30/06/2021
Empieza a leer 'Fuera de juego' de Emmanuel Carrère


1

La canguro llegó con retraso a causa, según explicó, de un suicidio que había interrumpido la circulación del metro. Viajaba en el tren homicida, pero en el vagón de cola, y el hecho de saber que las ruedas de dicho vagón habían frenado antes de destrozar el cuerpo del desesperado parecía proporcionarle cierto consuelo: no tuvo, pues, nada que ver con el asunto, no vio nada; sin embargo, imaginaba la carnicería con gran abundancia de detalles crudamente acentuados por las mucosidades que el resfriado le obligaba a sorber; y Frédérique, mientras se apresuraba, tuvo que hacerle jurar que no se pasaría la noche hablándole de lo sucedido a Quentin, muy excitado ya por lo poco que había oído.

Así que Jean-Pierre y ella también llegaban tarde. El cine se hallaba demasiado lejos para ir a pie, y, después de aquella historia, coger el metro, que era lo previsto, les inspiraba cierto reparo. El hecho de que hubiera ocurrido un accidente disminuía las posibilidades de que se produjera otro similar, precisamente aquella misma noche y en la misma línea; pero dicho envalentonamiento estadístico se contradecía con un difuso sentimiento de decoro, como si fuera necesario guardar luto: cogerían un taxi.

A sabiendas, por experiencia, de la dificultad de encontrar un taxi libre en el barrio, a semejante hora, Jean-Pierre decidió llamar a uno por teléfono, so pena de aumentar el retraso que llevaban y, para desasosiego de Frédérique, de perderse los avances publicitarios.

– ¿Avances publicitarios? ¡Ni soñarlo! Si hay anuncios, en un cine como ese, puedes darte por satisfecha –dijo Jean-Pierre con el matiz de desdén que, en su opinión, merecía la austeridad de los cinéfilos puros e implacables; aunque, desde hacía algunos años, eran pocos los que se manifestaban como tales, de manera que la obvia frivolidad de sus gustos ya no encontraba mucha gente a la que oponerse.

Con el impermeable abrochado, que no se había quitado al llegar, la bufanda alrededor del cuello, el gesto fluctuante entre la ansiedad y la preocupación por tomar a la ligera una contrariedad tan benigna, Jean-Pierre esperó unos instantes a que la única cooperativa de taxis cuyo número, compuesto principalmente por ceros, se sabía de memoria, consintiera en contestar. Luego, al ver que aumentaba la congoja de su gesto, Frédérique adivinó que había topado con una grabación que, sobre una apaciguadora música de fondo, repetía que la compañía haría lo posible para satisfacer cuanto antes a sus clientes. Sin embargo, precisaba que los más previsores se tomaban la molestia de pedir el taxi con un día de antelación.

– ¿Y los suicidas? ¿También los encargan con un día de antelación? –masculló Jean-Pierre, medio asfixiado por la bufanda que Quentin, en pijama y encaramado en el brazo del sofá, le enroscaba formando un torniquete.
– Jean-Pierre... –protestó blandamente Frédérique y, a continuación, añadió con un acento demasiado teatral para no resultar irónico–: ¡Delante del niño, no!

Después de obligarle a soltar la bufanda de su padre, arrastró a Quentin hacia la habitación contigua, donde la canguro, tras inspeccionar la cocina y descubrir que las reservas de chocolate y de galletas para el aperitivo no se habían renovado, extraía en silencio el contenido de la bolsa que le servía de cartera. Con gesto digno, cargado de reproches, depositó una manzana encima del escritorio. Frédérique suspiró, luego le dio con qué completar su tentempié en la tienda del árabe de la esquina. Como siempre, había regresado del instituto cansada y luego había tenido que darse prisa y no tuvo ganas de salir.

Después de exhortar a Quentin, por puro formalismo, a portarse bien y darle permiso para ver la tele después de cenar, a condición de que se acostara a las diez, volvió al salón, donde seguía esperando Jean-Pierre. Sostenía el teléfono con una mano y con la otra jugaba nerviosamente con el interruptor de la lámpara halógena que permitía variar la intensidad de la luz. Violentamente iluminada, al cabo de un instante la estancia se hundía en la penumbra, para volver a iluminarse a continuación, y, cada vez que se hacía la luz, el decorado familiar, con sus carteles de antiguas exposiciones, que llevaba tiempo prometiéndose retirar, sus cachivaches carentes de valor y su ajada alfombra, deprimía aún más a Frédérique.

– ¿Quieres que busque otro número en la guía? –propuso, con intención de que Jean-Pierre acabara con su juego.
– ¡Ni hablar! –dijo él soltando el interruptor para tapar el auricular con la mano, como si los de la cooperativa del taxi pudieran oírlos y les importara mucho lo que él dijera–. Solo de pensar que me he pasado todo este rato soportando la musiquilla asesina, justo para colgar en el momento justo en que por fin iban a contestar, me da un soponcio. Prefiero insistir.
– Es un principio que puede llevarte lejos –observó Frédérique, pero el hombre levantó una mano indicándole que guardara silencio: contestaban. Dio la dirección y siguió esperando.
– ¡Mierda! –acabó por decir–. De momento no hay taxi.

Colgó, consultó su reloj y pidió otro número que Frédérique leyó en la guía telefónica, ya abierta en previsión del fracaso. Al cabo de cinco minutos, diez antes de la sesión, les prometieron que, en cuatro, dispondrían por fin de uno.

– ¡Dense prisa! –ordenó Jean-Pierre inútilmente.

 

2

Aún sin avanzar, por un retraso que debió de demorar todas las sesiones de la jornada, la cola se extendía desde la entrada del cine hasta la esquina de la calle peatonal a cuya forma se adaptaba, prolongándose unos veinte metros. Llovía. Quienes no disponían de paraguas se arrimaban a las puertas cocheras, cuando su posición en la cola se lo permitía; otros, situados bajo las gotas que caían de los canalones, se levantaban el cuello del abrigo por encima de la cabeza y se protegían con periódicos o con bolsas de plástico.

–¡Vaya! –exclamó Frédérique al apearse del taxi, y advirtió con cierta satisfacción el desánimo de Jean-Pierre. En semejantes circunstancias, él era partidario de pedir turno; pero, por miedo a que le creyeran espontáneamente sometido a las leyes gregarias, presentaba su legalismo como una extravagancia personal en la que se afirmaba no el temor en verdad real de provocar una crítica violenta o simplemente de llamar la atención, sino una especie de osadía paradójica. Decía: «Nunca cruzo por el paso de peatones», como quien dice: «¡Mueran los imbéciles!», y como si continuamente estuviera violentando un temperamento rebelde. Se complacía en exagerar. Cuando hacían circular un porro delante de él, se mostraba reprobador y tosía forzadamente, y se indignaba cuando alguien franqueaba los torniquetes del metro sin billete –acto que Frédérique cometía muy pocas veces, pero siempre en su presencia–. A ella le gustaba desafiarle, exhibir ante él su menosprecio por las convenciones y por las obligaciones. Con semejante público, tales osadías resultaban cosa fácil: por lo general, con la intención bastaba.

Un bar hacía esquina. Malignamente, Frédérique sugirió entrar en él para hacer tiempo sin mojarse: vigilarían la cola desde la barra. Reavivaba así un contencioso familiar, iniciado seis años antes, mientras esperaban el momento de facturar el equipaje en un aeropuerto marroquí donde, naturalmente, él insistió en llegar con mucho tiempo de antelación. Frédérique consideraba absurdo tener que esperar si bastaba con llegar al mostrador de embarque cuando todo el mundo lo hubiera abandonado. Jean-Pierre objetaba que si todos hicieran lo mismo, no habría colas sino bárbaras avalanchas, en el último minuto, que no favorecerían a nadie y menos a ella. Por lo general, los argumentos al estilo de «si todo el mundo hiciera lo mismo» gozaban de la estima de Jean-Pierre: al usarlos derrochaba inagotables reservas de ironía masoquista, como si, a pesar de su justo valor, estuviera convencido del ridículo en el que incurría al sostenerlos. Delante del cine, se contentó con observar que la cola iba aumentando.

– Pues nos colaremos –dijo Frédérique. Conocía de antemano su reacción y le repelía, tanto como a él, arriesgarse a una pelea en público; pero no quería perder la ocasión de alarmar a Jean-Pierre haciendo alarde de su indolencia.

Sin contestar, él se dirigió hacia el final de la cola, que, en la calle perpendicular, se había engrosado con la llegada de una pareja. Frédérique dudaba respecto a la actitud que debía adoptar. Manteniéndose a cierta distancia, se resguardó bajo un balcón saledizo y, desde la otra acera, examinó a los recién llegados con malévola atención.

Evidentemente, al igual que Jean-Pierre y que ella, habían rebasado la treintena. Y se les parecían. Rubia como Frédérique, más bien bonita como ella y de expresión graciosamente mohína, la mujer llevaba una cazadora de aviador para la que había elegido aposta una talla por encima de la suya para que diera la impresión de flotar, con cierta negligencia, por encima de una blusa de color verde oscuro y una falda negra estrecha; solo sus botas de cuero eran bonitas: feliz hallazgo, decidió Frédérique desdeñosamente, de entre una decena de harapos impresentables comprados durante la fiebre de las rebajas. Y el hombre, a su lado, con pantalón de lana con pinzas y americana de tweed con las solapas levantadas, encarnaba una versión ligeramente más deportiva de la mustia elegancia que Jean-Pierre exhibía. Su mirada, detrás de las gafas de concha, brillaba con la misma ironía: indulgente, ponderada.

No eran ni feos ni ridículos; se apartaban de las caricaturas adversas del rancio sesenta y ocho y del empresario sobreexcitado; pero, dada su mediocre honestidad, su aspecto juvenil indebidamente prolongado por horror a lo serio, la moderada soltura, el exceso de ocio, a Frédérique le parecían perfectamente identificables, cumplidos ejemplares de la edad y de la clase social a la que, como ella, pertenecían. Compartían costumbres y opiniones, de las que se burlaban con ligereza. Eran transparentes. Viéndolos, imaginaba sus profesiones –si no eran profes, podrían serlo–, sus recursos, la decoración y el amable desorden de su piso, sus preferencias culturales. Seguramente, leían el Libération y el hombre debía de jactarse de seguir siendo fiel a Le Monde, que gozaba de más credibilidad. A veces iban a conciertos, a exposiciones, a los mercadillos y, con mucha frecuencia, al cine, a cines como aquel. Les gustaban las películas antiguas, americanas, sobre todo las comedias; entre las novedades, Wenders, Rohmer, Mocky y también las gansadas que, con burlona simpatía, pretendían apreciar por sí mismas, porque oficialmente ya no se llevaba buscarles un sentido más profundo. Al salir, inmersos entre la muchedumbre, evitaban hablar para no oírse decir lo mismo que todo el mundo. No eran despreciables, ni desgraciados: solo irritables a veces, como Frédérique aquella noche, al ver cuán extendidas se hallaban sus maneras de ser y de pensar, su humor, incluso sus fugaces tentaciones de abdicar y de rebelarse en vano, por principio, contra la certeza de no ser únicos.

Se reunió con Jean-Pierre, situado detrás de la pareja.

–¿Hablan de Pasqua o de Lubitsch tus colegas? –preguntó con voz no lo suficientemente alta para que la oyeran los interesados, pero sí para incomodar a Jean-Pierre. Él no contestó–. Bien, voy a ver las fotos de la entrada.
–Como quieras –asintió él, adivinando la continuación con desagrado.

Acercándose a la taquilla, Frédérique examinaría las fotos durante unos minutos, los extractos de críticas saturadas de brillantes metáforas, y, disimuladamente, fingiendo proseguir su examen, como si la decisión de entrar dependiera, en su caso, no de la longitud de la cola sino de la adhesión suscitada por determinada fórmula laudatoria, avanzaría contoneándose sobre uno y otro pie, con los puños en los bolsillos de su cazadora y la mirada miope, hasta mezclarse con la confusa oleada formada por los primeros en entrar. Para hacerlo, se aprovechaba de la lógica distensión reinante en las inmediaciones de la taquilla y que disminuía hacia el final de la cola, donde cualquier par de frescos podían colarse y hacerse con las dos últimas butacas contiguas. Por poco desagradable que fuera el riesgo de tropezar con algún quisquilloso, de ordinario Frédérique no se decidía a correrlo: aunque le encantaba que la gente notara su presencia, no le gustaba hacerse notar. Pero la velada, ya desde sus inicios, no le apetecía en absoluto. Se sentía obligada a pasarla con Jean-Pierre, a ir al cine y, después, al restaurante, en virtud de un acuerdo anterior, de una cita muchas veces aplazada para dar la impresión de que su agenda estaba sobrecargada cuando en realidad se hallaba en estado de virginidad, exenta de proyectos y de promesas de imprevistos desde el primer día de la semana. Y, además, los gritos de Quentin al regreso del colegio por el asunto de un juguete perdido, el retraso de la canguro, el taxi cogido con prisas y, como remate, aquella pareja, surgida al azar, en la cola del cine, salida de un molde vulgar del que ella se sabía, también, formada: todos esos sinsabores acumulados reclamaban una válvula de escape, un acto de rebelión, y, dado que no se disponía a arrojar una bomba ni a coger, aquella misma noche, un avión rumbo a Java sin pasaje de vuelta, dicho acto resultaría a la fuerza irrisorio. Se colaría, sencillamente.

En el otro extremo de la cola, como había previsto, como siempre, Jean-Pierre fingía no haber comprendido nada. Ella pretendía mirar las fotos: él se atenía al pretexto oficial y, puesto que era necesario que alguien vigilara sus posiciones, se quedaba donde estaba, esperando comprometer con su inercia una maniobra que desaprobaba. Porque si, una vez compradas las entradas, Frédérique tenía que esperar a que él se le uniera tras hacer cola dócilmente, el fraude no reportaría beneficio alguno. Si, por otra parte, decidía ir a buscarle, debería afrontar, en el mejor de los casos, las miradas reprobadoras, quizá la cólera, de sus compañeros de infortunio. Quedaba la solución de que Frédérique cogiera una sola entrada y, una vez en el interior de la sala, le reservara una butaca contigua a la suya. Pero ¿y si colgaban el letrero de «agotadas las localidades» justo en el momento en que él llegara a la taquilla? La imaginaba sentada en la décima fila, con la cazadora encima del asiento adyacente al que ella ocupaba, volviéndose sin cesar hacia la puerta de entrada, cada vez más irritada y más nerviosa a medida que la sala se fuera llenando, tan nerviosa que, en su propio nerviosismo y a pesar de lo mucho que deseaba ver la película, Jean-Pierre pensaba en la posibilidad de provocar aquella situación decidiendo no entrar y optando por irse a un bar o por regresar a casa. O a casa de ella: le diría a la canguro que se marchara y vería la televisión con Quentin. Una vez terminada la sesión, Frédérique volvería furiosa a casa.

Por fin, la cola se puso en movimiento. De repente, Frédérique se encontró ante él y, besándole en ambas mejillas, exclamó alegremente:

–¿Hace mucho que estás aquí? Estábamos delante, pero te hemos cogido una entrada.

La explicación, más o menos admisible para quienes acababan de llegar, no podía llamar a engaño a quienes hacían cola delante de Jean-Pierre y le habían visto con Frédérique unos minutos antes. Sin embargo, la pareja de presuntos profesores no prestó atención a lo sucedido, o quizá reprimió su irritación como, sin duda, hubieran hecho ellos en su lugar. Jean-Pierre, cabizbajo, jugando con un botón descosido de su impermeable, siguió, pues, a Frédérique hasta la puerta que daba acceso a la sala donde un joven apático, con el pelo recogido en una cola de caballo, rompía las entradas. Frédérique iniciaba el gesto de tendérselas y se estaba volviendo ya hacia Jean-Pierre para preguntarle si tenía monedas cuando se interpuso entre ellos, brutalmente, un tipo alto y canoso, vestido con un traje de pata de gallo y acompañado de una rubia demasiado bronceada, demasiado maquillada, demasiado cubierta de pieles y, como su acompañante, poco propia del público característico de aquel cine. Lo normal era imaginárselos un sábado por la noche por los Campos Elíseos. El hombre, aprovechando la oportunidad de levantar la voz como debía de aprovechar la de devolver el vino en los restaurantes o la de romper las multas en las narices de los funcionarios, apartó la mano de Frédérique sin contemplaciones, puso sus entradas en la que el joven de la cola de caballo había dejado ligeramente suspendida en el aire y gruñó que aquello era una tomadura de pelo, que no había hecho cola bajo la lluvia para que luego se le colaran así como así. El empleado desempeñó sus obligaciones como si nada hubiera oído, pero el bravucón, en lugar de avanzar, hizo un alto en su camino para gozar de su victoria y tomar por testigos a los espectadores que, detrás de él, se hallaban divididos entre una pasiva solidaridad con los tramposos, cuyo aspecto general los señalaba como sus semejantes, y la satisfacción de ver a un hombre fuerte poniendo fin a prácticas que reprobaban, aunque realmente no las padecían ni, menos aún, se decidían a combatir. Se trataba de un sentimiento similar al experimentado por Frédérique a raíz de un escándalo nocturno provocado por unos vagabundos en el patio del inmueble donde vivía: por una parte, se sintió llena de alivio debido a la intervención de la policía y, por otra, de desprecio hacia el inquilino que había tomado la decisión de avisarla.

Como punto final de su actuación, al empujar la puerta para dejar paso a su acompañante, el patán aplastó a Jean-Pierre y a Frédérique, aún anonadados, con una mirada triunfal y luego el oleaje de espectadores que entraban en la sala, y de quienes habían quedado separados, se puso de nuevo en movimiento. De todos modos, las mordaces réplicas que en vano intentaban formular habrían llegado ya demasiado tarde. Al cabo de unos instantes lograron deslizarse hacia el interior y, una vez en la sala, sus miradas buscaron al malhumorado tipejo y a su pintarrajeada muñeca para evitar sentarse junto a ellos. Descubrieron sus cabezas sobresaliendo de la fila central, lo cual, en contra de sus preferencias, los obligó a sentarse al fondo de la sala. La sesión aún no había empezado.


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Traducción de Ana M.ª Moix y Chantal Delmas.

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Fuera de juego

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