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Empieza a leer 'El emperador de Alegría' de Ocean Vuong

01/07/2025

  

Para Frances, que me encontró

 

El gusano es el único emperador de todas las
dietas: engordamos a las demás criaturas para
que nos engorden, y nosotros engordamos para
los gusanos. 

WILLIAM SHAKESPEARE, Hamlet

 

Dejemos que sea el final de la apariencia. 

WALLACE STEVENS

 

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Pero este lugar es hermoso, hasta los fantasmas están de acuerdo. Por las mañanas, cuando la luz lo riega todo de color avena, ellos se elevan como una niebla sobre la cebada que crece al otro lado de las vías y avanzan a trompicones hacia los pinos de agujas negras en busca de sus nombres, nombres que ya no viven en la boca de ningún ser vivo. Nuestro pueblo se alza sobre una costra de tierra a lo largo de un río en Nueva Inglaterra. Al derretirse los glaciares prehistóricos, el valle se convirtió en un lago tan grande como un mundo, y cuando este se secó dejó un hilillo plateado a lo largo de esa cuenca llamada Connecticut: palabra algonquina que significa «largo río de mareas». En este sedimento abundan todas las partículas capaces de albergar la vida. Al acercarse, uno se ve flanqueado por extensiones de brotes de apenas dos dedos de altura, que surgen luminosos entre el barro de abril. Dentro de unos meses, esos brotes se habrán convertido en densas hileras de plantas de tabaco de hoja ancha y maíz dulce de variedad sureña. Más allá del cementerio, cuyas lápidas han perdido sus nombres con los años, hay un puente cubierto que se tiende sobre un arroyo seco, cuya memoria del agua no conoció este siglo. Al otro lado estamos nosotros. Hay que girar a la derecha en la Cabaña de Azúcar de Conway, desmantelada y cerrada, con los cristales reventados y un letrero de madera en que se lee, tallado en braille por el viento, LOS DULCES ESTARÁN CUANDO BROTE EL AZAFRÁN. En primavera, los cerezos en flor espumean por todo el campo en cada parcela verde que no hayan reclamado las granjas o los centros comerciales. Los cerezos llegaron a nosotros tras siglos de mierda que los gansos dejaban aquí cada vez que el verano llamaba al norte a sus osamentas huecas.

Nuestros jardines están invadidos de artemisa y grama perenne; todas las primaveras, en uno de ellos florece una fila de tulipanes rojos y rosas, con las cabezas atrapadas en la valla de alambre contra la que se apoyan. El porche que hay cerca está desbordado de juguetes de plástico montables: una carretilla, triciclos, un camión de bomberos, con sus colores primarios desvaídos en tonos pastel. Una caja de leche con un trozo de neumático viejo clavado a modo de tapa abatible hace las veces de buzón, instalado dentro de un aparador podrido y con la inscripción RAMIREZ 47 escrita con corrector líquido sobre el caucho. Al lado hay un comedero para pájaros hecho de hojalata, con la forma de la cabeza de Bill Clinton. Las semillas se desparraman de su boca risueña y se esparcen como un aplauso cada vez que los trenes de carga pasan volando en las horas muertas de la madrugada. Aunque el tren no se detiene nunca en nuestro pueblo, su silbido se oye en todas las salas de estar a cinco kilómetros a la redonda. Nada se detiene aquí salvo nosotros, a decir verdad. Hartford, la capital construida sobre compañías de seguros, armas de fuego y equipos hospitalarios, burocracias de la muerte y la catástrofe, está a solo doce minutos en coche por la interestatal, pero todos pasan de largo, bien de camino hacia allí, bien para huir cuanto antes. Somos el manchón borroso en la ventanilla de tu tren y furgoneta, tu autobús de larga distancia; nuestra cara se distorsiona con el viento y la velocidad como cuadros de Munch supervivientes de un naufragio. Lo único que compartimos con la ciudad son las ambulancias, pues estamos lo bastante cerca de Hartford para que vengan a buscarnos cuando vemos la muerte de cerca o damos tumbos en la camilla metálica sin familiares que nos acompañen. Vivimos en los márgenes, pero morimos en el corazón del estado. Pagamos impuestos en cada cheque para mantenernos en la ribera fangosa de un río que se convierte en la morgue de nuestros sueños.

En nuestros caminos rurales, los baches son tan anchos y profundos que, días después de un chubasco de verano, los pececillos culebrean libremente en los charcos verde claro. Y desde la oscuridad de un porche sin luz, la risa de alguien rasga el aire con tanta premura que podría confundirse con un sollozo ahogado. Aquella choza beige flanqueada de solidagos es el Club de la Segunda Guerra Mundial, un bar con tres taburetes y una máquina dispensadora revestida de madera que surte únicamente de Marlboro y bollitos de miel. Al otro lado de la calle hay casas adosadas de ladrillo. Construidas en un principio para los hombres que trabajaban en la fábrica de papel de Jennings Road, hoy albergan a los veteranos que volvieron a casa de cualquier campo de batalla imaginable para sentarse en sillas de plástico a contemplar la cresta de las montañas antes de arrastrarse de vuelta a los cuartitos llenos de humo donde los minitelevisores, del tamaño de torsos humanos, los arrullan hasta hundirlos en un sueño infinito.

Mira cómo las ramas de los abedules, ennegrecidas toda la noche por los estorninos, se quiebran cuando las primeras luces del alba les tocan los picos. Cómo cantan los últimos grillos a través de la niebla que cuelga sobre los pastizales hediondos por el estiércol recién vertido. En agosto, las vías del tren arden con tal intensidad que la goma de tus suelas se derretiría si caminaras por ellas más de un minuto. A pesar del calor, todo reverdece, como en venganza por el invierno cauterizado y yermo, el musgo tan suntuoso entre las traviesas de madera que, desde un cierto ángulo de la luz verdosa y densa, parece un alga, como si las inundaciones glaciales hubieran vuelto durante la noche y nos convirtieran en aquello en lo que siempre estuvimos llamados a convertirnos: en seres bíblicos.

Sigue las vías hasta que se separen y se hundan por un camino de hierbas pisoteadas hacia un patio de desguace lleno de autobuses escolares en diversos estados de amnesia, algunos tan viejos que ya no son amarillos, sino que reposan en su grisura como barcos naufragados. Forrados de hiedra, sus abollados capós inundados de hojas secas son las reliquias de nuestros errores de aprendizaje. Camina por ese patio –como han hecho algunos de vuelta a casa después del turno de noche en la fábrica de calcetines Meyers o deambulando sin más una tarde de domingo, a solas con su mente– y caminarás con varias generaciones de espíritus viajeros quemados entre los asientos de polipiel. En el extremo más alejado del terreno yace un animal atropellado hace más de una semana, con la cuenca de un ojo llena de Coca-Cola tibia, obra de una niña que, caminando aburrida de vuelta de la escuela, vertió su bebida en esa finita oscuridad de visiones ciegas.

Si vas hacia Alegría y te pierdes, darás con nosotros. Y es que nos llamamos Alegría Este. Alegría en sí misma ya no existe, le cambiaron el nombre por Millsap hace casi un siglo, en honor a Tony Millsap, el chico que volvió sin extremidades de la Gran Guerra y se convirtió en un héroe: prueba de que, en este país, podrías perder casi todo lo que eres y, aun así, ganar un pueblo entero. Un puñado de nosotros queríamos ser Millsap Este para que se nos pegara el brillo y se llenaran las tiendas, pero los demás eran demasiado orgullosos como para adoptar el nombre de un chico cuya silla de ruedas nunca se deslizó por nuestras aceras.

Con sus siete meses de duración, el invierno comienza a finales de septiembre, cuando la escarcha resplandece en el césped frente al juzgado y sobre los capós de los coches aparcados a lo largo de las calles. Cuando los arces, álamos y sasafrás se mecen, la luz se filtra, ambarina, entre sus hojas huidizas. Incluso el campanario de la tapiada iglesia luterana pasa de un blanco paloma al color de la mantequilla rancia hacia el mediodía.

Si bien somos escépticos, no somos indiferentes a la esperanza.

Por debajo de todo eso, nuestra calle principal resplandece con sus dos bares irlandeses, una cafetería, una floristería, el salón de belleza Dios Primero, el Panda Gate China Wok, una modesta taquería sin nombre, una funeraria pintada de azul cielo para consolar los estragos que le son connaturales, una lavandería cuya puerta trasera conduce a un sótano que alberga exactamente tres cabinas de pornografía que van con monedas. Dos casas más abajo está la Legión Americana, donde todos los viernes venden rebanadas de pan de calabaza envueltas en papel film y café negro bajo un toldo que se agita con el viento. Detrás de la YMCA está el bufete de abogados para jornaleros migrantes, que el año pasado, finalmente, vio como uno de sus pabellones se convertía en un centro de intercambio de jeringuillas. Hay una enorme casa victoriana en la esquina de Lilac y Main. Residencia de nuestro primer alcalde, ahora es un centro de reinserción para adictos en rehabilitación, que tiene un sendero adornado con rosas de poliéster que se asoman, azules y moradas, entre la nieve apilada tras las tormentas.

En la esquina está la casa de dos plantas estilo Cape, pintada solo hasta donde pudo alcanzar el hijo mayor antes de abandonarla en invierno en que se unió a los marines, dejándola medio de color verde oliva durante los últimos siete años. A finales de julio, alguien instaló una pequeña nevera en la carretera, con el cable conectado al interior de la casa. Dentro, las hileras de arándanos sudan en cestas de cartón verde junto a una lata de café con una nota autoadhesiva que dice: ARÁNDANOS 5 DÓLARES. PAGA LO QUE PUEDAS.

Es un pueblo en el que los chicos del instituto, que no tienen a dónde ir los viernes por la noche, aparcan las camionetas de sus padrastros en los extremos sin iluminar del parking del Walmart, y beben Smirnoff en botellas de agua Poland Spring mientras escuchan a Weezer y Lil Wayne a todo volumen, hasta que una noche bajan la mirada y ven un bebé en sus brazos y se dan cuenta de que tienen treinta y pico años, y el Walmart no ha cambiado salvo por el logo, que es más brillante, lo que les confiere un resplandor azulino a sus rostros demacrados por el tiempo. Es donde los padres con pantalones vaqueros salpicados de barniz observan, desde la banda de los campos de fútbol americano, cómo sus hijos sudan en el atardecer rojizo, con una mano en el bolsillo y la otra sosteniendo un café del Dunkin’ Donuts. Podrían ser estatuas que representan lo que significa esperar a que un niño se dé de bruces contra la hombría. Y todas las mañanas te sientas en las gradas recubiertas de polvo de escarcha, con un ejemplar desgastado de Al faro en el regazo, y miras a los jugadores en el campo, con sus tomahawks azules temblando sobre los jerséis, sus protectores de plástico entrechocando en la niebla. Y, al pasar la página, esta se desprende del lomo y revolotea por el campo, acumulando manchas de tinta entre la hierba mojada hasta que se enreda en los pies de los chicos y se desintegra bajo un par de tacos. Las palabras se desvanecen. Ese pueblo somos.

Contra todo pronóstico, tenemos una biblioteca. Solía ser una armería que una vez alojó a un grupo de esclavos prófugos que escapaban hacia Nueva Escocia, de ahí la estatua de Sojourner Truth en el centro de la fuente, que lleva tres años sin agua. Frente a la estatua hay un modelo a escala de metro y medio de un tiranosaurio rojo, hecho de piezas de Lego unidas con pegamento para la eternidad. Tiene la altura de un chico llamado Adam Munsey, al que, a unos metros de distancia, aplastó el mismo autobús escolar que debía recogerlo, pues el conductor llevaba un pedo importante después de beberse una botella de Southern Comfort y pasar toda la noche en vela para ver a los Patriots ganar la Super Bowl de 2002. Más arriba, donde la calle se ensancha hasta convertirse en la Ruta 4 y la acera se pulveriza y los manchones de amapolas del norte y de ásteres azules pespuntean el césped a tu derecha, encontrarás la fábrica de Colt, cuyo fundador, Samuel Colt, se convirtió en uno de los hombres más ricos de los Estados Unidos vendiendo revólveres a ambos bandos durante la guerra civil. Ahora es una planta de Coca-Cola, en la que los camiones rojo brillante llenan los viejos muelles de carga de ladrillo cuando el sol se desliza detrás de las montañas al oeste.

Está Cumberland Road, que te lleva al Correccional de Mujeres del Condado de York y que, en esta época del año, está bordeada de calabazas que sonrojan los campos deslucidos con tramos de color ocre: recompensas para las liebres y las hambrientas zarigüeyas, que las acumulan de cara al invierno. Abrazando el río, más allá, hay losas de arenisca marcadas con huellas de dinosaurios terópodos de hace más de 195 millones de años, que llegan casi hasta el aparcamiento de la hamburguesería Wendy’s. Luego las otras franquicias: Burger King, AutoZone, Mattress Firm, Family Dollar, Dollar General. Luego el motel Nite-E-Nite, con sus cinco puertas color amarillo caca de bebé, desde donde se ve el puticlub Kahoots al otro lado de la calle, que promete ¡CHICAS NUEVAS CADA SIETE MESES! Más allá están los letreros pintados a mano: FIANZAS INSTANTÁNEAS BYRON, LEÑA 25 DÓLARES DE DESCUENTO EN EL PRIMER ATADO, NO AL FRACKING EN EL NOMBRE DE DIOS, un desvanecido MARTHA BEAN PARA INTERVENTORA MUNICIPAL 2006. Y uno en una elegante caligrafía roja que reza, como una profecía: PISTOLAS ADELANTE.

¿Qué sabes realmente de lo que sabes de Nueva Inglaterra?

Pasando las losas de hormigón donde antes estaba la empresa petrolífera Citgo, un venado pisa cuidadosamente un campo de algodoncillo como si fuera el último de su especie, y luego salta a los arbustos donde el riachuelo se vierte en el río que fluye bajo el puente King Philip. Un puente de carga que lleva el nombre del jefe wampanoag que lideró una rebelión en este sitio para recuperar su tierra de manos de los puritanos, y cuyos estribos de cemento están decorados con coloridos grafitis que rezan SPYKIDS 2, GUERRA A LOS RICOS, ¡¡¡LIBEREN A MUMIA ABU-JAMAL!!!, LAURA & JONNY ’92, NIÑOS MALOS y 11 DE SEP. FUE UNA OPERACIÓN INTERNA.

También es el último camino para salir del pueblo.

Y es el mismo puente que el chico cruzó la tarde del 15 de septiembre de 2009. La lluvia azotaba la chaqueta demasiado grande de UPS que llevaba colgada de los hombros a medida que caminaba, abrazado por el corazón del valle, con la tierra extendiéndose desde su figura hasta las imponentes nubes como rocas que se hundían en el horizonte. Tenía diecinueve años, estaba en la medianoche de la infancia y a una vida entera de las primeras luces. No lo habían perdonado y a ti tampoco. El cielo se tiñó de un gris benevolente conforme la tarde se drenaba en la noche y el frío convertía su aliento en vaho. Bajo sus botas, las vías vibraban por los vientos constantes que azotaban las correas de acero. Sí, este lugar es hermoso, y por eso los fantasmas no se marchan nunca. Quiero que pienses en este pueblo como el lugar que se diluía detrás de él. Quiero que entiendas que, mientras el agua negra se agitaba como granito tratado químicamente unos metros más abajo, y las luces se encendían una a una a lo largo de las riberas de cobalto, el chico pertenecía a una parte amada de este mundo, y, aun así, miró hacia atrás y vio los cables telefónicos combados por el peso de los cuervos resignados al ocaso, y vio a lo lejos el depósito de agua rojo que anunciaba ALEGRÍA ESTE con pintura blanca desgastada, antes de darle la espalda a ese sitio, de pasar una pierna sobre la barandilla y de decidir, como un buen hijo, que saltaría.

 

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El emperador de Alegría

 

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