03/03/2021
Empieza a leer 'Harvey' de Emma Cline


Ya casi nunca tenía esos sueños. Pero se despertó de pronto, igualmente, parpadeando en la habitación a oscuras. Las cuatro de la mañana. Se quedó un momento quieto bajo la colcha. Tenía la camiseta pegada a la espalda: sudores nocturnos, la almohada empantanada, las sábanas húmedas. Vuelta para el otro lado. Bien estirado sobre las sábanas frescas. Sin abrir los ojos. Tan pronto los abriese, tan pronto cayese de pies y manos en el mundo de los vivos, sería entrar directo en la rueda, un pastillero preparado ya con la medicación de la mañana, una botella de agua Fiji a temperatura ambiente al lado.

El día siguiente a estas horas lo sabría todo. Bueno, no exactamente a estas horas, más bien hacia las diez, pero, en cualquier caso, estaría todo decidido. Examinó las posibilidades en un intento de calibrar las evidencias de un modo u otro. Pero ¿qué opción había?: creía, con toda sinceridad, que lo absolverían. ¿Cómo no lo iban a absolver? Estábamos en América. Puede que hubiese un momento, un día o dos justo después de que empezara todo esto, en el que igual creyó que se había acabado, que había llegado el final. Entendía que Epstein se hubiese ahorcado en la celda, porque ¿qué pinta tendría la vida, después? Nada de cenas, nada de respeto, nada de ese amortiguador de miedo y admiración que te envolvía en una especie de agradable trance, con el mundo amoldándose a ti. Haber tenido eso, y luego perderlo, era impensable, insoportable.

Y sí, hubo un momento en que la gente dejó de devolverle las llamadas, le giraba la cara por la calle, no quedaban habitaciones en el hotel, etcétera, etcétera. Pero casi con la misma rapidez, apareció otra gente, corrió a llenar el vacío. Fueron a su fiesta de la Super Bowl, en la que sirvieron perritos calientes del Nate’n Al traídos en avión; le prestaron sus casas de campo, le dejaron consultar con los abogados de la familia. Ahora, por ejemplo, estaba alojado en la casa de Vogel en Connecticut. Un hombre no le ofrecería su casa a otro si este fuese verdaderamente un leproso. No lo invitaría al bar mitzvá de su hijo. Seguía saliendo a cenar. Su asistente le programaba reuniones por teléfono. Cogía vuelos y comía a puñados anacardos cargados de sal, contemplando el país a sus pies.

Se incorporó, impulsado por el recuerdo de las Rocosas desde el avión de Vogel, y pensó en el Jurado número 5, ese hombre de cara rubicunda que cruzaba los brazos siempre que una mujer subía al estrado, un hombre que parecía resentido por verse apartado de un trabajo honrado para participar en este circo: seguro que un hombre así vería su caso como lo que era. Porque América era un buen país, en realidad, formado por gente que respetaba a una persona trabajadora, a alguien que se había labrado su propio camino. Desde luego, más de lo que respetaba a los abogados carroñeros, perdedores desesperados por pillar una salida de emergencia del cementerio profesional en el que se encontraran penando en la mediana edad.

Igual sus abogados podían meter algo así en su comunicado, una vez que se hiciese justicia, algo sobre lo agradecido que estaba de vivir en este país.

Estaba ya despierto del todo, la adrenalina atizando su cerebro, el gusanillo de hacer planes, de ponerse a trabajar. Encendió la lamparilla y se sentó recostado en las almohadas. Engulló el último trago de agua pasada que quedaba en la botella prácticamente vacía de Fiji, buscó a tientas el cuaderno de rayas. Había comprendido, tras las mortificantes rondas de obtención de pruebas, que era mejor hacer las listas en papel. Los papeles se traspapelaban, los papeles desaparecían.

Marcó el número de Joan.

– Esto es off the record –dijo él de inmediato. La voz de Joan sonó adormilada:
– ¿Diga?
– ¿Te parece bien? Necesito un acuerdo verbal.
– ¿Harvey?
– Un acuerdo verbal. Off the record.
– Claro, Harvey.

Oyó a alguien de fondo.

– ¿Quién es?
– Es Jerry. Estamos en la cama.
– Bueno, pues levántate, ¿de acuerdo? Esto es solo para tus oídos. Te vuelvo a llamar en cinco minutos.

A Joan le caía bien. Le caía bien de verdad. Era dura pero sensata, siempre encantada de quitarle importancia a la detención de un actor por conducir borracho a cambio de un reportaje a fondo, aceptaba feliz cuando la invitaban a proyecciones y era una incondicional en las fiestas de después. Habían pasado buenos ratos. La farra por aquella película que había salvado de un desastre casi seguro con su intervención: se había encerrado en Sag y básicamente había reescrito el guión; al director lo sacaron a rastras de rehabilitación, un equipo de asistentes lo sostenía apenas en pie. El primer ayudante de dirección, un rumano gritón, había terminado dirigiendo la película entera. Una campaña de la Academia. El enlace en Japón los había llevado al Gold Bar: los únicos blancos en el local. Uni sobre filet mignon; había por allí una asistente de prensa flacucha que no quiso ni probarlo. Que se encogió cuando él le pasó el brazo por encima, amedrentada en la banqueta. La habían dejado allí, como una broma. Tal como él lo recordaba. A ver si encontraba el camino de vuelta al hotel a las tres de la mañana en Tokio. Eso fue antes de los móviles, cuando la gente se perdía literalmente. Y tal como él lo recordaba, tampoco es que Joan se hubiese desvivido por ayudarla, ni que hubiera insistido en llevarla de vuelta. A ella también le había parecido divertido.

Marcó de nuevo.

Joan respondió al primer tono.

– Quiero darte a ti la primera entrevista cuando me hayan absuelto –le dijo–. De verdad. Pero primero quiero asegurarme de que tengas todos los datos, todos los datos. Porque hay un montón de cosas –dijo–, un montón de cosas que han eliminado en este caso. Alucinarías si supieses solo una décima parte de lo que ha escondido la acusación...
– Vale, Harvey. Estoy bajando las escaleras, ¿vale? Frena un momento.
– Y esto es off the record, Joan.
– Sí, Harvey.
– Mañana a esta hora... –se corrigió–: o, ya sabes, mañana, no exactamente a esta hora, todo este caso se descubrirá como lo que era: un engaño muy elaborado, un intento de llevar el remordimiento a juicio y convertirme en un chivo expiatorio. Un engaño, cabe decir, en el que tú y tu panda de los supuestos periódicos de referencia habéis participado bien dispuestos. Menudo hatajo de actores malos, tus colegas. Alguno igual piensa que hasta se os podría abrir una causa civil por violar la ley RICO...

Ella no dijo nada.

– ¿Joan?
– Perdona, mi hija tiene una infección en el oído. Creo que está despierta. ¿Me esperas un segundo?

Él colgó el teléfono.

* * *

Traducción de Inga Pellisa.

* * *

Harvey

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