23/12/2021
Empieza a leer 'El nuevo Barnum' de Alessandro Baricco


FRIKIS, PISTOLEROS E ILUSIONISTAS

De tanto en tanto me preguntan a qué se debe que no escriba nunca novelas que hablen de nuestro tiempo (en ocasiones utilizan la expresión «que hablen sobre la realidad», y es entonces cuando la conversación se interrumpe bruscamente).

Una posible respuesta es que, de hecho, un extenso libro que habla sobre nuestro tiempo lo vengo escribiendo, y de qué manera, desde hace años, pero en los periódicos, a base de artículos. Si he de escribir sobre lo que pasa a mi alrededor, no sé, no se me ocurre usar el formato novela: se me ocurre escribir artículos, ir directamente al asunto, eso es. Se trata de algo que vengo haciendo desde hace un montón de años. Como empecé escribiendo una sección que se llamaba Barnum (el mundo me parecía entonces un festivo espectáculo de frikis, pistoleros e ilusionistas), me acostumbré a ese nombre y ahora cualquier cosa que escriba en los periódicos termina, bien o mal, bajo ese paraguas. Barnum.

Aquí tenéis en vuestras manos uno nuevo, un nuevo Barnum. Son casi veinte años de artículos, si no calculo mal.

Ah, he eliminado los malos, o los fallidos, o los aburridos. Los había, obviamente.

Ahora no cabría añadir nada más, si no fuera porque, al releer estas páginas, he encontrado un par de artículos sobre los que me urge, no sé muy bien por qué, decir algo. Son artículos que para mí tienen un sentido muy particular y me desagradaba verlos allí, en medio de los demás, sin que fuera posible entender que para mí habían sido especiales.

Por eso estáis leyendo este prefacio.

El primero está en la página 70. Lo escribí el 11 de septiembre de 2001, un par de horas después de lo que había ocurrido en las Torres Gemelas. Ahora es difícil recordarlo, pero en ese momento todo el mundo era presa del pánico, estaba atónito, era incapaz de reaccionar. Sobre todo, queríamos entender qué había pasado. En trances como ese, si no eres periodista, lo que quieres es escuchar, no hablar. Leer, no escribir. Quieres que te expliquen, no quieres explicar. Y, en cambio, me acuerdo de que pensé: pues ahora al bombero le toca subir allá arriba y salvar a la gente, y al que sabe escribir le toca escribir, coño. Así que enciende el ordenador y haz lo que te corresponde. Y me puse a hacerlo. Será una tontería, pero es una de las cosas de las que estoy más orgulloso de mi vida laboral: no haberme callado ese día. Había un montón de cosas más convenientes que hacer y en ninguna de ellas te arriesgabas a decir, en caliente, cosas que quince años más tarde podrían resultar estupideces estratosféricas. 

Luego el artículo no me salió muy bien, pero tampoco mal. Si puedo dar mi opinión, con la modestia que suele atribuírseme, resulta más profético el que escribí al día siguiente (para seguir haciendo el trabajo que me tocaba, como el bombero). Me sorprende que podría volver a escribirlo hoy, podría volver a escribirlo después de Bataclan. Desde entonces no he cambiado de idea. Este discurso de que el concepto de la guerra estaba perdiendo el apoyo de la noción de frontera describe bastante bien lo que está ocurriendo hoy, de un modo aun más claro que entonces. Y sigo estando convencido de que el terrorismo es mucho más una necrosis de nuestro cuerpo social, que una agresión procedente del exterior. Algo se pudre, en esos gestos terribles, y ese algo es una parte de nosotros, de nuestras democracias, de nuestra idea occidental del progreso y de la felicidad. No es un ataque a esas cosas: es una enfermedad de esas cosas.

Otro artículo que para mí resultó especial lo encontraréis en la página 192, y está dedicado a la manera que tenemos en Italia de gastar el dinero público para promover y defender la cultura y los espectáculos. Estuve incubándolo durante años y lo escribí en 2009. No decía cosas agradables para un mundo acostumbrado a vivir instalado en sus privilegios sin preguntarse desde tiempo inmemorial si se los merecía y si aún tenían sentido. De hecho, al día siguiente me vi cubierto de insultos y de acusaciones, procedentes de todas partes (pero con especial empeño de los míos: los de izquierdas fueron incapaces de digerirlo). Los más benevolentes me tachaban de traidor. Los demás, de borracho a oportunista pasado al enemigo (Berlusconi, obviamente: eran los años de la paranoia). Ya han pasado siete años. Pocas cosas han cambiado y, si bien sigue existiendo el discreto círculo de intelectuales que continúan viviendo tan tranquilos, se han visto un poco forzados a apretarse el cinturón, por un concepto de servicio público que, como mínimo, resulta obsoleto y, siendo un poco radicales, ruinoso. Lástima. Solo puedo decir que lo lamento mucho. Y añadir que no, que no he cambiado de idea entretanto: volvería a escribirlo todo, desde la primera hasta la última línea. Algo se pudre, en alguna zona de nuestro tejido social, creedme, y es también porque no queremos repensar nuestro modo de educar a nuestros hijos y, sobre todo, a los hijos de todo el mundo, no solo a los nuestros.

Me gustaría proseguir y recordar el hecho de que escribir sobre Carver cuando no era posible hacerlo me gustó muchísimo; me gustaría confesar que decantarme por Renzi el día antes de que perdiera fue un gesto que recordaré con cariño, a pesar de las tonterías lamentables que empezó a hacer; me gustaría anotar que escribir a propósito de dos críticos que se hacían los listillos sin poder permitírselo fue algo discutible de lo que nunca me he arrepentido: y seguiría así. Pero, soy consciente de ello, solo me gustaría a mí. De manera que termino aquí, pero no sin antes recordar que al final, si uno puede escribir semejantes cosas, siempre es porque cuenta con periódicos y directores a sus espaldas que le permiten hacer, que están dispuestos a defenderlo y que consiguen que uno se sienta importante. Yo he contado con ellos. Muchísimos de estos artículos nacen de mi labor con Ezio Mauro y todo el equipo de La Repubblica: ha sido un privilegio trabajar con vosotros y sigue siéndolo. Muchas de mis ideas más alocadas me las ha dejado escribir Luca Dini, director de Vanity Fair: es increíble con qué calma este hombre puede escuchar determinadas locuras mías y encontrarlas sensatas. En fin, el texto sobre la profundidad, el que encontraréis como bonus track, se lo debo a Riccardo Luna, que por aquel entonces dirigía Wired, una revista de la que no entiendo casi nada, pero evidentemente ellos me entienden a mí y es algo que les agradezco.

Creo que esto es todo.

Ah, no. El texto más hermoso de todos, en mi opinión, es sobre el 4 a 3 de Italia a Alemania. Un texto decididamente inútil, se dirá. Pero es el mejor escrito, estoy seguro de ello.

A. B.
Venosa, 23 de julio de 2016


Señoras y señores

EL NUEVO CORAZÓN DE MANHATTAN 

Nueva York. Todo empezó con Pierpont Morgan: tal vez el banquero más famoso de la historia de América. Alguien capaz de encontrar el dinero para salvar a los Estados Unidos de la bancarrota: lo hizo en 1907. Persona reservada, al parecer, apasionado yachtman. Muchas operaciones meritorias, algunos problemas con el antimonopolio. Un mito, para todos aquellos a los que les gusta el dinero. Entre sus frases famosas (no muchas, por otro lado) brilla esta: «Si tienes que pedirlo, nunca lo tendrás.» Me imagino que se refería a cualquier cosa: la plaza de aparcamiento, la sal en la mesa, el mundo. Murió en Roma, que es un hermoso sitio para morir, en 1913. Para la crónica: los ricos malos en las películas del Oeste una de cada cinco veces se llaman Morgan.

Como todos los grandes multimillonarios americanos a caballo entre los siglos XIX y XX, Morgan, en su tiempo libre, se dedicaba al coleccionismo. Es decir, compraba cosas carísimas (arte y antigüedades) y luego las almacenaba en su casa. Estaría bien reflexionar sobre esta especie de reflejo nervioso que tenían todos esos magnates, pero por desgracia este no es el lugar. El resultado práctico, de todas formas, era que todos estos multimillonarios, al morir, dejaban tras de sí una estela de obras de arte de valor incalculable. Morgan no fue una excepción. En particular, al morir dejó un palacete de estilo renacentista que hizo construir al lado de su casa, en el corazón de Manhattan. En su interior tenía sus libros —un eufemismo—: decenas de miles de textos rarísimos, primeras ediciones, manuscritos y maravillas semejantes. Quien la donó a los Estados Unidos fue su hijo, seis años después de su muerte. Desde entonces esa biblioteca está abierta al público y es uno de los lugares del planeta donde se conserva la memoria de lo que hemos sido. Se llama Morgan Library, como resulta de justicia. Esquina entre la avenida Madison y la calle 36. El corazón de Manhattan. 

Bien. Hace cuatro años, en la Morgan Library decidieron reorganizar un poco las cosas. Ampliar la sede y reformar un poco los espacios. Llamaron a Renzo Piano y le encargaron ese proyecto. Sobre todo, había que organizar de alguna manera ese tesoro de libros, documentos, papeles, grabados, dibujos: encontrarles un sitio. A Piano se le vino Borges a la cabeza, la biblioteca de Babel y esa idea suya de la biblioteca infinita. Pensó en algo muy transparente, donde cada libro, por así decirlo, debería ver a todos los demás. Quizá venía de todos los demás y seguía hacia todos los demás. Un gran cajón, en cuyo interior estuviera ese tesoro de papel flotando entre miradas que podrían pasar por todas partes, como un único gran corazón palpitando en un único y grandioso aliento. Entonces decidió lo que me lleva a escribir este artículo: decidió que ese gran cajón lo pondría bajo tierra. Dentro de la tierra. Dentro del granito sobre el que se sustenta Manhattan. Metido ahí. En una ciudad hecha de rascacielos, él iba a construir la biblioteca bajo tierra.

Menudo agujero, pensé en cuanto lo supe. El agujero antes de que construyan en su interior la biblioteca y todo lo demás. Solo el agujero. Pongamos que te dejan entrar y tú vas a sentarte en el fondo del agujero. Prácticamente estarías en el corazón del corazón del mundo. Así que llamé por teléfono al Renzo Piano Building Workshop. Unos meses más tarde, me encontraba sentado en el fondo del agujero, bajo el cielo gris, con un casco de obra en la cabeza y Renzo Piano junto a mí, como si fuéramos a tomar el té. Él es una persona que cuando te explica las cosas que hace, siempre tiene aspecto de estar diciendo cosas obvias. Lo escuchas y te perece evidente que hasta un niño podría haber imaginado el Beaubourg. Y que cualquiera habría hecho el Auditorium de Roma de esa manera. Otra persona así es Ronconi, que conste. O Baggio. Cuanto más demencial es lo que hacen, cuando te explican la génesis de la idea, más parece todo completamente natural, lógico, inevitable. Creo que la gente verdaderamente grande es así. En fin. Bajo el cielo gris, Renzo Piano me explicó que en el fondo los arquitectos tan solo pueden hacer dos cosas para desafiar a la naturaleza: subir hacia arriba, contra la fuerza de la gravedad, o ir hacia abajo, contra la dureza de la tierra. Entonces miró a su alrededor. Esta vez he ido hacia abajo, dijo. Fin. Quiero decir, más tarde me explicó más cosas, pero en resumen el meollo de la cuestión era ese y no había nada más que añadir.

Así que me quité el casco y me puse a mirar. Era como estar sentado en el fondo de una piscina de veinte metros de profundidad, solo que los bordes eran de granito y en los márgenes, en vez de sombrillas, estaban las agujas de Nueva York. Han cortado el granito como si fuera mantequilla, han bajado verticalmente, siguiendo el trazado de los edificios de alrededor, como manejando una enorme y pulida cuchilla. Por eso ahora ves el gris rojizo de la pared al desnudo: estaba allí durmiendo, desde hacía una eternidad y lo último que podía pensarse era que tarde o temprano iba a ser contemplada. Y, por el contrario, ahí está. Impresiona. Esto es el granito que sostiene a Nueva York. Es la inmensa placa de durísima piedra que suscitó la locura de los rascacielos y que cada día la sustenta. Es el lugar de los cimientos. Es la fuerza y la paciencia, en las que se basa lo que hay. Es la tierra que detiene la raíz y el principio de todo. Y ahí, exactamente ahí, ¿qué es lo que van a apoyar? Libros. Una genialidad. 

Pensadlo. Tomemos un ejemplo concreto. El manuscrito del cuarteto de Schubert La muerte y la doncella. Lo tienen en la Morgan Library. O las dos primeras músicas imaginadas por Mozart, de niño, y transcritas por su padre: exactamente esas dos hojas. Las tienen. O el papel donde Dickens escribió Cuento de Navidad. Lo tienen: con su escritura, su tinta y la huella de sus ojos. Papel. Sobre el que está escrito de dónde venimos. Y por qué somos así. Mientras el mundo enloquece y aviones bien dirigidos impactan en las torres más altas, vosotros cogéis ese papel, excaváis en el suelo y vais a depositarlo donde todo empieza, buscando el refugio de los cimientos, la fuerza del inicio, el resplandor de cada amanecer y el exordio de vida que hay en cada raíz. No es un gesto cualquiera. Ni siquiera es un gesto únicamente arquitectónico. Se trata de un símbolo, tal vez involuntario, pero es un símbolo. Poner a Mozart de niño ahí abajo es una confesión y una promesa. Creo que es un modo de confesar que tenemos miedo y que sentimos la necesidad de poner a buen recaudo a ese niño. Porque sentimos que la barbarie de la guerra hace que nos volvamos primitivos y la acelerada tecnología nos convierte en autómatas futuristas: a medio camino existiría el tiempo continuo y regular de un crecimiento humano, pero esas dos fuerzas tiran en direcciones contrarias y rasgan ese tiempo. El niño es el hilo que mantiene todavía unidos los trozos de la tela que se está rasgando. Tal vez de una manera inconsciente, pero todos sabemos que es ese hilo el que nos salvará. Entonces hay que mantenerlo a buen recaudo, allí abajo. Y creo que es una promesa: un modo de prometernos nuevamente que esos libros, esos papeles, esa historia, ese tiempo, son el punto desde el que tendría que partirse otra vez; la fundación del gesto que reconstruye un mundo habitable. Son las raíces y, a partir de ahí, sería necesario empezar otra vez el gesto cotidiano de la creación. Me gusta pensar que sea precisamente el Mozart niño, el Dickens pequeño de Cuento de Navidad o la frágil belleza de un cuarteto de Schubert. Había allí una pequeña idea del hombre, tan laica y sencilla, tan magníficamente imperfecta, que realmente parecería la única posible refundación de una humanidad justa. A lo mejor estoy sobrevalorando el valor de la historia de la cultura, pero ¿no es esa belleza la única memoria viva que tenemos para recordarnos qué queríamos ser? Ni guerreros, ni santos, ni superhombres: simplemente, hombres. 

Por el momento solo hay unas obras, pero tarde o temprano, probablemente dentro de un par de años, en ese agujero habrá una biblioteca: el Mozart niño en las nervaduras de la piedra que mantiene en pie el corazón del mundo. E ir allí será como ir a visitar un monumento. Será como ir a rendir homenaje a una idea. Avenida Madison, entre la 36 y la 37. Apuntaos la dirección, por favor.

7 de mayo de 2004
 

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Traducción de Xavier González Rovira.

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El nuevo Barnum

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