01/05/2025
Empieza a leer 'Elogio del fracaso' de Costica Bradatan

 

Cristinei şi Anastasiei

PRÓLOGO

Imaginémonos en un avión, a gran altura. Un motor acaba de incendiarse, el otro no parece muy prometedor y el piloto debe hacer un aterrizaje forzoso. Encontrarnos en una situación así es inquietante, sin duda, pero también iluminador. Al principio, entre gemidos y crujir de dientes, no podemos pensar de modo racional y objetivo. Hay que admitir que estamos paralizados por el miedo y con un susto de muerte, como todos los demás. Al final, el avión aterriza sin problemas y todos salimos ilesos. Una vez que nos hemos recuperado, tenemos la oportunidad de pensar con más claridad sobre lo ocurrido. Y aprendemos algo del episodio.
Aprendemos, por ejemplo, que la existencia humana es algo que se produce entre dos ejemplificaciones de la nada. Primero el vacío, una nada densa e impenetrable. A continuación un chisporroteo. Luego otra vez la nada, hasta el infinito. «Una breve rendija de luz entre dos eternidades de tinieblas», como diría Vladímir Nabókov. Tales son los hechos brutales de la condición humana: el resto es ornamento. No importa cómo reenfoquemos o recontemos los hechos, cuando consideramos lo que hay delante y detrás de nosotros, somos poca cosa de la que hablar. En puridad, somos casi nada. Y mucho de lo que hacemos en la vida, lo sepamos o no, es un esfuerzo por hacer frente al malestar que surge de la conciencia de esta vecindad de la nada. Los mitos, la religión, la espiritualidad, la filosofía, la ciencia, las obras del arte y la literatura tratan de hacer un poco más tolerable este hecho insoportable.
Una forma de soslayarlo es negar el problema totalmente. Es el enfoque optimista que cierra los ojos. Nuestra condición, dice este enfoque, no es tan precaria después de todo. En algunas historias mitológicas vivimos en otro lugar antes de nacer aquí y reencarnaremos cuando muramos. Ciertas religiones van un paso más allá y nos prometen vida eterna. Un buen negocio, en apariencia, pues nunca ha habido escasez de interesados. En fecha más reciente ha entrado en este concurrido mercado algo llamado «transhumanismo». Los sacerdotes de la nueva secta juran que con los cachivaches y arreglos técnicos necesarios (y con la apropiada cuenta bancaria), la vida humana se prolongará de modo indefinido. Seguramente habrá más proyectos de inmortalidad, pues no es probable que el problema de nuestra mortalidad tenga solución. Al margen de cuántos de nosotros aceptemos la promesa religiosa de la vida eterna, siempre habrá un pelotón de escépticos.
En cuanto a los transhumanistas, puede que conozcan el futuro, pero al parecer saben poco del pasado: los productos de «perfección humana» han estado en circulación, con diferentes etiquetas, por lo menos desde la defunción de Enkidu, el personaje del Gilgamesh. En comparación con las ofertas de los alquimistas medievales, el surtido de los transhumanistas parece bastante soso. Sin embargo, milenios de esfuerzos por prolongar la vida no han causado la bancarrota de la muerte. Puede que hoy vivamos un poco más, pero al final seguimos muriéndonos.
Otra forma de abordar la vecindad de la nada es enfrentarse cara a cara con ella; es el método del toreo: sin vías de 

escape, sin redes de seguridad, sin edulcorantes. Hay que cargar de frente, con los ojos bien abiertos y sabiendo siempre lo que hay: nada. Recordemos los hechos desnudos de nuestra condición: nada delante y nada detrás. Este método es el ideal si resulta que nos obsesiona la vecindad de la nada y no podemos admitir las promesas religiosas de vida eterna ni permitirnos una prolongación de la existencia por medios biotecnológicos. Desde luego, el método del toreo no es fácil ni apacible, en particular para el toro. Pues eso es lo que somos a fin de cuentas: el toro, que espera que lo despachen, y no el matador, que machaca al morlaco y sigue su camino.
«Los seres humanos», escribe Simone Weil, «estamos hechos de modo que los que machacan no sienten nada; es la persona machacada la que siente lo que ocurre». Por pesimista que parezca esto, difícilmente encontraremos una forma superior de conocimiento humano que la que nos permite entender lo que ocurre, ver las cosas como son, que no es lo mismo que verlas como nos gustaría que fueran. Además, es perfectamente viable un pesimismo intransigente. Dado el primer mandamiento del pesimismo («Ante la duda, supongamos lo peor»), nunca nos sorprenderán. Ocurra lo que ocurra, por malo que sea, no nos pillarán desprevenidos.
Por este motivo, quienes enfocan su vecindad con la nada con los ojos abiertos consiguen llevar una vida de calma y ecuanimidad, y pocas veces se quejan. Lo peor que podría sucederles es precisamente lo que ya esperaban. Por encima de todo, el enfoque con los ojos abiertos nos permite liberarnos, con alguna dignidad, de ese enredo que es la existencia humana. La vida es una enfermedad crónica y adictiva, y necesitamos urgentemente una curación.

La terapia basada en el fracaso que presento en este libro puede parecer sorprendente. La reputación del fracaso está por los suelos, después de tanto adorar el éxito. Se diría que en nuestro mundo no hay nada peor que fracasar: la enfermedad, la desgracia, incluso la estupidez congénita no son nada en comparación. Pero el fracaso merece mejor suerte. De hecho hay mucho que elogiar en él.
El fracaso es esencial para lo que somos como seres humanos. Nuestra forma de relacionarnos con él nos define, mientras que el éxito es complementario y fugaz, y no revela gran cosa. Podemos vivir sin el éxito, pero viviríamos inútilmente si no aceptáramos nuestra imperfección, nuestra precariedad y nuestra mortalidad, que son manifestaciones del fracaso.
Cuando se produce, el fracaso pone cierta distancia entre nosotros y el mundo, y entre nosotros y los demás. Esa distancia nos da una clara sensación de que no encajamos, de que no estamos en sincronía con el mundo y los demás, y de que hay algo que falla. Todo esto hace que nos cuestionemos seriamente nuestro lugar bajo el sol. Y eso podría ser lo mejor que nos ocurriera: este «despertar» existencial es precisamente lo que necesitamos si queremos comprender quiénes somos. No habrá curación sin él.
Si experimentamos el fracaso y tenemos esa sensación de incompetencia y de estar fuera de lugar, no nos resistamos, aceptémosla. Ella nos dirá que estamos en el buen camino. Puede que estemos en este mundo, pero no somos de este mundo. Comprender esto es empezar a despertar y sitúa el fracaso, por humilde que sea, en el centro de una importante búsqueda espiritual.
Tal vez nos preguntemos si el fracaso puede, en tal caso, salvar nuestra vida. Sí, puede. A condición de que lo usemos bien. La historia que este libro quiere contar es cómo hacer buen uso del fracaso. Como se descubrirá en su debido momento, lejos de ser el irremediable desastre que describen sus difamadores, el fracaso puede obrar milagros en el conocimiento de nosotros mismos, en la salud y en la iluminación. No es fácil, sin embargo, pues fracasar es un asunto complicado.
El fracaso es como el pecado original de la historia bíblica: lo tiene todo el mundo. Al margen de la raza, la casta, la clase y el género, todos nacemos para fracasar. Cultivamos el fracaso mientras vivimos y se lo transmitimos a los demás. Al igual que el pecado, el fracaso puede ser desdichado, vergonzoso y embarazoso a la hora de admitirlo. ¿Y he dicho «feo»? El fracaso es también feo, feo como un pecado, suele decirse.
El fracaso puede ser tan brutal, sucio y devastador como la vida misma. Pese a toda su universalidad, sin embargo, el fracaso está en general mal estudiado, poco reconocido o despreciado. O lo que es peor: convertido en moda por gurúes de la autoayuda, magos de la mercadotecnia y altos ejecutivos jubilados con demasiado tiempo libre. Todos se burlan del fracaso tratando –sin asomo de ironía– de darle una nueva imagen y venderlo como un peldaño hacia el éxito, nada menos.
Los mercachifles del fracaso-como-éxito han conseguido, entre otras cosas, echar a perder un dicho de Samuel Beckett, profundo y oportunamente oscuro; es probable que todos lo conozcamos. Lo que invariablemente no se menciona es que Beckett, a continuación de la cita que se repite hasta la saciedad, propone algo incluso peor que «fracasar mejor», y es «fracasar peor»: «Inténtalo otra vez. Fracasa otra vez. Mejor otra vez. O mejor peor. Fracasa peor otra vez. Aún peor otra vez. Hasta que estés eternamente harto. Vomita eternamente».
No por nada era Beckett amigo de Cioran. En cierta ocasión le escribió: Dans vos ruines je me sens à l’aise, «Me siento a gusto entre sus ruinas». Estar «eternamente harto», «vomitar eternamente». Difícilmente se encontrará una forma mejor de describir nuestro drama existencial. En la medida en que el fracaso tiende, según Beckett, al conocimiento de sí y a una curación de la enfermedad fundamental que adviene con nuestra vecindad con la nada, este Elogio del fracaso es un libro beckettiano.
Y cómo, podríamos preguntar, diferenciamos el fracaso auténtico del falso, de la especie con que trafican los gurúes de la autoayuda. Es sencillo: el fracaso siempre genera humildad. Si no es así, no es un fracaso verdadero, solo «un peldaño hacia el éxito» que también podríamos denominar autoengaño. Y eso no conduce a una curación, sino a más enfermedad.
Así pues, Elogio del fracaso no trata del fracaso por el fracaso, sino de la humildad que engendra el fracaso y del proceso de curación que promueve. Solo la humildad, «generoso respeto por la realidad», como la define Iris Murdoch, nos permitirá captar «lo que ocurre». Cuando nos volvamos humildes sabremos que vamos camino de la recuperación, pues habremos empezado a liberarnos de los enredos de la existencia.
Por lo tanto, quienes vayan tras el éxito sin humildad pueden prescindir tranquilamente de este libro. Lejos de ayudarlos, los extraviará.

 

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Traducción de Antonio-Prometeo Moya

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Elogio del fracaso

 

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