17/12/2020
Empieza a leer 'Gordo de feria' de Esther García Llovet


Un gordo

Un borracho. Un borracho de Semana Santa. Un borracho de Semana Santa atraviesa la plaza Mayor de la capital de España, son las cinco de la tarde, parece que va hablando por el móvil pero la verdad es que no tiene móvil porque se lo han robado hace horas y no se ha dado ni cuenta. Habla solo. Se llama de usted. 

 

–Qué cosa más rara me ha pasado –dice el borracho.

El borracho se ha puesto a mirar una obra de canalización. En realidad se ha quedado apoyado en la valla amarilla que ponen en las obras para tener algo a lo que agarrarse, porque como se suelte sabe que se va al suelo, derecho a la zanja que hay en cualquier calle, las zanjas, las largas y hondas trincheras de Madrid, en guerra permanente contra todo lo contemporáneo. Ha trabado el pie ahí, ha cruzado los brazos sobre la valla y ha pensado eso en voz alta.

– ¿Cómo dice?
– Me ha pasado algo rarísimo –repite el borracho.

El que está a su lado es un chaval de pueblo de la sierra; ha venido a Madrid a ver si encuentra novia, que no la va a encontrar. El borracho se mete la mano en el bolsillo de atrás, lleva bermudas y un polo blanco que le aprieta por todas partes. Saca una cartera que le enseña al chaval, una cartera de cuero, negra, muy usada, deformada de haber sentado el culo encima un millón de veces.

– Mira –le dice al chaval–. Anoche un señor me dio esto.

El chaval asiente con la cabeza.

– Muy bien.

Al chaval no le ha dado el sol en los últimos cincuenta y cinco años.

– Aquí dentro está mi destino. ¿Tú crees en el destino?
– Yo lo que creo es que me faltan dos euros para el interurbano.
– Pues aquí me parece que te vas a quedar.
– Vaya.

Silencio. Se quedan mirando las obras otra vez, aunque no hay obras que ver, ni un solo obrero. Solo está la zanja que deja a la vista una tubería muy ancha y otra muy estrecha y los estratos cada vez más profundos, más negros y húmedos y el cielo tan bonito, tan transparente, tan velazqueño, ahí al fondo del todo. No hay nadie trabajando. Es Domingo de Resurrección.

– Aquí ponía yo a trabajar a quinientos ochenta chinos –dice el borracho bien alto.
– Yo también.

 

El borracho se llama Luis. Se llama Luis pero le llaman Castor. Anoche, a las tantas, a las cinco y cuarto de la madrugada, Castor seguía sentado en la barra interminable del Plus Ultra, viendo en la tele la retransmisión de un partido de la liga china, en directo. A veces le parecía que jugaban veintisiete chinos contra otros veintisiete. Más anuncios. El camarero estaba hablando todo el tiempo, solo, a veces se quedaba afónico, no sabía escuchar, no le interesaba nada de lo que nadie le contara. No parecía un camarero.

– Cállate ya, joder –le dijo Castor.

Pero el camarero no se calló. Había abierto el bar para poder hablar con quien le diera la gana. Cuando no le dejaban hablar se ponía a hacer preguntas para poder empezar una conversación cualquiera, así que le preguntó a Castor que si quería un arroz a la cubana. Castor le dijo que no. 

– No. –Luego cogió un hueso de aceituna y se lo metió en la boca. Empezó a roerlo despacio, con ganas. Era su método habitual de procesar a fondo todo lo que se le iba pasando por la cabeza, su forma de triturar minuciosamente su conciencia con las muelas del juicio hasta que le dolían los oídos. Le hubiera gustado mucho tener un jefe para poder ciscarse en él, pero no tenía jefe. El jefe era él. 

– A ver, dónde está la prensa del día –soltó. Si no en un jefe, por lo menos le quedaba ciscarse en los políticos y en los ecologistas y en los periodistas. Y en la cultura, siempre tan a mano.

El camarero sacó un par de periódicos de debajo de la barra, los dejó frente a él y fue a sentarse a una mesa junto a la ventana, a escribir whatsapps que nadie le contestaría jamás. Castor cogió un periódico, no tenía más que tres páginas, era Semana Santa. Y entonces fue cuando pasó lo raro.

El tipo entró como una sombra, sin abrir el pico. Y se encaramó al taburete a su lado, codo con codo. El resto de la barra estaba vacía. Castor le echó un vistazo al bies en el espejo ahumado detrás de las botellas; era morenito, menudo, chato, con unos rizos como de astracán. Luego Castor bajó la vista y siguió mirando el periódico, sin leerlo en realidad. Achicando los ojos. Estaba pendiente del tipo este, esperando a ver qué mierdas quería. Ahí se produjo un silencio de unos tres minutos.

– Buenos días –dijo Castor al fin. No podía más.

El morenito se frotó las manos. Era lo que estaba esperando.

– Buenos días los que va a tener usted –dijo. Castor debía de estar muy borracho, porque cuando se volvió hacia el morenito le pareció que tenía el tamaño del dedo de una mano y que lo miraba de abajo arriba desde el mismo centro del ruedo amarillo del asiento.
– ¿Eres torero?
– Soy la esperanza.
– Lo que tú digas.

Castor volvió a coger el periódico.

– Ay, no le voy a contar mi vida –dijo el morenito.
– Claro que no.
– Yo antes era como usted –dijo. Castor soltó una carcajada–.  Sí. No me contradiga. Como usted y como toda España y los españoles. Estaba perdido para el mundo, así le digo, para el sentido y el norte de las cosas, cada día hacía lo mismo y no me daba cuenta, no me daba ni cuenta, todo me parecía que me pasaba por primera vez y a la vez me sonaba repetido, ya me entiende. Un barranco de aire, eso era yo. Yo he vivido en Pitis toda mi vida, detrás de los hospitales. He vivido ahí a rachas, cuando venía una buena me iba y luego volvía, he tenido rachas muy largas eh, aquí donde me ve yo me he paseado por la Ribera de Curtidores de cabo a rabo y ahí no había nadie que no hubiera puesto yo, pero luego me han venido flacas y hay que ir a alguna parte, y hace unos meses, cuando volví a Pitis, Pitis ya no existía. No está. Nada. Hay bloques y grúas. Y aparcamientos. Coches no hay, pero aparcamientos, muchos. Mi casa, mis gallinas y el tinglado del tiro al blanco, de eso no quedaba ni la sombra. Qué rápido construyen ahora, no sé cómo lo hacen. Las gallinas me dijeron que se las había quedado uno que vive por detrás de Bravo Murillo, en un patio, se han hecho viejas muy rápido también. Allí además de las gallinas había una dominicana con unas gafas de cristales amarillos, gordos como tabiques. La dominicana tenía una gallina en un muslo y un huevo en la mano. Un huevo blanco y una gallina negra. Y una dominicana en medio. Si le aburro me lo dice. Con la otra mano leía la Biblia, la muy sinvergüenza, ahora somos todos un poco evangelistas. Se canta más. La dominicana me dijo que me llevara mis cosas pero que le dejara las gallinas. Cuánto cuesta una gallina, seis euros, eso no lo sabía usted. Mis cosas estaban en una caja de cartón de Amazon. Había allí también unas niñas, o bueno, igual no eran tan niñas, colgando ropa en los tendederos del patio siete pisos más arriba. El patio era muy estrecho, un patio de luces. Sacaban sábanas una detrás de otra, era mediodía pero ahí abajo se estaba haciendo cada vez más oscuro. Las niñas se reían como locas, es lo que pasa con el chocolate, hasta que se callaron de pronto, a la vez. Yo miré para arriba y por encima de ellas el sol te quemaba los ojos. Tenían los pelos largos. Era el 1 de enero. Cuando bajé la vista de nuevo, el patio estaba oscuro, estaba negro del todo, el suelo de alquitrán. La dominicana se había largado de ahí, y las gallinas. Se había ido, la dominicana, con su huevo en la mano. Yo me llevé mi caja, pesaba muy poquito. Pero si no había casi nada ahí dentro aunque fuera mi vida entera: media docena de móviles, una guía de teléfonos y el rosario de la aurora. Y esto.

El morenito entonces metió la mano en el bolsillo y sacó una cartera de cuero negro que dejó frente a Castor. 

–Mire que me ha costado dar con usted –le dijo–. La he llevado siempre encima los últimos tres meses, desde que se la quité, por si acaso, por si lo veía. 
– ¿Y esto qué es?
– Su cartera. Se la devuelvo.
– ¿Me la devuelves?
– Yo. A usted. Sí. Lo he reconocido y le he visto meterse aquí y me he metido un copazo para darme valor antes de entrar. 

La cartera tenía un pin bastante gastado que parecía un escudo del Atlético de Madrid.

– Bueno. No es verdad –continuó el morenito–. Lo he seguido desde Pontones, anda que no pasea usted, y lo he seguido hasta aquí. Ya está. 

La cartera estaba entre los brazos extendidos de Castor, que la miraba como si fuera un plato que no le apetecía nada comerse.

– Bueno – dijo el morenito–. Yo me voy.
– ¿No quieres nada? ¿Un café? ¿Dónde vives?
– Por ahí.
– Cómo que por ahí.
– Pero si yo estoy bien en cualquier parte– dijo saltando al suelo.

Castor asintió despacio. Luego miró todo alrededor, había un billar, una pila de sillas, una guirnalda de luces color naranja, una bandera de Andalucía.

–Pues yo no estoy bien en ninguna.

 

Gordo de feria

 

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