15/07/2021
Empieza a leer 'Héroes' de Stephen Fry


PRÓLOGO

Zeus sentado en su trono. Gobierna el cielo y el mundo. Su hermana-esposa HERA lo gobierna con él. Los deberes y los dominios de la esfera mortal se reparten entre los miembros de su familia, los otros diez dioses olímpicos. En los primeros tiempos de los dioses y los hombres, las divinidades se paseaban por la tierra con los mortales, hacían buenas migas, los cautivaban, se acostaban con ellos, los castigaban, los atormentaban, los transformaban en flores, en árboles, en pájaros, en insectos e interactuaban, se cruzaban, se entrelazaban, se mezclaban, se interpenetraban e interferían de todas las maneras imaginables con ellos. Pero, poco a poco, con el paso del tiempo, a medida que una época sucedía a otra y la humanidad crecía y prosperaba, la intensidad de estas interrelaciones ha ido disminuyendo.

En la época en la que entramos ahora, los dioses siguen a nuestro alrededor, aprobando, desaprobando, dirigiendo y perturbando, pero el regalo de PROMETEO, el fuego, ha otorgado a la humanidad la capacidad de controlar sus asuntos y construir sus características ciudades-estado, reinos y dinastías. El fuego es real y caliente, y le ha proporcionado a la humanidad el poder de fundir, forjar, fabricar y crear, pero también se trata de un fuego interior; gracias a Prometeo, ahora contamos con la chispa divina, el fuego creativo, la consciencia que en su día solo pertenecía a los dioses.

La Edad de Oro se ha convertido en la Edad de los Héroes: hombres y mujeres que cogen las riendas de sus destinos, emplean sus cualidades humanas: valentía, astucia, ambición, velocidad y fuerza, para llevar a cabo proezas asombrosas, vencer horribles monstruos y establecer grandes culturas y linajes que cambian el mundo. El fuego divino robado al cielo por su campeón Prometeo arde en ellos. Temen, respetan y adoran a sus dioses paternos, pero en el fondo saben que son la horma de su zapato. La humanidad ha entrado en la adolescencia.

El propio Prometeo –el titán que nos creó, nos dio su amistad y nos defendió– sigue sufriendo su espantoso castigo: encadenado en la cara de una montaña recibe la visita diaria de un ave de presa que baja surcando el aire desde el sol para desgarrarle un costado, sacarle el hígado y comérselo ante sus propios ojos. Como es inmortal, el hígado se le regenera por la noche, y así el tormento se repite al día siguiente. Y al de después.

Prometeo, cuyo nombre significa «presagio», ha profetizado que ahora que el fuego está en el mundo de los hombres los dioses tienen los días contados. La ira de Zeus ante la desobediencia de su amigo viene tanto de un temor profundamente sepultado pero persistente de que el hombre supere a los dioses como de una profunda sensación de dolor al verse traicionado.

Prometeo también ha visto que ese momento llegará cuando sea liberado. Un héroe humano y mortal llegará a la montaña, hará añicos los grilletes del titán y lo pondrá en libertad. Juntos salvarán a los olímpicos.

Pero ¿por qué van a necesitar ser salvados los dioses?

Durante cientos de generaciones, un profundo rencor ha ardido bajo tierra. Cuando el titán CRONO castró a su padre, el dios primigenio del cielo URANO, y lanzó sus genitales por los aires, una raza de gigantes brotó allí donde salpicaron gotas de sangre y semen. Estos seres «ctónicos», estas criaturas surgidas de la tierra, creen que llegará el momento en que puedan disputarle el poder a la arrogante prole arribista de Crono, los dioses olímpicos. Los gigantes esperan el día en que puedan alzarse para conquistar el Olimpo y comenzar su gobierno.

Prometeo entrecierra los ojos mirando al sol y espera también ese momento.

La humanidad, mientras tanto, prosigue con sus asuntos mortales, trabajar y bregar, vivir, amar y morir en un mundo habitado aún por ninfas, faunos, sátiros y otros espíritus más o menos benevolentes de los mares, los ríos, las montañas, los prados, los bosques y los campos, pero a reventar también de un buen puñado de serpientes y dragones (muchos de ellos descendientes de la GEA primigenia, la diosa de la tierra, y de TÁRTARO, dios de las profundidades subterráneas. Su descendencia, los monstruosos EQUIDNA y TIFÓN, han engendrado multitud de criaturas malvadas y mutantes que asolan los territorios y los mares que los humanos tratan de doblegar.

Para sobrevivir en un mundo así, los mortales se han visto en la necesidad de suplicar y someterse a los dioses, de hacerles sacrificios y halagarlos con alabanzas y plegarias. Pero algunos hombres y mujeres empiezan a confiar en su propia reserva de fortaleza y sabiduría. Se trata de hombres y mujeres que –con o sin la ayuda de los dioses– se atreverán a hacer este mundo más seguro para que la raza humana prolifere. Hablamos de los héroes.


EL SUEÑO DE HERA

Desayuno en el monte Olimpo. Zeus está sentado en el extremo de una larga mesa de piedra dándole sorbitos a su néctar y organizándose la jornada que tiene por delante. Uno por uno, el resto de dioses y diosas olímpicos van entrando y ocupan sus asientos. Hera entra la última y ocupa su lugar en la otra punta frente a su marido. Está ruborizada, la melena en desorden. Zeus le echa una ojeada un poco sorprendido.

– En todos los años que hace que te conozco jamás has llegado tarde a un desayuno. Ni una sola vez.
– Pues no –dice Hera–. Acepta mis disculpas, pero es que he dormido mal y me encuentro un poco destemplada. Anoche tuve una pesadilla. De lo más inquietante. ¿Quieres que te la cuente?
– De mil amores –miente Zeus, que comparte con nosotros los mortales el terror a los relatos de sueños ajenos.
– Soñé que nos asediaban. Aquí en el Olimpo. Los gigantes se sublevaban, escalaban la montaña y nos atacaban.
– Queridita...
– Pero la cosa se ponía fea, Zeus. Toda esa ralea subía hasta aquí y nos atacaba. Y tus truenos les resultaban tan inofensivos como alfileres. El líder de los gigantes, el más grande y fuerte, se abalanzaba sobre mí y trataba de... de... de imponérseme. Qué mal trago –dice–. Pero al fin y al cabo fue solo un sueño. Porque lo era, ¿verdad? ¿No? Era tan preciso. Daba, más bien, la sensación de ser una visión. Una profecía, igual. Tampoco sería mi primera, ya lo sabes.

Eso era verdad. El papel de Hera como diosa del matrimonio, la familia, el decoro y el buen orden a veces hace que nos olvidemos de que el don de la perspicacia también se contaba entre sus fuertes.

– ¿Cómo acababa la cosa?
– De una forma rarísima. Nos salvaba tu amigo Prometeo y luego...
– Ese no es amigo mío –le corta Zeus. En el Olimpo está vetada cualquier alusión a Prometeo. Para Zeus, oír pronunciar el nombre de este amigo en tiempos tan querido es como exprimirse un limón encima de un corte.
– Si tú lo dices, querido; solo te cuento lo que soñé, lo que vi. Mira, lo curioso es que Prometeo iba acompañado de un mortal. Y este humano fue quien me quitó de encima al gigante, lo despeñó Olimpo abajo y nos salvó a todos.
– ¿Un hombre, dices?
– Sí. Un humano. Un héroe mortal. Y en mi sueño tenía muy claro, no sé bien cómo o por qué, pero lo tenía claro, clarísimo, que este hombre descendía del linaje de Perseo.
– ¿De Perseo, dices?
– De Perseo. No había ninguna duda. Tienes el néctar a mano, cariño...

Zeus pasa la jarra entre los comensales.

Perseo.

Un nombre que llevaba algún tiempo sin oír.

Perseo...


Perseo

LA LLUVIA DE ORO

ACRISIO, soberano de Argos, al verse sin ningún heredero varón para su reino, pidió consejo al oráculo de Delfos sobre cómo y cuándo debía esperarlo. La respuesta de la sacerdotisa fue inquietante:

El rey Acrisio no tendrá hijos varones, pero morirá a manos de su nieto.

Acrisio amaba a su hija, su única hija, DÁNAE, pero más amaba la vida. El oráculo dejaba claro que debía de hacer todo lo que estuviese en su mano para evitar que ningún varón en edad de procrear se acercase a ella. Con este fin, ordenó la construcción de una cámara de bronce bajo el palacio. Encerró a Dánae en esta cárcel resplandeciente e inexpugnable con tantas comodidades y tanta compañía femenina como desease. Después de todo, se dijo Acrisio, tampoco tenía un corazón de pedernal.

Había sellado la cámara de bronce contra cualquier invasor, pero no contaba con la lujuria de Zeus omnisciente y omnipotente, que le había echado el ojo a Dánae y que en aquel preciso instante reflexionaba sobre cómo penetrar la cámara sellada y darse un homenaje. El reto le ponía. En su larga y amorosa carrera, el Rey de los Dioses se había transformado en toda clase de entidades exóticas en su persecución de mujeres y (de vez en cuando) hombres deseables. Tenía claro que para conquistar a Dánae tenía que ocurrírsele algo mejor que los habituales toros, osos, jabalíes, sementales, águilas, venados y leones. Se requería algo con un poco más descocado...

Una noche se coló a través de la estrecha rendija del tragaluz una lluvia dorada, se derramó sobre el regazo de Dánae y la penetró. No digo que fuese una modalidad coital muy ortodoxa, pero el caso es que Dánae se quedó embarazada y, llegado el momento, con ayuda de sus leales ayudantes femeninas, dio a luz a un saludable niño mortal al que llamó PERSEO.

Con la salubridad mortal de Perseo venían un par de pulmones más que funcionales, y por mucho que se empeñaran, ni Dánae ni sus ayudantes fueron capaces de reprimir los gemidos y llantos del bebé, que se abrieron paso a través de las paredes de bronce de su cárcel hasta los oídos del padre, dos plantas más arriba.

Su cólera al enfrentarse a la estampa de su nieto fue horrible de presenciar.

– ¿Quién se ha atrevido a irrumpir en tu cámara? Dime su nombre y haré que lo castren, lo torturen y lo ahorquen con sus propios intestinos.
– Padre, creo que fue el Rey de los Cielos en persona quien me poseyó.
– ¿Me estás diciendo... ¡que alguien haga callar a ese bebé!, ¿me estás diciendo que es de Zeus?
– Padre, no puedo mentirte: así fue.
– Una historia de lo más plausible. ¿A que ha sido el hermano de una de esas puñeteras criadas tuyas?
– No, padre, fue como he dicho. Zeus.
– Como ese mocoso no deje de pegar chillidos lo asfixio con este cojín.
– Tiene hambre, nada más –dijo Dánae poniéndose a Perseo al pecho.

Acrisio se devanó los sesos. A pesar de la amenaza del cojín, era consciente de que no había mayor crimen que el del asesinato entre familiares consanguíneos. El asesinato de un pariente provocaría que las Furias subiesen del inframundo y lo persiguieran hasta los confines de la tierra azotándolo con sus látigos de hierro hasta despellejarlo vivo. No lo dejarían en paz hasta que se volviese loco de atar. Y, sin embargo, la profecía del oráculo le hacía insoportable la idea de que su nieto viviera. A lo mejor...

A la noche siguiente, lejos de las miradas de la chismosa plebe, Acrisio hizo encerrar a Dánae y al niño en un baúl de madera. Sus soldados clavaron la tapa y lo lanzaron por los acantilados al mar.

– Ea –dijo Acrisio sacudiéndose las manos como para librarse de toda responsabilidad–. Si perecen, como han de perecer sin duda, nadie podrá decir que yo fui la causa directa. Será culpa del mar, las rocas y los tiburones. Será culpa de los dioses. Nada que ver conmigo.

Con este escaqueo verbal por consuelo, el rey Acrisio contempló el baúl meciéndose en lontananza.


* * * 

Traducción de Rubén Martín Giráldez.

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