01/12/2021
Empieza a leer 'En primavera' de Karl Ove Knausgård

 

UNO
 

No sabes lo que es el aire, y sin embargo respiras. No sabes lo que es el sueño, y sin embargo duermes. No sabes lo que es la noche, y sin embargo reposas en ella. No sabes lo que es el corazón, y sin embargo late regularmente en tu pecho, día y noche, día y noche, día y noche.

Has cumplido tres meses de vida y ya pareces envuelta en rutinas mientras reposas en un lecho de lo mismo día tras día, porque no tienes un capullo como las larvas, una bolsa como los canguros o una guarida como los tejones o los osos. Tienes el biberón de leche, el cambiador con los pañales y las toallitas, el cochecito con la almohada y el edredón, y tienes los grandes cuerpos de tus padres. Rodeada de todo esto creces tan despacio que nadie lo percibe, menos que nadie tú misma, porque primero crecerás hacia fuera, al agarrar y fijar lo que hay a tu alrededor con las manos, con la boca, con los ojos, con los pensamientos, que así se crean, y, por fin, cuando hayas hecho esto durante unos años, y el mundo esté establecido, empezarás a descubrir lo que te agarra, y crecerás también hacia dentro, hacia ti misma.

¿Cómo es el mundo para un recién nacido?

Luminoso, oscuro. Frío, caliente. Blando, duro.

Todo el conjunto de cosas que hay en una casa, todo el sentido que crean las relaciones en una familia, todo el significado en el que vive todo el mundo es invisible, escondido no por la oscuridad, sino por la luz de lo indiferenciado.

Alguien me contó una vez que la heroína es tan maravillosa porque los sentimientos que despierta son comparables a los que tenemos de niños, cuando alguien se ocupa por entero de nosotros, esa seguridad total en la que vivimos entonces, que es tan fundamentalmente buena. Todos los que han vivido esa embriaguez quieren repetirla, porque saben que existe y es posible.

Un abismo separa la vida que yo llevo de la tuya. La mía está llena de problemas, de conflictos, de obligaciones, de cosas que hay que arreglar, de voluntades que hay que satisfacer, de voluntades que hay que rechazar y tal vez herir, todo en una corriente constante en la que casi nada está parado, sino en constante movimiento, y a lo que hay que hacer frente.

Tengo cuarenta y seis años y he aprendido que la vida consta de sucesos a los que hay que hacer frente. Y que todos los momentos de felicidad tratan de lo contrario.

¿Qué es lo contrario de hacer frente? 

No es intentar ir hacia atrás, no es dejarme llevar hasta tu mundo de luz y oscuridad, calor y frío, blandeza y dureza. Tampoco es la luz de lo indiferenciado, no es el sueño ni el descanso. Lo contrario de hacer frente es crear, realizar, añadir algo que no estaba aquí antes.

Tú no estabas aquí antes.

 

Amor no es una palabra que yo emplee a menudo, es como si fuera demasiado grande en relación con la vida que llevo, en relación con el mundo que conozco. Me he criado en una cultura que cuida las palabras. Mi madre nunca me ha dicho que me ama, y yo nunca le he dicho que la amo. Lo mismo ocurre con mi hermano. Si yo hubiera dicho a mi madre o a mi hermano que los amaba, se habrían asustado. Les habría creado un problema, habría alterado el equilibrio entre nosotros de un modo violento, más o menos como si me hubiera presentado borracho en un bautizo. 

Cuando tú naciste, yo no sabía nada de ti, y sin embargo me llené de sentimientos hacia ti, primero de un modo abrumador, porque un parto es abrumador, también para el que lo observa; es como si en la habitación todo se condensara, como si surgiera una gravedad que absorbe todo el sentido, de modo que durante unas horas ese sentido solo existe allí, luego está cada vez más repartido, como subordinado a lo cotidiano, disperso en la falta de sucesos de todas las horas, pero sin embargo siempre presente.

Soy tu padre, conoces mi cara, mi voz y la manera en que te tengo en brazos, pero aparte de eso podría ser para ti cualquier persona, estar lleno de cualquier cosa. Mi padre, tu abuelo, que ya murió, pasó sus últimos años con su madre, y la vida que llevaron entonces fue cruel. Él estaba alcoholizado y había regresado al pasado, ya no tenía ánimos para crear nada, lo había abandonado todo, se limitaba a beber. Que lo hiciera en casa de su madre es significativo. Ella lo había parido, ella lo había cuidado, llevándolo en brazos de acá para allá, velando por que estuviera abrigado, seco, satisfecho. El vínculo que eso creó entre ellos nunca se rompió. Él lo intentó, lo sé, pero no lo logró. Por eso estaba allí. Allí podía cobijarse. Independientemente de lo feo que fuera ese vínculo, también era amor. En algún lugar muy profundo estaba el amor, un amor incondicional. 

Por aquel entonces yo no tenía hijos, así que no sabía nada de eso. Solo veía la fealdad, la falta de libertad, la regresión. Ahora lo sé. El amor son muchas cosas, más que nada es fugaz, relacionado con todo lo que ocurre, todo lo que va y viene, todo lo que primero nos llena y luego nos vacía, pero el amor sin exigencias es constante, arde suavemente durante toda la vida, y quiero que sepas que naciste dentro de él y que te rodeará, pase lo que pase, mientras tu madre y yo vivamos.

Quizá no quieras saber nada de él. Puede que quieras desviarte de ese amor. Y un día comprenderás que eso no importa nada, que eso no cambia nada, que el amor incondicional es el único amor que no ata, sino que libera. 

Lo que ata es distinto, es otra forma de amor, menos puro, más ligado al que ama, y tiene mayor fuerza, puede eclipsar todo lo demás, incluso destrozarlo. Entonces hay que hacerle frente.

 

No sé cómo será tu vida, no sé cómo nos irá a nosotros, pero sé cómo es tu vida y cómo estamos nosotros ahora, y puesto que no vas a recordar nada de esto, ni el más pequeño detalle, te voy a describir un día de nuestra vida, de la primera primavera en la que tomaste parte. Tenías el pelo muy fino, a la luz parecía rojizo, y crecía de un modo desigual; en un círculo en la parte posterior de la cabeza no había nada de pelo, seguramente porque casi siempre estaba apoyada en algo, almohadas y mantas, sofás y sillones, pero no obstante me parecía raro, porque tu pelo no era como la hierba, ¿no?, que solo crece donde brilla el sol y sopla el aire.

Tenías la cara redonda y la boca pequeña, pero los labios eran relativamente gruesos y los ojos redondos y muy grandes. Dormías en una cuna, en un extremo de la casa, con un móvil lleno de animales africanos colgando encima de ti, y yo dormía en una cama al lado, me tocaba a mí cuidarte por las noches, porque tu madre tenía problemas de sueño y yo dormía profundamente, como un niño, pasara lo que pasara a mi alrededor. A veces te despertabas por la noche gritando porque tenías hambre, pero como yo no me despertaba o solo lo oía como algo en la lejanía, aprendiste a lo bruto que no podías esperar nada cuando todo estaba oscuro, así que al cabo de unas semanas dormías de un tirón desde que te acostábamos, sobre las seis de la tarde, hasta que te despertabas, sobre las seis de la mañana.

La mañana empezó como todas las demás mañanas. Te despertaste en la oscuridad y te pusiste a llorar.

¿Qué hora sería?

Busqué a tientas mi móvil, debería estar en el marco de la ventana, justo encima de mi cabeza.

Allí estaba.

La luz de la pantalla, que no era más grande que mi mano, llenó casi del todo la habitación oscura con un vago brillo.

Las seis menos veinte.

– Ah, es temprano, mi niña –dije, incorporándome. El movimiento me produjo silbidos y pitos en el pecho y estuve un rato tosiendo.

Tú te habías callado.

Di los dos pasos que me separaban de tu cama y me incliné sobre ti, puse una mano a cada lado de tu pequeño pecho, te cogí y te apreté contra mí, sujetándote por debajo de la nuca, aunque ya podías mantener la cabeza recta.

– Hola –dije–. ¿Has dormido bien?

Respirabas tranquilamente y fue como si apretaras la mejilla contra mi pecho.

Recorrí el pasillo contigo en brazos en dirección al baño. Por la ventana vi un fino rayo de sol al este, justo encima del horizonte, que contrastaba rojizo con la negrura del cielo y el campo. La casa estaba fría, la noche había sido estrellada y la temperatura habría bajado, pero, por suerte, la secadora había estado funcionando durante la noche y aún quedaba algo de su calor, que algunas veces era casi tropical.

Te puse con cuidado sobre el cambiador, que estaba encajado entre la bañera y el lavabo, y volví a toser. Se me disolvió una flema en la garganta, la escupí en el lavabo, abrí el grifo para que se fuera, vi que se quedaba pegada en la pequeña pared de metal del desagüe, lisa y viscosa, mientras el agua corría sobre ella por ambos lados, y que luego, como por voluntad propia, desaparecía. Eché una rápida mirada al espejo, encima del lavabo, y vi mi cara, una especie de máscara que me miraba fijamente, cerré el grifo y me incliné sobre ti.

Me miraste. Si pensabas algo, no podía ser con palabras o conceptos, no podía ser algo que formularas, solo algo que sentías. «Es él», tal vez era lo que sentías al mirarme, y esa cara que reconocías iba acompañada de una serie de otros sentimientos, asociados con lo que yo solía hacer contigo y de qué manera. Mucho de eso sería vago y abierto dentro de ti, como los cambios de luz en el cielo, pero a veces todo se uniría para convertirse en algo nítido e ineludible, eran los sentimientos físicos básicos, la corriente de hambre, la corriente de sed, la corriente de cansancio, la corriente de lo demasiado frío y de lo demasiado caliente. Esas eran las veces que te ponías a llorar.

– ¿En qué estás pensando? –dije para distraerte un poco mientras te desabrochaba los botones de arriba del pijama blanco. Pero el labio inferior se te levantó y la boca te empezó a vibrar. Toqué con el dedo índice la cola de uno de los pequeños aviones de madera que colgaban sobre el cambiador para que empezara a girar. Luego hice lo mismo con el segundo y con el siguiente.

– No me digas que te dejas engañar por este truco hoy también –dije.

Así era. Con los ojos abiertos de par en par, mirabas todos los movimientos en el aire mientras te quitaba el pijama. Cuando lo metí en la cesta de la ropa sucia, sonaron pasos en el suelo, sobre nuestras cabezas. Debía de ser la pequeña de tus hermanas, porque la mayor siempre dormía todo lo que podía, y tu hermano seguramente estaría ya levantado. Solté las tiras del pañal y te lo quité. Al llevarlo al cubo de la basura, noté que pesaba de esa manera inesperada que pueden pesar los pañales, ya que el material crea una expectativa de ligereza. Me gustaba aquel peso, me decía que todo iba bien, que tu cuerpo funcionaba como debía. Todo lo demás se rompía, desde el tubo fluorescente de la cocina, que hace un año empezó a parpadear, luego se apagó del todo, y seguía allí, inservible, hasta el coche, que de repente empezó a vibrar a una determinada velocidad, y una grúa tuvo que llevárselo a un taller, por no hablar de toda la comida que se pudría o se llenaba de moho, los botones de las camisas que se caían o las cremalleras que se atascaban, el friegaplatos, que dejó de funcionar, o la tubería del fregadero, que se atascó en alguna parte del jardín, seguramente por incrustaciones de grasa reseca, como dijo el fontanero cuando vino a arreglarla. Pero los cuerpos infantiles de esta casa, tan lisos y suaves por fuera, y mucho más complicados que cualquier máquina o construcción mecánica por dentro, siempre habían funcionado perfectamente. Nunca habían colapsado, nunca se habían roto.

Te puse un pañal nuevo, ensanché la abertura de un pelele con las manos y te lo metí por la cabeza. Movías las piernas y los brazos lentamente, como un reptil. Te cogí y te llevé en brazos a la cocina, en la que en ese momento entró la más pequeña de tus hermanas, descalza y con los ojos medio cerrados de sueño.

– Buenos días –dije–. ¿Has dormido bien?
Asintió con la cabeza.
– ¿Puedo cogerla?
– Sí, estupendo –dije–. Así yo preparo la leche. Siéntate en el banco.

Tu hermana se sentó en el banco y te puse en sus brazos. Mientras yo llenaba de agua el hervidor amarillo, sacaba el biberón y la leche en polvo, medía seis cucharadas y las echaba en el agua tibia, tú estabas medio sentada, medio tumbada sobre su regazo, pataleando. 

– Está bastante contenta, creo –dijo tu hermana, que te había cogido las manos y de repente parecían más grandes.

Ella tenía nueve años y pensaba más en los demás que en sí misma, algo que formaba parte de su carácter, lo que me sorprendía y me hacía pensar de dónde procedía. Era un alma luminosa, la vida brotaba de ella sin muchos impedimentos, y quizá se debía a que no dudaba de sí misma, a que no se hacía preguntas sobre su persona, lo que le permitía seguir con sus cosas sin ningún esfuerzo, de modo que tenía un gran espacio para los demás. Si me enfadaba con ella y le levantaba la voz, ella reaccionaba con fuerza, se echaba a llorar con una desesperación tan grande que yo no podía soportarlo e intentaba retirarlo todo enseguida, por regla general siguiéndola hasta uno de los rincones de la casa, donde ella se refugiaba con el fin de estar a solas con su miseria. Pero casi nunca ocurría, en primer lugar, porque tu hermana casi nunca hacía nada malo, y en segundo por lo enormes que serían para ella las consecuencias.

–Sí, lo está –dije, cerré el biberón, apreté la tetina con el pulgar para que no chorreara y lo agité.

Al este, el rayo rojo se había ensanchado y el color ya no era tan concentrado, parecía haberse diluido y el cielo de encima había palidecido. El campo, que se extendía llano por todas partes, aún no había empezado a reflejar la luz, tampoco los árboles del jardín, que al contrario parecían absorberla mientras lo negro se iba llenando lentamente de motas grisáceas que parecían brotar de la oscuridad.

– ¿Quieres darle el biberón? –le pregunté a tu hermana.

Ella asintió con la cabeza.

– Pero primero tengo que ir al baño –dijo.

Te cogí en brazos y fui al cuarto de estar, donde tu hermano estaba tumbado en el sofá jugando con un Mac que tenía delante. Llevaba un pijama verde que le quedaba pequeño y tenía el pelo despeinado.

– Aquí estás –dije–. ¿Llevas mucho tiempo levantado?
– Sí –contestó con la mirada fija en la pantalla.
– ¿Sabes que no tienes permiso para jugar por la mañana?
– Sí –contestó.

Levantó la vista y me sonrió. Tú mirabas la lámpara de la librería.

– Pero no tengo nada que hacer –dijo.
– Puedes leer –sugerí.
– Es aburrido –dijo.
– Entonces puedes vestirte –dije, y me senté–. ¿También te parece aburrido?

–Sí –contestó riéndose–. ¡Todo es aburrido!

Te puse en mi regazo, con la nuca sobre mis rodillas,que levanté para que quedaras casi sentada, y me encontré con tu mirada. 

Abriste los brazos y te salió un gorjeo. 

– ¿Qué me quieres decir? –pregunté.

Me mirabas fijamente, muy interesada.

– ¿Sabes lo que vamos a hacer hoy? –pregunté.

Parecía que querías mover la cabeza, pero no la controlabas y cayó un poco hacia un lado.

– Iremos a Helsingborg a ver a mamá –dije–. Iremos en el coche después de dejar a tus hermanos en el colegio.
– Yo también quiero ir a ver a mamá –dijo tu hermano, acurrucándose a nuestro lado.


Tú seguías mirándome con los ojos abiertos de par en par. Solíamos hacer eso unas cuantas veces al día, era una especie de entrenamiento y había surgido por miedo, porque de recién nacida no conseguía establecer contacto visual contigo. El primer mes de vida dormías casi todo el tiempo, y cuando no dormías, solías mirar hacia otro lado. No me sonaba ese gesto de tus hermanos; al contrario, me parecía recordar que me miraban con los ojos abiertos y curiosos. No podía olvidar ese contacto, era como si los viera entonces, los que eran, como si fueran visibles en sus propios ojos. Si su interior era como un bosque de sentimientos indiferenciados, esos momentos eran como un claro en él, un espacio repentinamente abierto. En tus ojos no veía eso, era como si nunca estuvieras presente en la mirada, y eso me asustaba. Pensaba que algo iba mal. Pensaba que tal vez tuvieras una lesión cerebral, o fueras autista. No dije nada a nadie, porque creo que algo se convierte en verdad cuando se dice. Si no se dice es como si no existiera del todo. Y si no existe del todo, no se ha asentado, y si no se ha asentado, puede de sa pa re cer.

En otras palabras, cierro los ojos ante lo que es desagradable. Eso era más que desagradable, era fatal.

Tú no nos mirabas.

 

 

 

* * *

Traducción de Asunción Lorenzo y Kirsti Baggethun.

* * *



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