23/12/2022
Empieza a leer 'El fondo del puerto' de Joseph Mitchell

NOTA DEL AUTOR

Los reportajes que componen este libro aparecieron inicialmente en The New Yorker, pero no en el mismo orden. El primero, «En el viejo hotel», se publicó en la revista con el título de «The Cave» en el número del 28 de junio de 1952; el segundo, «El fondo del puerto», salió en el número del 6 de enero de 1951; el tercero, «Treinta y dos ratas de Casa-blanca», se publicó en el número del 29 de abril de 1944; el cuarto, «La tumba del señor Hunter», apareció en el número del 22 de septiembre de 1956; el quinto, «Patrón de arrastre», se publicó en dos entregas en los números del 4 y 11 de enero de 1947; y el sexto, «Los ribereños», salió en el número del 4 de abril de 1959.

Los personajes de todas estas historias están vinculados de un modo u otro a las aguas que rodean la ciudad de Nueva York.

 

EN EL VIEJO HOTEL

De cuando en cuando, para espantar los pensamientos de muerte y desolación, me levanto temprano y me acerco al mercado de pescado de Fulton. Suelo llegar hacia las cinco y media y me doy una vuelta por las dos inmensas naves del mercado viejo y el mercado nuevo, que por delante dan a South Street y por detrás se meten en el East River, apuntaladas sobre maderos. A esa hora, poco antes de que comience el trajín, en los puestos rebosantes se amontonan entre cuarenta y sesenta especies de pescado y marisco procedentes de la Costa Este, la Costa Oeste, el golfo de México y media docena de países extranjeros. El amanecer brumoso de los muelles, el jaleo que arman los pescaderos, el olor a algas y el espectáculo de toda esa abundancia me producen siempre un bienestar que a veces raya en la euforia. Deambulo entre los puestos una hora o así y luego entro en el Sloppy Louie’s, un restaurante muy animado, donde me como un desayuno generoso, barato y reparador: unos huevos revueltos con arenque ahumado, una tortilla de huevas de sábalo, unas vieiras frescas con panceta o cualquier otra especialidad de la casa.

El local ocupa la planta baja de un viejo edificio en la es-quina opuesta a las naves, en el 92 de South Street. La fachada da al río, entre el muelle de descarga del mercado y el embarcadero de la vieja línea de Puerto Rico. El bloque tiene seis pisos de altura y dos ventanas en cada uno. Como la mayoría de los edificios del distrito, se construyó con ladrillo artesanal del Hudson, un ladrillo rosáceo y relativamente delgado que se fabricaba en Haverstraw y otros pueblos de la ribera del Hudson y se transportaba a la ciudad en gabarras. Tiene una cornisa metálica labrada y un tejado de pizarra abuhardillado. Es uno de esos viejos y hermosos edificios simétricos de la orilla del East River que se han ido abandonando a la ruina. Las ventanas de los cuatro pisos superiores llevan muchos años cegadas con tablones, en el canalón que baja por la fachada la corrosión y la herrumbre han ido abriendo orificios y al tejado le faltan varias pizarras que se han desprendido aquí y allá. Pasadas las dos o las tres de la tarde, cuando termina la jornada y los puestos comienzan a cerrar, algunas de las rollizas y mugrientas gaviotas que viven de los desperdicios se posan en la cornisa y encorvan el cuello para acechar la calle.

Hará nueve o diez años que frecuento el Sloppy Louie’s y el propietario y yo somos viejos amigos. Se llama Louis Morino y es un hombre contemplativo y generoso de mucho mundo y sesenta años largos. Louie es del norte de Italia. Nació en Recco, un pueblo pesquero y de playa situado veinte kilómetros al sureste de Génova, en la Riviera de Levante. Recco es antiquísimo, data del siglo III. Muchas mansiones del pueblo y sus alrededores pertenecen a familias de Génova, Milán y Turín que pasan allí los veranos. Algunas temporadas aparecen también unos cuantos ingleses y americanos. A juzgar por la ristra de postales coloreadas sujetas con cinta adhesiva al espejo que hay detrás de la caja registradora, es un pueblo de callejuelas empinadas y altas casas rectangulares de piedra, con los muros enlucidos y las fachadas estarcidas con madonas, ángeles, flores, frutos y peces. Es creencia popular que el dibujo del pez ahuyenta el mal de ojo y es este motivo el que suele adornar los dinteles de puertas y ventanas.

En casi todos los patios se alzan enormes y frondosas higueras. En el centro del pueblo hay un mercado al aire libre donde pescadores y campesinos venden sus pro-ductos en expositores montados sobre caballetes. El padre de Louie era pescador. Se llamaba Giuseppe Morino, pero lo llamaban Beppe du Russu, que en genovés viene a ser Pepe el Pelirrojo. «La mía era una de las viejas familias de pescadores de Recco que, según decía el párroco, llevaban faenando en aquellas aguas desde la época romana», cuenta Louie. «Vivíamos en Vico Saporito, una calle pavimentada de conchas rotas que bajaba serpenteando hasta al mar.

Mi padre pescaba a la jareta, como dicen allí, y también calaba nasas y poteras para pescar langostas y calamares. Los pulpos los pescaba al espinel. Cuando el tiempo era propicio se iba remando hasta una gruta submarina, fondeaba allí la barca y largaba el espinel, que es un cabo largo con varios cebos de carne cruda intercalados cada dos palmos y una piedra atada al extremo. Los pulpos salían disparados de las profundidades, se lanzaban sobre las carnadas y quedaban atrapados. Mi padre solo tenía que izar el espinel poco a poco, desprender los pulpos de los cebos y lanzarlos a un barreño que llevaba a bordo. En un par de horas sacaba suficientes para saturar el mercado de Recco. Aquella gruta estaba repleta de pulpos, los había a carretadas. La había encontrado él y tenía el monopolio. Los demás pescadores ni se acercaban, la llamaban la gruta de Beppe du Russu.

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Traducido por Álex Gibert

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La caída de Bagdad

 

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