01/05/2025
Empieza a leer 'El fin de la paciencia' de Xan López

 

Preámbulo
Tiempo desarticulado


Habitan en nosotros dos temporalidades incompatibles.
La primera es la temporalidad de la vieja fe historicista. Su cadencia de revoluciones y periodos de estabilidad, de hegemonías e interregnos, es la manera en la que hemos aprendido a pensar el mundo. También a pensar en cómo cambiarlo. La oposición entre las innumerables formas de buscar la transformación social oculta un consenso profundísimo que es la base de toda la modernidad: los males sociales son el producto de nuestras propias acciones, y no un destino inevitable. Existe una regularidad en las formas de dominación que puede observarse, estudiarse, y a la que es posible oponerse. Alzarse en armas contra el torrente de calamidades, como se dijo hace tanto, para ponerles fin. Esta fe, en nuestros días, está en crisis. Hoy hablamos del fin de la historia, de la cancelación del futuro, de la condición póstuma. La dificultad para imaginar que otro mundo es posible oprime nuestros cerebros con más violencia que aquella tradición de todas las generaciones muertas. Pero también hablamos de utopías, de nuevos sujetos y partidos, de nuevas teorías para entender y remediar la catástrofe. Seguimos siempre a la búsqueda de esa grieta que hay en todo lo que existe, pertrechados con el que quizás sea el único dogma superviviente, la única promesa que la historia siempre ha hecho a la política: ninguna crisis dura eternamente, y toda derrota contiene ya las semillas de la victoria futura.
La otra temporalidad es la geológica. O para ser más precisos: la constatación de que ahora la temporalidad geológica ocurre a velocidad histórica. Aquí hay otra crisis, que parece más grave. Durante cientos de miles de años, abarcando dos épocas geológicas y toda la historia de nuestra especie, las concentraciones atmosféricas de CO2 siempre se han mantenido enormemente estables. El cambio histórico ha ocurrido en un decorado en apariencia estático, en el que si el mundo natural cambiaba más allá de sus ciclos familiares lo hacía con una lentitud inconmensurable con nuestras vidas. Esto ya no es así. Ahora sabemos que la inmensa mayoría de las personas que han existido, desde el primer homínido identificable como Homo sapiens hasta los tiempos de nuestros bisabuelos, ha vivido en unas condiciones climáticas que ya no son las nuestras. El capitalismo se ha mundializado quemando la energía almacenada en nuestro suelo durante millones de años, lo que ha provocado que nuestra atmósfera cambie más en un siglo y medio que en los cinco millones de años anteriores. La mejor ciencia de la que disponemos nos dice una y otra vez que nos queda muy poco tiempo para evitar las peores consecuencias de esta crisis climática. Si fracasamos, sus efectos serán catastróficos e irreversibles, cerrando quizás de forma definitiva el horizonte de la emancipación humana.
Estas dos crisis temporales rompen una garantía de estabilidad. Regularidades históricas y geológicas de largo recorrido se transforman y se invierten. El ritmo predecible del cambio histórico muta en parálisis. La inmovilidad geológica muta en una cuenta atrás acelerada. Es posible que por separado ninguna de las dos crisis fuese tan agónica. La parálisis histórica sin la espada de Damocles climática sería, quizás, una crisis más. La crisis climática, si encontrase a la incipiente sociedad mundial en un momento de confianza en sus propias capacidades, podría ser mucho menos dramática. Es la intersección de ambas, el bloqueo general ante una cuenta atrás existencial, la que genera un ambiente de época en el que sentimos que solo podemos esperar con ansiedad un desenlace inevitable. La confianza heredada en un futuro ilimitado en el que poder perfeccionar los asuntos humanos entra en una tensión irresoluble con el presente eterno y melancólico en el que vivimos atrapados, desde el que vemos acercarse la somatización planetaria de varios siglos de actividad desenfrenada. Este es un nudo temporal endiablado. La mayor amenaza de toda nuestra historia como especie ocurre en uno de nuestros momentos de mayor debilidad política. La peor crisis en el peor momento.
Es muy común ignorar esta tensión agobiante y redoblar la apuesta por una de las dos temporalidades. El primer gesto, mayoritario en la izquierda, es ver la crisis climática como una simple confirmación de nuestras convicciones políticas anteriores. La catástrofe ecológica solo sería una expresión de las contradicciones internas del capitalismo, que vuelve a estrellarse contra un límite que tratará de convertir en barrera por superar. Por lo tanto, ahora más que nunca, debemos aumentar nuestros esfuerzos por abolir o reformar el «actual sistema socioeconómico dominante», por utilizar un eufemismo habitual. Aquí la cuestión climática es solo una cosa más, un elemento con el que desbloquear el impasse en la imaginación política. Los revolucionarios siguen preparándose para la revolución, los reformistas siguen intentando reformar, pero no hay ningún ajuste de cuentas real con la ruptura de la temporalidad de esas, nuestras, tradiciones. Seguimos actuando guiados por el hábito inquebrantable de que habrá tiempo suficiente para ejecutar nuestros planes, de que solo lo humano puede realmente cambiar. Un pensamiento político que se reconcilie con el hecho de que las mismas condiciones de posibilidad de la civilización humana están ahora sujetas al cambio, debido a nuestra actividad, es una tarea que también se pospone a ese futuro inagotable.
El segundo gesto, más minoritario, se toma en serio el problema de la cuenta atrás, de la emergencia sin precedentes, pero lo hace ignorando su encaje necesario con la tradición política anterior. Todos reconocemos la figura del activista que explica una y otra vez los hechos, exigiendo algún tipo de reacción inmediata de aquellos con el poder para hacer algo. Se habla de que «la ciencia» exige esto o aquello, o de que «los límites» nos obligarán a reaccionar. Aquí es importante hilar fino. Como recursos retóricos en un momento despolitizado, y como intuiciones de una verdad importante, estas formas de actuar han sido enormemente efectivas. La toma de conciencia global de la crisis climática, su salto de preocupación minoritaria a cuestión fundamental de nuestro tiempo, ha ocurrido en buena medida gracias a la labor de activistas que han encarnado esta actitud pedagógica, de repetición incesante de unos hechos ante los poderes establecidos. Sin embargo, hoy podemos comprobar que esta forma de hacer tiene sus propios límites, que es una disposición en cierto modo prepolítica. No existe una división clara entre amigos y enemigos, no hay una estrategia de transformación. Solo hay un déficit de conocimiento y una serie de ignorantes a los que educar. Al que carece de conocimiento nunca se le derrota, solo se insiste en enseñarle, por lo que la propia lógica de esta actitud solo suele fomentar una agudización del lenguaje, la desesperación ante la multiplicación de los idiotas; en el peor de los casos, la sospecha de una ignorancia voluntaria entre aquellos que ya deberían haber entendido. El enquistamiento en la mera enunciación del problema nos lleva a un lugar similar comenzando desde el otro extremo, porque aquí también posponemos a un futuro indeterminado la labor de reconciliar las dos crisis temporales en una síntesis eficaz.

 

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El fin de la paciencia

 

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