01/02/2025
Empieza a leer 'El mundo no se acaba' de Hannah Ritchie

 

A mis padres,
la mezcla perfecta de corazón y mente

 

INTRODUCCIÓN

Se ha convertido en algo habitual decirles a los niños que van a morir a causa del cambio climático. Si no los mata una ola de calor, lo hará un incendio forestal; o un huracán, una inundación o una hambruna masiva. Por increíble que parezca, muchos de nosotros les contamos esta historia a nuestros hijos casi sin pestañear. No debería sorprendernos, pues, que la mayoría de los jóvenes crean que su futuro peligra. Existe una intensa sensación de ansiedad y pavor ante lo que nos depara el planeta.
Lo veo a diario en los correos electrónicos que llegan a mi bandeja de entrada, pero también se manifiesta en diversos estudios realizados en todo el mundo. En una reciente encuesta de ámbito mundial se preguntó a cien mil jóvenes de entre los dieciséis y los veinticinco años sobre su sentir ante el cambio climático. Más de tres cuartas partes de ellos pensaban que el futuro era aterrador, y más de la mitad declaraban que «la humanidad estaba condenada». El pesimismo era generalizado, e iba desde países como el Reino Unido y Estados Unidos hasta otros como la India y Nigeria. Independientemente de su nivel de riqueza o de seguridad, los jóvenes de todo el mundo se sienten como si estuvieran aferrados al borde de un precipicio intentando salvar la vida.
En la misma encuesta, dos de cada cinco dudaban si tener hijos. En un sondeo realizado en 2020 entre adultos estadounidenses sin hijos (de todas las edades), el 11 % de los entrevistados afirmaban que el cambio climático era una «razón importante» para no tenerlos, mientras que otro 15 % declaraban que era una «razón secundaria». Entre los adultos más jóvenes, de los dieciocho a los treinta y cuatro años, el porcentaje era aún mayor. Una de las encuestadas declaraba sentir que «en conciencia, no puedo traer un niño a este mundo y obligarle a intentar sobrevivir a lo que podrían ser unas condiciones apocalípticas». El 6 % de todos los encuestados afirmaban que lamentaban tener hijos porque sentían desesperación por su futuro en un clima cambiante.
Resulta tentador desechar estas opiniones tildándolas de palabras vacías. Pero los resultados de otro reciente estudio, que en este caso no se basa en encuestas, sino en datos reales sobre las decisiones reproductivas de la gente, sugieren que las personas no vinculadas al ecologismo tienen un 60 % más de probabilidades de tener hijos que los ecologistas comprometidos. Obviamente, puede que su forma de pensar no sea la única razón por la que los ecologistas tienen menos probabilidades de tener hijos, pero sin duda nos da algunos indicios concretos de que, cuando la gente dice que la perspectiva de tener hijos le genera inquietud, no habla por hablar. Y si la gente no habla por hablar cuando expresa sus dudas sobre la posibilidad de tener hijos, probablemente tampoco lo haga con respecto a sus sensaciones de ansiedad y fatalidad.
En un nivel más personal, sé que esos sentimientos son reales porque he pasado por lo mismo. También yo llegué a estar convencida de que no me quedaba ningún futuro por el que vivir.

CÓMO PONER EL MUNDO PATAS ARRIBA

Paso la mayor parte de mi tiempo reflexionando sobre los problemas medioambientales del planeta: es mi trabajo y mi pasión. Sin embargo, estuve a punto de renunciar a ello.
En 2010 empecé a cursar la carrera de Geociencia Medioambiental en la Universidad de Edimburgo. Llegué como una inexperta joven de dieciséis años dispuesta a aprender cómo íbamos a solucionar algunos de los mayores retos del mundo. Cuatro años después me fui sin haber encontrado solución alguna, y sintiendo, en cambio, el peso muerto de una infinidad de problemas irresolubles. Cada día que pasé en Edimburgo fue un constante recordatorio de cómo la humanidad estaba devastando el planeta: el calentamiento global, la subida del nivel del mar, la acidificación de los océanos, la destrucción de los arrecifes de coral, la muerte de osos polares hambrientos, la deforestación, la lluvia ácida, la contaminación atmosférica, la sobrepesca, los vertidos de petróleo, la aniquilación de los ecosistemas del planeta... No recuerdo haber oído hablar de una sola tendencia positiva.
Durante mi época universitaria hice un esfuerzo consciente por seguir las noticias: tenía que estar informada sobre el estado del mundo. Pero en todas partes no había sino imágenes de desastres naturales, sequías y rostros hambrientos. Parecía que moría más gente que nunca, que había más gente viviendo en la pobreza y más niños muriendo de hambre que en ningún otro momento de la historia. Creía estar viviendo el periodo más trágico que había experimentado nunca la humanidad.
Como veremos, todas esas suposiciones eran equivocadas. De hecho, en casi todos los casos, en realidad el mundo se movía en sentido opuesto. Podría pensarse que unos errores tan básicos como los míos se desvanecerían durante una estancia de cuatro años en una de las mejores universidades del mundo. Pero no fue así. Si acaso, arraigaron aún con más fuerza: la vergüenza de nuestros pecados ecológicos parecía incrementar su pesada carga con cada nueva clase.
Aquellos años me hicieron sentir impotente. Pese a trabajar sin descanso para obtener mi título, llegó un momento en que estuve dispuesta a dar la espalda a mi obsesión y encontrar una nueva trayectoria profesional. Empecé a enviar solicitudes para empleos alejados de las ciencias medioambientales. Pero entonces, una tarde, todo cambió. De repente vi unas burbujas surcando la pantalla del televisor, mientras un hombre menudo se movía tras ellas.
«A lo largo de mi vida, las antiguas colonias se independizaron y por fin empezaron a ser cada vez más y más y más saludables. ¡Y ya vienen! Los países de Asia y América Latina empiezan a ponerse a la altura de los países occidentales.» Las burbujas eran de color rojo y verde, y estaban superpuestas sobre un gráfico que parecía casi holográfico. El hombre empezó a mover los brazos, empujando y arrastrando las burbujas por la pantalla. Su excitación hacía difícil distinguir su acento, pero pensé que podría ser sueco. «¡Y aquí viene África!», exclamó.
Aquel hombre era Hans Rosling. Si el lector ya lo conoce, es probable que recuerde el primer día que lo oyó hablar; en caso contrario, debo confesarle que me da un poco de envidia, puesto que aún tiene la oportunidad de descubrir su magia por primera vez. Rosling fue un médico, estadístico y conferenciante sueco. Una reseña de su labor en Nature lo describe bien: «Tres minutos con Hans Rosling le harán cambiar de opinión sobre el mundo». A mí me hizo cambiar la mía.
Resulta que mi concepción del mundo estaba equivocada; y no poco. Yo había asumido que todo estaba empeorando. Y, sin embargo, ahí estaba Rosling, saltando de un lado a otro del estrado y mostrándome hechos basados en datos sólidos. Me estaba diciendo que yo lo había entendido todo al revés, pero lo hacía de tal forma que no me hacía sentir una idiota: lo lógico era que lo entendiera todo mal, le pasaba a todo el mundo. Justamente ese se había convertido en su plato fuerte. Reunía a multitudes de intelectuales, empresarios, científicos e incluso expertos en salud global de TED, Google o el Banco Mundial, y les demostraba que ignoraban por completo los hechos más básicos del mundo. ¡Y a ellos les encantaba! En sus vídeos se puede oír al público reírse de su propia ignorancia. Su generosidad como profesor era irrepetible.
En sus conferencias, Rosling explicaba lo que nos decían realmente los datos sobre los indicadores más importantes del bienestar humano: el porcentaje de personas que viven en condiciones de pobreza extrema, el número de niños que mueren sin llegar a la edad adulta, cuántas niñas asisten o no a la escuela, y qué porcentaje de niños están vacunados contra diversas enfermedades. Casi nunca nos detenemos a observar los datos relativos a esos cambios en el desarrollo global. En su lugar, nos limitamos a ver las noticias diarias, y esos titulares pasan a formar parte de nuestra visión del mundo. Pero eso no funciona. Las noticias están diseñadas para contarnos, por decirlo así, algo novedoso: una historia individual, un acontecimiento poco frecuente, la última catástrofe... Como los vemos tan a menudo en las noticias, los hechos poco probables nos parecen probables. Pero a menudo no lo son; justamente por eso son noticia y captan nuestra atención.
Esos acontecimientos e historias individuales son importantes. Sirven a un propósito. Pero constituyen una pésima forma de interpretar el panorama general. Muchos de los cambios que configuran más profundamente el mundo no son raros ni emocionantes, ni acaparan titulares. Son realidades persistentes que suceden día tras día y año tras año hasta que pasan décadas y llega un momento en que el mundo se ha transformado hasta quedar irreconocible.
La única forma de ver realmente estos cambios es tomar distancia y examinar los datos a largo plazo. Eso es lo que hacía Hans Rosling con los problemas sociales, pero vale asimismo para nuestros problemas medioambientales. Llevo casi una década investigando estas tendencias, escribiendo sobre ellas y denunciándolas. Soy directora de investigación de la publicación digital Our World in Data, donde hacemos lo propio con todos y cada uno de los grandes problemas del mundo, desde la pobreza y la salud, hasta la guerra y el cambio climático. También me cuento entre los científicos inadaptados de la Universidad de Oxford. Somos «inadaptados» porque hacemos lo contrario de lo que la gente espera que hagan los académicos: los investigadores tienden a acercarse lo máximo posible a un problema y desmenuzarlo; nosotros nos alejamos para observarlo desde la distancia.
Mi trabajo no consiste en hacer estudios originales ni lograr avances científicos, sino en comprender lo que ya sabemos, o lo que podríamos saber si estudiáramos apropiadamente la información de la que disponemos. Y luego explicárselo a la gente en artículos, en la radio, en televisión, y en las instituciones públicas a fin de que la utilicen para que avancemos.
Del mismo modo que Hans Rosling nos demostró que los titulares de las noticias no nos enseñan demasiado sobre la pobreza, la educación o la sanidad en el mundo, yo he descubierto que de nada sirve tratar de construir una visión medioambiental del planeta basándonos en el último huracán o el incendio forestal más reciente. Intentar comprender el sistema energético mundial y averiguar cómo arreglarlo a partir de la última noticia impactante no nos llevará a ningún sitio.
Si queremos obtener una visión clara de las cosas debemos observar el panorama completo, y eso implica tomar cierta distancia. Si retrocedemos unos cuantos pasos podremos ver algo auténticamente radical, innovador y vivificante: la humanidad se halla en una situación verdaderamente única para construir un mundo sostenible.

 

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Traducción de Francisco J. Ramos Mena

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El mundo no se acaba

 

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