24/02/2023
Empieza a leer 'Elizabeth Finch' de Julian Barnes

 

UNO

 

Se plantó frente a nosotros, sin apuntes, libros ni nervios. El atril lo ocupó su bolso. Echó un vistazo alrededor, sonrió, en silencio, y comenzó.

–Habrán observado que el título de este curso es «Cultura y civilización». No se alarmen. No los voy a acribillar a gráficos circulares. No voy a intentar embucharles datos como a un ganso cebado; lo único que se consigue con eso es una hipertrofia en el hígado, lo cual no sería sano. La próxima semana les proporcionaré una selección de lecturas totalmente opcional; ni perderán nota por ignorarla, ni la ganarán por estudiarla sin descanso. Les daré clase como a los adultos que sin duda son. La mejor forma de educar, como sabían los griegos, es la colaborativa. Pero ni yo soy Sócrates, ni ustedes una clase de Platones, si es que es ese el plural correcto. No obstante, dialogaremos. Por otro lado, dado que ya no están en el colegio, no me dedicaré a dispensar blandos gestos de aliento y flojas palmaditas en la espalda. Para algunos de ustedes, puede que yo no sea la mejor profesora, en el sentido de la más adecuada a su temperamento y mentalidad. Vaya esto por delante para quien corresponda. Lógicamente, espero que el curso les parezca interesante y, de hecho, divertido. Divertido con rigor, claro está. No son términos incompatibles. Y esperaré también rigor por su parte. No bastará con improvisar. Me llamo Elizabeth Finch. Gracias.

Y volvió a sonreír.

Nadie había tomado un solo apunte. Le devolvimos la mirada, algunos impresionados, varios con una perplejidad que rayaba la irritación, otros ya medio enamorados.

No recuerdo qué nos enseñó en aquella primera clase. Pero supe, de un modo difuso, que por una vez en la vida había llegado al lugar correcto.

 

La ropa. Empecemos por lo básico. Llevaba brogues, negros en invierno, de ante marrón en otoño y primavera. Medias o pantis: no verías nunca a Elizabeth Finch con las piernas al aire (y, desde luego, era imposible imaginársela en bañador). Faldas justo por debajo de la rodilla; se resistía a la tiranía anual del bajo. Lo cierto era que parecía haberse instalado en ese estilo hacía algún tiempo. Aún se le podía llamar elegante; una década más y tal vez pasaría a ser antiguo, o vintage. En verano, una falda plisada, normalmente azul marino; en invierno, de tweed. A veces optaba por un look de cuadros, o escocés, con un gran imperdible de plata (que seguro que en Escocia tiene algún nombre). Se dejaba un buen dinero en blusas, de seda o fino algodón, a menudo de rayas, sin ningún tipo de transparencias. Algún que otro broche, siempre pequeño y, como se suele decir, discreto, pero refulgente. Rara vez llevaba pendientes. (¿Tenía agujeros siquiera? Buena pregunta.) En el meñique de la mano izquierda, un anillo de plata que dábamos por hecho que era heredado, y no comprado o regalado. El pelo, de un rubio grisáceo, arreglado y de largo invariable. Yo imaginaba una cita periódica quincenal. En fin, ella creía en el artificio, como nos dijo más de una vez. Y el artificio, señalaba también, no era incompatible con la verdad.

Pese a que andábamos todos –sus alumnos– entre los veintimuchos y los cuarenta y pocos, en un primer momento reaccionamos a su presencia como niños de vuelta al colegio. Nos intrigaban sus orígenes y su vida privada, si y por qué nunca –que nosotros supiésemos– había estado casada. Qué hacía por las noches. ¿Se preparaba una tortilla perfecta aux fines herbes y tomaba una sola copa de vino (¿borracha, Elizabeth Finch? ¡El mundo al revés!) mientras leía el último fascículo de Goethe Studies? Ya se ve lo fácil que era caer en la fantasía, incluso en la sátira.

* * *

Traducción de Inga Pellisa

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Elizabeth Finch

 

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