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Empieza a leer 'Entra el fantasma' de Isabella Hammad

01/10/2025

 

A mis padres

 

1

 

Esperaba que me interrogaran en el aeropuerto y así fue. Lo que me sorprendió fue que no durase más tiempo. Una joven agente rubia y luego otro agente, moreno, con más años, se turnaron en un cuarto privado para preguntarme por mi vida. Querían conocer en concreto los vínculos familiares que tenía en el país y repetí cuatro veces que mi hermana vivía allí, pero que yo hacía once años que no había vuelto. ¿Por qué?, preguntaban una y otra vez. Yo no tenía respuesta. Hubo momentos en que la conversación rozaba lo estrafalario, cuando insistían en mis derechos civiles. Estaba claro que solo intentaban ponerme nerviosa. ¿Por qué su hermana tiene la nacionalidad y usted no? Estaba en el sitio indicado en el momento oportuno, respondía yo con un encogimiento de hombros. No quería hablar de mi madre. Abrieron mi equipaje y revisaron mis pertenencias, inspeccionaron todas las cajas y paquetes, echaron un vistazo a mi agenda de citas, con los meses de verano en blanco, y a las dos novelas, una de las cuales había terminado de leer en el avión, y luego me condujeron a otro cuarto para cachearme desnuda. No creo que esto sea necesario, dije con altanería mientras otra agente pasaba el detector por mi desnudez, como si llevara algo escondido bajo la piel, y se demoraba en los tirantes del sujetador y en las bragas, que había conjuntado de antemano, encaje azul, y cuando se arrodilló delante de mi ingle, la risa empezó a sacudirme el estómago. Me puse de nuevo la ropa, sorprendida por la fuerza con que estaba temblando, y diez minutos después me llamaron a una cabina, donde un hombre alto que no había visto antes me devolvió el pasaporte y me dijo que podía entrar en el país. Bienvenida a Israel.

Pasé por una sala de espera y reconocí, por haberlos visto en el vuelo, a dos árabes de expresión triste y a una joven occidental con los labios pintados de rojo, que esperaban a ser interrogados. Sus ojos me siguieron hasta las puertas automáticas. Cuando se abrieron, miré la hora en el teléfono y vi que solo había transcurrido una hora. Así pues, tendría que esperar otras dos horas, ya que mi hermana Haneen no llegaría a Haifa hasta las seis y media. Tomé una decisión y llamé a un taxi para que me llevara a Acre. Se me había ocurrido que antes debía ver algo hermoso.

Mi excitación se redujo poco a poco en el taxi. Entonces regresaron las sombras del horrible invierno que había pasado y me dediqué a contemplar los sembrados y las oscuras colinas de Galilea. Toda mi vida había sido consciente de la superioridad moral de Haneen; por eso temía confiar en ella hasta el último momento, hasta que no tenía más remedio que ceder. También me resistía a ella, como un niño se resiste a un padre al mismo tiempo que absorbe su sabiduría; quería meterme en su habitación de invitados y sentirme mejor con la secreta y sofocada alegría de que alguien se responsabilizaba de mí.

Puede que todavía no me hubiera enfrentado a este hecho, pero solo estaba allí por Haneen. Al cabo de hora y media aparecieron los primeros carteles de Acre y el corazón me latió un poco más aprisa, luego salimos de la autopista y nos detuvimos junto a los arcos de la ciudad vieja. Pagué al taxista, avancé por un callejón con mi maleta de ruedas e hice un alto cuando vi el cielo azul ardiendo sobre el malecón. Me quedé mirando las antiguas piedras y el agua resplandeciente. No me había preparado para un impacto tan físico, la memoria de mis sentidos. Había unas pocas mesas y sillas rojas al lado del embarcadero. Me acerqué al malecón, apoyé la maleta contra él y me quedé quieta unos momentos. El sol calentaba mi rostro, mis manos. Las axilas me empezaron a sudar. Apoyé las manos en el murete del malecón y me aupé.

Unos quince metros más abajo, el agua se estrellaba contra el parapeto, levantando espuma y retirándose. El malecón se curvaba a mi derecha y allí había un grupo de chicos en hilera. Con los brazos en jarras, se apoyaban ora en un pie, ora en el otro, mirándose entre sí, esperando. Dos eran pequeños y flacos, iban descalzos y tenían los hombros bronceados por el sol. Casi todos los mayores llevaban zapatillas deportivas que dejaban marcas oscuras en la piedra, y de las costuras de los pantalones cortos les goteaban pespuntes de agua. El primero de la columna echó a correr y saltó, con las piernas encogidas. Tardó una eternidad en caer, estirándose del todo. Por fin entró en el agua y desapareció. Cuando reapareció su cabeza, los otros muchachos no reaccionaron. Yo esperaba, o eso creo, que le aplaudieran o algo parecido. El buceador se echó el pelo hacia atrás y nadó hacia las rocas.

Me vi a mí misma saltando desde el borde. Mis finos pantalones de algodón inflándose como un globo, tensándose en el aire como velas, plegándose al entrar en el agua. Vi y sentí a la vez que el rompeolas me arañaba los brazos a través de la camisa. Con las piernas abiertas, estiraba una mano, me golpeaba en la roca y me hacía sangre.

Los chicos se agruparon y hablaron mientras miraban hacia donde yo estaba sentada. Abajo, el agua lamía las piedras dejando círculos negros que se extendían por la superficie. A lo lejos surcaban las olas lanchas cañoneras. El rumor del mar me calmó. Al cabo del rato bajé del murete y arrastré la maleta hasta que encontré otro taxi. ¿Podría llevarme a Haifa, por favor?, pregunté en inglés, no sé por qué razón. Quizá porque no estaba segura de si el taxista era palestino, ni siquiera en el viejo Acre, o quizá porque solo dos horas antes había hecho gala de mi condición inglesa con la esperanza de facilitarme el paso entre la policía fronteriza. El aire del coche estaba cargado con el calor del pasado. En la radio sonaba una canción árabe. Del espejo retrovisor colgaba un collar de conchas de cauri.

–Wael Hejazi. ¿Lo conoce? –dijo el taxista.

–No. ¿Es famoso?

El taxista se echó a reír. Cantó a coro unas estrofas.

–¿Vacaciones?

–A ver a mi hermana.

–¿Judía?

Fingí no oírle. Creo que se había figurado que era árabe, de lo contrario no lo habría preguntado. No me gustan estos bailes entre taxistas y pasajeros, para averiguar el origen, las lealtades, los niveles de ignorancia. Y como movimiento final, antes del tintineo de las monedas, seguro que me contaría alguna historia de derrota y alejamiento político. Me resistía a la idea de establecer vínculos con el taxista. La ventanilla estaba casi cerrada y por la estrecha ranura entraba una ligera ráfaga de viento. Levanté la mano con intención de preguntarle si podía abrirla un poco más, pero si le hablaba en su idioma, una cosa llevaría a la otra y no tenía ganas de trabar conversación con... Layth, decía la licencia en caracteres latinos, al lado del nombre en hebreo, bajo el plástico agrietado que había en un lateral del taxi. Foto de un joven que sonreía ligeramente, bigote negro, gris en el espejo, donde sus ojos iban de mí a la carretera.

–¿Le importaría abrir la ventanilla? –dije en inglés.

La brisa invadió el taxi. Las palmeras flanqueaban la carretera. Pinares. Torres de tendido eléctrico.

 

La idea de viajar a Haifa se me había ocurrido en enero, en Londres. Haneen había ido a pasar la Navidad y cuando, ya a principios de enero, sacaba su equipaje de la casa de nuestro padre, caí en la cuenta de que no habíamos hablado en todas las vacaciones, no en serio. Estaba empezando a llover. Le di mi paraguas rosa y abrí la puerta, atenazada por la culpa y por la angustiante sensación de que la necesitaba y de que era demasiado tarde para decírselo. Le llamamos un taxi y luego se lo confié a mi padre, con buenas palabras, para no ponerlo nervioso. ¿Por qué no vas a visitarla a Haifa?, dijo, precisamente él, que no había vuelto a Haifa desde hacía años.

–¿Por qué no vamos los dos? –sugerí–. Un viaje de la familia Nasir.

–Ah, no, no, no –dijo, recogiendo el periódico y desapareciendo en la cocina.

A punto de cumplir setenta años, nuestro padre se había jubilado al fin y estaba acostumbrándose a pasar tiempo en casa, en East Finchley. La casa estaba en la otra punta de la ciudad, tomando la mía como referencia, y había acordado con Haneen que me quedaría con ellos durante su estancia para pasar las vacaciones los tres juntos bajo el mismo techo. En octubre y noviembre había estado haciendo el papel de Arkádina de La gaviota, y aún me duraba el entusiasmo del final de temporada cuando llegó Haneen en diciembre. Por entonces ya no había apenas ensayos, pero sí fiestas totalmente previstas, volvía a casa de madrugada y me arrastraba escaleras arriba hasta la habitación de mi infancia. Las fiestas navideñas de la farándula no eran mi escenario habitual, pero tenía una aventura con Harold Marshall, el director de La gaviota, y él sí era un habitual de estas andanzas. Pasé un mes nadando en evasivas y subterfugios, totalmente consciente de su gigantesca figura al otro lado de salones repletos, de su voz de trueno, de su melena negra peinada peligrosamente hacia atrás. Era la primera persona por la que sentía algo intenso desde mi divorcio, y aunque sabía que era demasiado pronto para llamarlo amor, no podía fingir que esa palabra no flotara en mi mente. El asunto todavía no había tomado una dirección concreta, pero yo sentía que iba adelante y estaba a la defensiva. Lo cual aumentaba seguramente la fuerza de mis sentimientos.

Mientras tanto, Haneen había cubierto el suelo de la cocina de nuestro padre con cajas bajadas del desván, haciendo montones destinados a la basura, ordenando documentos y fotografías en ficheros, con las gafas de leer sujetas en el pelo, que era más gris que la última vez que la había visto. Por la mañana tenía que abrirme camino entre las cajas para prepararme el café, y saludaba con ojos legañosos por la falta de sueño. Cuando mi padre miraba aquel caos, levantaba las manos y anunciaba: «Qué desastre»; Haneen lo regañaba como si fuera su hijo y por alguna razón a él no parecía importarle. Por la tarde paseaban por el barrio y a veces yo me unía a ellos y escuchaba sus conversaciones. Tenía la impresión de que estaba haciendo una buena obra. Pasamos la Nochevieja juntos, brindamos por su jubilación y coreamos algunas de sus viejas canciones favoritas. Al cabo de unos días, Haneen sacó a la acera seis bolsas negras de basura y se fue al aeropuerto.

Yo recogí mi pequeña maleta para volver al otro lado de la ciudad y fui a despedirme. Mi padre me miró por encima de las gafas.

–Te has portado de un modo extraño –dijo.

La lluvia repiqueteaba en el techo de la cocina. Quise negarlo todo. Entonces le vi fruncir los labios bajo la barba blanca y me vi diciendo: Es verdad. Creo que me di cuenta de por qué lo decía.

Unos meses después, terminó mi relación con Harold y escribí a Haneen para sugerirle la posibilidad de ir a visitarla. No podía irme de Londres de inmediato porque daba una clase de actuación los miércoles por la noche y otra clase, esta de movimiento, los jueves; esto, más el mérito de haber protagonizado una obra durante un par de años, eran mis principales fuentes de ingresos. Reservé un vuelo para junio, cuando acabara el trimestre. La perspectiva me tranquilizó.

 

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Traducción de Antonio-Prometeo Moya

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