08/03/2024
Empieza a leer 'Estuve aquí y me acordé de nosotros' de Anna Pacheco

 

 –No vamos a poder ir a Grecia para Pascuas –le digo–. Ya reservé los vuelos. Quiero visitar Delfos, un lugar en el que nunca estuve, y luego quedarme por una semana en Galaxidi; tomar café y ouzo en terrazas junto al mar.
–No exageres.
–No estoy exagerando.
–¿Qué van a hacer, «frenar» todos los viajes? ¿Cómo funcionaría eso? Digo, si no pueden contener el virus, ya está. Una vez se dispersa ya está en todas partes, ¿no?
–Creo que para que nos devuelvan el dinero del viaje tendría que ser realmente cancelado, el gobierno tendría que prohibir los vuelos.
–Ah, bueno, eso no va a pasar. Así que mejor te calmas, ¿te parece?
CLARE POLLARD,
Delfos

 

No pensaba que me fuera a gustar el desierto. Una vez estabas allí no tenías más remedio que mirarlo.
JOY WILLIAMS,
La rastra

 

Prólogo
Estuve aquí y me acordé de mí

En casa de mis padres, justo al lado de un ejemplar de mi primera novela, hay una reproducción en miniatura del crucero en el que viajamos por el Mediterráneo. Cada vez que voy a casa de mis padres, compruebo que mi libro sigue ahí, al lado del souvenir de Pullmantur Cruises. Durante un tiempo, me pregunté insistentemente por qué me llamaba tanto la atención esa disposición de los objetos, qué era lo que me atraía de ese bodegón doméstico. Hace poco, mi madre agregó un nuevo objeto: el regalo de su jubilación, una figurita más o menos detallada de su escritorio del trabajo. Con la siguiente inscripción: TRAS TODA UNA VIDA JUNTOS TE DESEAMOS LO MEJOR EN ESTA NUEVA ETAPA. FELIZ JUBILACIÓN. Mi madre trabajó como administrativa en una gestoría en ese exacto lugar durante cuarenta y siete años. «Tras toda una vida juntos» no era en este caso ninguna hipérbole, más bien una constatación que, leída en un día no muy bueno, adquiría un tinte sádico. Toda una vida aprendiendo a trabajar, literalmente, sentada en esa silla. El bodegón no duró mucho. Un día volví a casa y vi que mi madre había guardado la réplica del escritorio en una caja de zapatos. No hice preguntas. Pasados unos meses y sin venir a cuento, mi padre dijo, con poco entusiasmo, que, a fin de cuentas, todos los objetos que poblaban la estantería eran «un buen resumen de la vida».

Efectivamente, me pareció que eran «un buen resumen de la vida». Incluso ese impulso que te lleva a colocar el diminuto escritorio bien visible en una estantería y luego a ocultarlo en una caja de zapatos era, en efecto, un buen resumen de la vida. Me propuse pensar cómo estos elementos habían actuado sobre nosotros. Fuimos una familia con la posibilidad de hacer una semana de vacaciones al año fuera de casa – algo que el 30,9 % de los catalanes, por ejemplo, no puede permitirse en 2022, y que, de hecho, no hace la mayor parte del mundo si lo vemos a escala global–. Reflexioné sobre cómo esas vacaciones habían configurado nuestra identidad, hacia dentro y, sobre todo, hacia fuera. O, como ya identificó Marc Augé, los viajes como una «visita al futuro, se viaja para dar prueba de ello después, cuando se muestra a los parientes y a los amigos». Pensemos en las típicas camisetas que te regalaban en verano: «Estuve en Sevilla y me acordé de ti» o «Alguien que me quiere mucho me ha traído esta camiseta de Granada».

El simbolismo del crucero en miniatura es parecido al de mi libro. Los dos son un tipo de souvenir. Y ambos objetos parecen capturar la esencia misma de la cultura del trabajo, parecen recordarnos: «Trabajamos para irnos de vacaciones», «Trabajamos para que tú pudieras escribir». Quizá es solo una anécdota, pero en esa estantería de mis padres, la identidad-crucero y la identidad-libro habían ganado a la identidad-escritorio, aunque tal vez todo eran reflejos de una misma moneda. «La teoría del aburguesamiento de la clase obrera reconoció en el consumo el espacio en el que el trabajador se separaba de su condición proletaria y lograba ser otra cosa», explica Emmanuel Rodríguez López. El turista (de clase trabajadora, de clase media) ha viajado tradicionalmente para convertirse en otra cosa, para olvidarse de lo que es, o para intentar descubrir de hecho quién es, siempre con resultados precarios. Para guardar el escritorio en la caja de zapatos.

Lo más inquietante de los viajes es que con ellos sucede lo mismo que con las obras hechas por IA, como las que transforman tu cara, por ejemplo, en un retrato renacentista o las que te ponen cuerpo de jirafa: a quien más importan, sin duda, es a uno mismo. O dicho de otro modo: nadie podría testificar a favor del turista que dice que un viaje le ha cambiado la vida excepto el propio turista, que lo siente así y lo proclama con una gran sonrisa. Además, cuando intentas narrar un viaje es difícil escapar de los lugares comunes: «Entonces fuimos ahí y las vistas eran impresionantes», o: «Ese lugar era como las Ramblas», «El casco antiguo era muy bonito». O el insufrible y colonial: «Todo ese barrio era muy europeo». Frases llenas de buenas intenciones pero que alcanzan para bien poco. Esto lo refleja muy bien una crítica en Letterboxd del documental Los años de Super 8, dirigido por Annie Ernaux y su hijo David Ernaux-Briot, y hecho a partir de cintas familiares de viajes durante los setenta y ochenta. La cruel reseña decía así: «Una colección de grabaciones familiares y viajes a lugares como Chile o la Albania de Hoxha con la voz en off de la autora francesa, que te aburre más que una tía contando su viaje a Cuenca por séptima vez». De modo que incluso Ernaux corre el riesgo de ser un muermo cuando se convierte en narradora del viaje turístico.

De este documental me quedó grabada especialmente una escena de un viaje a Marruecos, en la que admiten que se encerraron en un hotel de clase media para alejarse de los marroquíes, aunque Annie Ernaux lo expresa de este modo: «Teníamos un estilo de vida occidental alejado de la gente local». O esta otra frase, tan afinada, a propósito del regateo: «Entendimos que el deber del turista era no pagar nunca el precio solicitado». Todo turista que se encuentra en un país más pobre que el suyo se ve tarde o temprano enfrascado en ese patético gesto de rebajar un precio para conseguir ahorrar unos euros de esa chilaba artesanal fucsia que se le antoja extrañamente indispensable en ese preciso momento. Después de tener sentimientos ambivalentes respecto a este documental, he llegado a la conclusión de que es una obra perfecta para explicar el efecto desclasante del turismo, a ratos violento y casi siempre ridículo.

Me aferré a ese detalle del mobiliario del piso familiar para arrancar esta crónica. Cuando se impugna con más fuerza el modelo turístico, su viabilidad ecológica e incluso el sentido del viaje, no podía quitarme de la cabeza estas dos preguntas: ¿qué dicen estos souvenires de nosotros? y ¿quién trabaja cuando estamos de vacaciones?

 

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Estuve aquí y me acordé de nosotros

 

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