasaje muy concreto de la novela que llamó luego la atención de más lectores. Se trata del monólogo que uno de sus protagonistas, Gabriel Montsalvatges, hilvana ante su nieta Clara, la narradora y también protagonista de la novela. Se encuentra hacia la mitad del libro, entre las páginas 234 y 246 de la presente edición, al final de la segunda parte, la titulada «Para que nazca gente».
El extenso pasaje constituye lo que suele llamarse un tour de force. Viene a ser una especie de gran zoom narrativo en el que se traza un recorrido vertiginoso que va desde el Big Bang hasta el presente, atravesando constelaciones, eras geológicas, el surgimiento de la vida en el planeta Tierra, la evolución de nuestra especie a partir de los primeros homínidos, la historia de la humanidad entera, desde la Edad de Bronce hasta la guerra civil española. Todo ello en poco más de una docena de páginas, y de manera bastante antojadiza, encima. ¿A quién podía ocurrírsele hacer algo así? Solo a un novelista novato, lleno de ambición, insensatamente fiado a sus recursos y deseoso de exhibirlos. Pese a lo cual, ¡la cosa funcionaba! La tirada es asombrosa, por muy declamatoria o groseramente abocetada que alguno pueda juzgarla. El pasaje en cuestión tiene algo de accesorio, y sin embargo contiene en su tramo final, esencializada, la sustancia de la novela:

Me perturbaba no poder distinguir el mal, el horror puro, de unos pasos sin los que el mundo confortable en el que has crecido no podría desarrollarse. [...] No puedes imaginar cómo era vivir antes, nunca podemos, las épocas se nos escapan reducidas a un puñado de datos aislados, dentro de doscientos años habrá que buscar en las mejores novelas para encontrar indicios de la actual atmósfera nerviosa. Algunas personas vivimos lo suficiente para tener dos mundos metidos en la cabeza, somos como esos pájaros que vinculaban a los nuevos mamíferos con el Jurásico, podemos comparar la temperatura de las épocas; las personas siguen siendo las mismas, son tan parecidas: se codician, se traicionan, se lamen, se pelean, se interpretan mal, se envidian y se aman. [...] Me pareció que la moral era una excrecencia de estas situaciones de fuerza previas: espuma espiritual, lujo, un brillo que se deja en segundo plano cuando no abundan los recursos y las cosas se ponen serias; cuando se trata de supervivencia las sociedades se resguardan en los sistemas jurídicos y en los ritos. [...] Ahora comprendo que estaba intentando precisar qué se necesitó para llegar aquí, tú y yo tal y como estamos, y cuánto dolor se había cobrado a cambio. He sido un ingenuo. En cuanto la naturaleza expulsa los sucesos, empiezan a desdibujarse, quedan inermes a merced de los desvíos de los vivos. [...] De la historia no puedes aprender nada que no hayas ido a encontrar: es local, arbitraria, una acumulación. La historia no oculta una pulsión moral, no es edificante, no te ayuda a anticiparte: la historia es una sopa donde hierven y se consumen los productos de la naturaleza: la historia es informe, la historia solo sirve para que nazca gente...

Toma ya.
Y, en medio de esta perorata, también una clave sobre el título de la novela. Al evocar a las «no más de diez mil parejas» de Homo sapiens que consiguieron resistir las condiciones extremas creadas por la Edad de Hielo, el anciano Gabriel dice: «De este grupo manan los hilos de sangre que se entretejen sobre los siglos hasta llegar a nosotros».
El pasaje que vengo citando ejemplifica extremosamente uno de los rasgos característicos de la prosa narrativa de Torné: la velocidad a veces increíble que es capaz de adquirir, sobre todo en los frecuentes travellings en que se embarcan los también frecuentes monólogos o recuentos de los personajes. En esos momentos, el estilo enumerativo de Torné, forzando al máximo el empleo de la elipsis, avanza a grandes zancadas, sin perjuicio de –en un deliberado juego de aceleración y frenado– demorarse en pequeñas y certeras observaciones de detalle o en diálogos a menudo fulminantes.
Los diálogos son otro de los ases con los que Torné juega sus bazas de novelista. Son los suyos diálogos magníficamente construidos, por lo común muy brillantes, agudos, incisivos, que reniegan del naturalismo coloquial y apelan más bien a la tradición de la alta comedia (de Wilde en adelante). Cuando escribo estas líneas, hace pocos meses que Torné ha publicado su sexta novela, Brujería (2024), a la que él mismo se refiere, humorísticamente, como «la Dialogada», pues consiste en su mayor parte en largas conversaciones de sus protagonistas.

En Hilos de sangre no escasean los diálogos. La quinta y última parte la ocupan casi entera dos largas y chispeantes tiradas dialogadas, llenas de inteligencia y crueldad (lo dicho: alta comedia). Pero nada como, en la primera parte, a modo de gran obertura, el intercambio de correos electrónicos con que –remedando y actualizando muy eficazmente los moldes de la novela epistolar– nos son presentados, así, a lo bestia, sin más protocolos, los hermanos Montsalvatges: Clara, Amanda y Álvaro.

En realidad, Clara y Amanda ya habían comparecido en uno de los capítulos de Lo inhóspito, el titulado precisamente «Dos hermanas». Pero quién iba a acordarse. No solo ellas aparecían allí: también su abuelo (aún sin nombre), y su tío abuelo Jonás, el sacerdote. De modo que el clan de los Montsalvatges y sus satélites ya estaba en germen desde hacía mucho. En 2010, sin embargo, el lector de Hilos de sangre mal podía saber, como sí le cabe saber al lector actual, que se adentraba en algo más que en una novela extraordinaria: que se adentraba en todo un mundo narrativo que bullía ya entonces, como ahora, en la mente de su autor. ¡Los Montsalvatges!

Permítaseme aquí una digresión personal, casi privada. Trato de reconstruir, mientras escribo esto, el impacto que me produjo Hilos de sangre durante mi primera lectura de la novela. Pero la impresión que nos produce un libro es a menudo reforzada o distorsionada por razones extraliterarias, a veces muy azarosas y anecdóticas, como las mías en este caso. Verán. En mi niñez yo era «sobrino», por vía política, de Xavier Montsalvatge, compositor y crítico musical que gozó de una discreta pero sólida reputación en la Cataluña de la posguerra y de la transición (falleció en 2002, habiendo recibido las más altas distinciones que otorga la Generalitat de Cataluña en materia de música). Estaba casado con mi tía Elenita, la bella y dulce tía Elenita, prima hermana e íntima amiga de mi madre. Por esta razón, Mont

salvatge se veía obligado a asistir, el pobre, a algunas celebraciones familiares. Imposible desentonar más en medio de la estentórea y numerosa concurrencia de mis tíos Echevarría, todos ellos de pedigrí franquista y furibundos anticatalanistas. El caso es que ese apellido, Montsalvatge, poseía en mi imaginación infantil connotaciones algo fabulosas, pues nada me era entonces más remoto, a la par que prestigioso, que el mundo de la música. Si a eso se suma el dato de que Gabriel Montsalvatges –el de Torné, con ese para mí incongruente plural– vivía en la calle Balmes, donde vivo yo mismo, y que ha sido, a lo largo de toda mi vida, el eje de mi cartografía barcelonesa, se comprenderá la absurda pero fehaciente familiaridad con que, desde un comienzo, me relacioné con los personajes de Hilos de sangre.

¡Los Montsalvatges!, decía. Quienes regresen a esta novela después de haber leído las siguientes de su autor, o quienes desembarquen por primera vez en ella habiendo leído antes Divorcio en el aire (2013), o Años felices (2017), o El corazón de la fiesta (2020), ya saben con qué van a encontrarse, y saludarán con más o menos simpatía y confianza a Clara, a Amanda, a Álvaro, y luego a Joan-Marc (el impagable Joan-Marc), a Diego, a Bodel... Pero quién iba a pensar, en 2010, que poblarían de forma tan persistente, entrecruzándose, combinando y contrastando perspectivas, un imaginario que desde entonces ha ido nutriéndose de manera siempre imprevisible y a la vez perfectamente coherente.

Imagino que el impacto de la lectura de Hilos de sangre ha de ser muy distinto para quien la emprenda sin haber leído antes ninguna otra novela de su autor. Pero ese lector «virgen» difícilmente lo será tanto como quienes leímos la novela cuando se publicó. Le constará de algún modo que Torné es un autor ya consolidado dentro del panorama de la narrativa española; probablemente habrá leído algunas de sus colaboraciones en la prensa cultural, quizás lo haya seguido en su muy activa cuenta de Twitter y/o Bluesky... No, ya no es posible leer a Torné como lo hicimos hace quince años, en un escenario literario bien distinto, por cierto.

Quince años. Justo los que me llevo yo mismo con Gonzalo. De lo que se desprende que cuando leí Hilos de sangre tenía yo la edad que tiene él ahora, en la primavera de 2025. Soy muy aficionado a estas aritméticas de la edad relacionadas con el libro y las lecturas. Cuando se publicó Hilos de sangre Gonzalo estaba nel mezzo del cammin de la vida. A los treinta y cinco años, un escritor es considerado todavía joven, más aún si es un escritor emergente. Hoy no cabe pretender que Gonzalo lo sea, por mucho que a mí me lo siga pareciendo. Para quienes cuentan hoy entre veinte y cuarenta años, Gonzalo es ya –no puede dejar de serlo– un escritor senior (y que me disculpe esta deprimente categoría). No lo era para los lectores de Hilos de sangre en 2010. El dato no es irrelevante.

 

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