26/07/2023
Empieza a leer 'Gente que llama a la puerta' de Patricia Highsmith

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La piedra que lanzó Arthur tras apuntar bien rebotó seis o siete veces en el agua antes de hundirse y dibujar círculos dorados en el estanque. Pensó que tiraba piedras tan bien como a los diez años, edad a la que ciertas cosas, por ejemplo patinar de espaldas, se le daban mejor que ahora, cuando contaba diecisiete.

Recogió su bicicleta y empezó a pedalear hacia casa. Era un día distinto. Aquella tarde le había cambiado por completo y se dio cuenta de que aún no se atrevía a pensar detenidamente en ello.

¿Y Maggie? ¿También ella era más feliz? Aún no habían transcurrido diez minutos desde que la muchacha le sonriera y en tono casi habitual le dijese:

–¡Hasta la vista, Arthur! ¡Adiós!

Consultó su reloj: las cinco y treinta y siete. ¡Una hora absurda y aburrida! ¡Era absurdo medir el tiempo! El sol de mayo le acariciaba el rostro, la brisa le refrescaba el cuerpo debajo de la camisa. Que fueran las cinco y treinta y siete significaba que la cena estaría lista al cabo de una hora más o menos, que su padre llegaría a casa sobre las seis, cogería el periódico de la tarde y se dejaría caer en el sillón verde de la sala de estar. Su hermano Robbie estaría de mal humor o se quejaría amargamente de alguna injusticia sufrida en la escuela durante el día. Arthur levantó bruscamente la rueda delantera y aligeró la de atrás para sortear una rama caída en la calzada.

¿Notaría su familia alguna diferencia en él? ¿Estaría Maggie haciéndose la misma pregunta?

La cita de aquella tarde había sido la segunda con Maggie Brewster, si es que quería pensar en términos de citas, y el día había sido como cualquier otro hasta las tres y cinco, momento en que Maggie, al salir de la clase de biología, le había dicho:

–¿Sabes a qué se refiere Cooper con eso del dibujo del plasmodio?

–Al ciclo vital –había contestado Arthur–. No quiere que lo copiemos de algún diagrama, suponiendo que lo encontremos. Nos ha mostrado su forma. Quiere estar seguro de que entendemos la reproducción por esporas.

Así que Arthur, después de brindarse a ayudarla, había ido a casa de Maggie en bicicleta. Maggie tenía coche propio y llegó antes que él. En el cuarto de Maggie, que estaba en el piso de arriba de la casa de su familia, Arthur había dibujado en unos diez minutos el ciclo vital del citado parásito de la malaria.

–Seguro que esto servirá –dijo Arthur–. Ya procuraré que mi propio dibujo no se parezca a este.

Luego se levantó de la mesa de Maggie, que estaba de pie cerca de él. Los momentos siguientes resultaban demasiado asombrosos o increíbles para pensar en ellos por el momento. Era más fácil recordar su primera cita con Maggie seis días antes: solo habían ido al cine, a ver una película de ciencia-ficción. ¡Durante la película la timidez le había impedido cogerle la mano a la muchacha! Pero así era Maggie, o así le hacía sentirse a él. Arthur no había querido correr el riesgo de echarlo todo a perder cogiéndole la mano durante la película. Tal vez ella la habría retirado por no estar de humor. Arthur tenía la sensación de llevar cuando menos dos semanas enamorado de Maggie, enamorado desde lejos. Y, a juzgar por lo de aquella tarde, quizás Maggie estaba enamorada de él también. ¡Maravilloso e increíble!

Arthur entró en la cocina después de dejar la bicicleta en el garaje. El aroma de jamón al horno flotaba en el aire.

–¡Hola, mamá!

–Hola, Arthur. Te acaba de telefonear Gus. –Su madre se volvió para mirarle–. Le dije que estabas al caer.

Gus tenía una bicicleta que Arthur pensaba comprar.

–No importa. Gracias, mamá. –Según pudo ver Arthur su padre ya estaba instalado en el sillón de la salita–. Buenas tardes, hermano Robbie. ¿Cómo estás hoy? –preguntó Arthur a la figura delgaducha, de pantalón corto, que se cruzó con él en el pasillo.

–Bien –dijo Robbie, jadeando. Llevaba calzada una aleta negra y tenía la otra en la mano.

–Pues me alegro –contestó Arthur, y entró en el cuarto de baño.

Se lavó la cara con agua fría, se peinó y luego se miró detenidamente en el espejo. Concluyó que sus ojos azules tenían el aspecto de siempre. Se arregló el cuello de la camisa y salió del baño.

–Buenas, papá –saludó Arthur, entrando en la sala de estar.

–Hum. Hola. –Su padre le miró distraídamente por encima del hombro derecho y siguió leyendo las páginas centrales del Chalmerston Herald.

Richard Alderman era vendedor de seguros de vida y de planes de jubilación por cuenta de una compañía llamada Heritage Life, cuyas oficinas estaban en el otro extremo de Chalmerston, a seis o siete kilómetros. Arthur le consideraba un hombre trabajador y lleno de buenas intenciones, pero desde hacía cosa de un año pensaba que lo que su padre vendía a sus clientes eran sueños, promesas de un futuro que tal vez nunca llegaría. Sabía que su padre, para convencer al posible cliente, hacía hincapié en que el trabajo y el ahorro eran beneficiosos en combinación con algún medio de ahorrarse impuestos y con planes de jubilación exentos de contribuciones. Últimamente Arthur era muy consciente de la inflación; su madre pronunciaba casi siempre esa palabra al volver de la compra; pero cuando Arthur hacía algún comentario, su padre señalaba que los inversionistas de la Heritage Life se ahorraban impuestos y tenían cónyuges o hijos a los que legarían sus valores, de modo que nada perderían. Exceptuando el valor del dólar, se decía Arthur. Él era partidario de comprar terrenos u objetos de arte, y que ninguna de las dos cosas le restaba valor a la virtud o a la necesidad de trabajar de firme y todo lo demás. Algunos pensamientos de esa índole pasaban en aquel momento por el cerebro de Arthur: ¿y si él y Maggie se gustaban lo suficiente para desear casarse algún día? Los Brewster tenían más dinero que su familia. Lo cual era un factor inquietante.

Un grito de Robbie le sacó de su ensimismamiento.

–¡Puedo hacerlo si me dejas! –chilló Robbie con una voz que aún no había cambiado.

–¡Arthur! –llamó su madre–. La cena está lista.

–La cena, papá –dijo Arthur por si su padre no lo había oído.

–Oh. Hum. Gracias. –Richard se levantó y por primera vez aquella tarde miró directamente a su hijo–. Caramba, Arthur. Diría que hoy has crecido otros dos o tres centímetros.

–¿De veras? –Arthur no le creyó, pero la idea le resultaba agradable.

La mesa estaba a un lado de la espaciosa cocina, cerca de un banco apoyado en un tabique que separaba la cocina del pasillo principal. Había una silla en un extremo de la mesa y otra en el lado correspondiente a la cocina.

El padre de Arthur se puso a hablar de su trabajo, puesto que Lois, la madre, acababa de preguntarle qué tal le habían ido las cosas durante el día. Richard habló también de la moral, de cómo mantener «la moral y el decoro», palabras que pronunciaba con frecuencia.

–Hay un montón de trucos –dijo Richard, mirando de reojo a Arthur–. Decirte a ti mismo que has tenido un día bastante bueno, felicitarte, o intentarlo, por algún éxito de poca monta. El deseo de progresar forma parte de la naturaleza del hombre. Pero no es nada comparado con tener dinero en el banco y una reserva o una inversión que vaya creciendo de año en año...

O una chica en tus brazos, pensó Arthur. ¿Qué podía compararse con eso, hablando de moral?

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Traducción de Jordi Beltrán

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Gente que llama a la puerta

 

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