01/02/2025
Empieza a leer 'El libro de las hermanas' de Amélie Nothomb
El primer acontecimiento de la vida de Nora fue el amor de Florent. Enseguida supo que no habría ningún otro amor ni ningún otro acontecimiento. Nunca le pasaba nada.
A los veinticinco años, Nora era contable en el taller mecánico de una ciudad del norte de Francia. Aburrirse tanto le parecía normal. Florent, de treinta años, era chófer en el ejército. Mientras revisaba el estado de sus neumáticos, vio a Nora fumando afuera. Encandilado, regresó cada día.
–¡Quién me iba a decir que me gustaría un militar!
–Yo no soy militar.
–Trabajas en el ejército.
–Tú trabajas en un taller. ¿Eres mecánica?
Fue pura pasión. Hablaban poco de ello, porque no había mucho que decir.
–¿Qué es lo que ves en mí?
–¿Y tú?
Cada vez que volvían a encontrarse, el misterio empezaba de nuevo. El roce provocaba chispas. Besarse les daba vértigo.
–Marchaos a un hotel –les decían.
Podrían ir, lo sabían. Pero también sabían hasta qué punto cada etapa era necesaria cada día. La más mínima separación implicaba tremendos adioses; el más mínimo de los reencuentros, interminables efusiones. No podían evitarlo. El amor no es una sinecura.
Su entorno los tranquilizó:
–Ya se os pasará. La pasión solo dura un tiempo.
Las opiniones divergían al respecto: les daban entre dos meses y tres años de convulsiones. «Luego la cosa se calmará», afirmaban los bienintencionados.
Curiosamente, Florent y Nora, perfectos ignorantes, enseguida fueron conscientes de que los demás se equivocaban. No sentían la necesidad de protestar. En privado, Florent le decía a Nora:
–No pueden entenderlo.
¿Acaso eran condenados, o elegidos? La pregunta les dejaba indiferentes. Aceptaban su destino hasta las últimas consecuencias.
–¿Nos casamos? –preguntó él.
Nada que ver con el tradicional: «¿Quieres casarte conmigo?».
–Sí –respondió ella con idéntica sencillez, como si acabara de consultarle sobre el color de las cortinas de su dormitorio.
Anunciaron la noticia. La boda se celebraría el 26 de febrero.
–Mejor esperad a la primavera –les recomendaron.
–¿Para qué?
Mantuvieron la fecha.
Se mudaron a una casa pequeña. Les encantaba vivir juntos. Por la mañana, Florent acompañaba a Nora al taller y luego se marchaba a dedicarse a sus asuntos. Trabajaban con la seriedad que les caracterizaba. Aún no habían llegado los teléfonos móviles. Cuando acababa su jornada, el marido llamaba a la mujer a su despacho. Ella esperaba con fervor a que sonara aquel timbre.
La noche era el pretexto para alegrías nunca vistas. Salían a pasear por el campo. Descorchaban la mejor botella. Cocinaban juntos. Se acostaban encantados. Llegaban al trabajo con los ojos medio cerrados.
Pasaron tres años. Flotando sobre una nube. Su entorno ya no podía más.
–¿Y si tuvierais un hijo? –les aconsejaban.
–¿Para qué?
–Para eso sirve el amor, ¿no?
No se les había ocurrido.
Nora no tardó en quedarse embarazada. Los demás suspiraron aliviados. A espaldas de la pareja, intercambiaban comentarios cargados de sentido común:
–Eso les calmará.
–Para acabar con la luna de miel, nada mejor que un crío.
El embarazo redobló sus ardores. Maravillados por el fenómeno, los enamorados exploraron nuevas posibilidades.
No tardaron en llegar más comentarios:
–¡Claro, que lo aprovechen! ¡Dentro de unos meses, se acabó la libertad!
–Yo, con Gilbert, desde que nació el pequeño no dejo de discutir.
–Se van a enterar de lo que son el cansancio y las malas noches.
El 13 de noviembre de 1973, Nora dio a luz a una niña a la que llamó Tristane.
–Se parece a ti –le dijo al padre novato–. Pálida y rubia, igual que tú.
Embobados, los jóvenes progenitores regresaron a su casa lo antes posible. La habitación del bebé, contigua a la suya, estaba preparada.
Tristane resultó ser una niña llorona. Florent y Nora se relevaban para acudir a su lado. Le daban el biberón, la cogían en brazos, no sabían exactamente cómo actuar.
Preguntaron al pediatra, que les soltó el repertorio propio de la época:
–No intervengáis. Si acudís cada vez que se pone a llorar, todavía llorará más. Se convertirá en una niña malcriada.
El problema era que a la niña se la oía berrear a través de las paredes. En esas condiciones, era difícil ignorarla. Una noche, Florent cogió al bebé, que debía de tener dos semanas, y le habló con severidad:
–Tristane, dicen que te pareces a mí, así que iré al grano: ya basta. Mamá te quiere, yo te quiero, todo va bien. Así que se acabaron las lloreras.
Volvió a la cama.
–No te has andado con rodeos –susurró Nora.
–Creo que me ha comprendido.
La niña no lloró nunca más.
* * *
Traducción de Sergi Pàmies
* * *
Descubre más sobre El libro de las hermanas de Amélie Nothomb aquí.