ARTÍCULOS

Empieza a leer 'El día que Nils Vik murió' de Frode Grytten

01/10/2025

 

A las cinco y cuarto de la mañana, Nils Vik abrió los ojos y el último día de su vida comenzó. Se quedó acostado en algún lugar entre el sueño y la vigilia, confiado en que volvería a quedarse dormido, como de costumbre. Pero el día ya había llegado. Se dio la vuelta y reparó en la habitación, el radiodespertador, el frío que entraba por la ventana abierta. Al parecer, hoy no había manchas de sangre en la almohada. ¿Qué había soñado? Una mano acariciándole el cabello, dedos recorriéndole la mejilla, una voz que lo alcanzaba desde la oscuridad. Te espero abajo, cariño.

Apoyó los pies en el frío suelo, fue al baño, se bajó los pantalones del pijama y descargó el peso del pis de la noche, que fluyó hacia la taza del váter en un largo suspiro. Se puso manos a la obra. Todavía era capaz de llevar a cabo su ritual matutino con movimientos eficaces: levantarse, buscar la ropa, hacer el café, preparar el desayuno, bajar al barco fueran cuales fuesen las condiciones meteorológicas. Los mismos movimientos practicados durante una larga vida.

En la ducha contempló cómo el agua corría sobre su blanca piel. Después, en el lavabo, deslizó la hoja de afeitar por la mejilla y la mandíbula, el cuello y la nuez de Adán. La mano derecha le temblaba ligeramente, debía tener cuidado. No quería cruzar el fiordo con una tirita en el labio superior o un papelito ensangrentado en la barbilla. ¿Qué más? ¿Dientes? ¿Manos? ¿Fijador? Pensó en prescindir de la loción para después del afeitado, pero ese día no podía ser diferente al de ayer, o al día anterior, o a todos los precedentes.

Se miró al espejo. Un hombre de estatura media, robusto y fuerte, con un cabello que había sido oscuro y ahora estaba cubierto de canas. Rostro de gesto adusto, frente alta, ojos rasgados, cejas que debería recortar... La fuerza de la gravedad había hecho su papel, y él solía decir que solo sus pies se seguían pareciendo de verdad a sí mismos. Mantuvo la vista fija. El hombre en el espejo le devolvió la mirada, dejó caer los brazos, intentó sonreír. Era un hombre al que le gustaba saberlo todo sobre lo que ocurría a su alrededor. Las condiciones meteorológicas. El viento. La hora. Ahora contemplaba a un hombre que ya no sabía adónde se encaminaba.

 

Un reguero de voces subía por el aire hasta el segundo piso. Nils bajó las escaleras, observó la única silla de la cocina. Había un pequeño hueco en el cojín del asiento, un hundimiento que no recordaba haber visto antes, como si alguien hubiera entrado por la noche y ahora estuviera esperándolo. Por lo demás, todo estaba como de costumbre. El zumbido de la nevera, platos sucios en el fregadero...

Una voz continuaba parloteando en algún lugar de la casa. Nils se dio la vuelta y siguió el sonido. El transistor estaba en el porche, debió de dejarse el aparato encendido la noche anterior. Llevó la radio de vuelta a la cocina. ¿Qué día es hoy? Un tranquilo y lluvioso día de noviembre. La voz de la radio informó de que escamparía más tarde, e incluso podría salir el sol. Un ciervo había caído sobre un coche que circulaba a gran velocidad junto al fiordo. La policía había encontrado a un niño desaparecido en el centro de la ciudad. Se había producido un incendio en un ferry.

Nils preparó café, se lo sirvió y le echó dos terrones de azúcar. Todavía somnoliento, untó una rebanada de pan con sirope, pero luego se la quedó mirando. Sus problemas estomacales hacían que cada comida se dilatara y fuera poco provechosa. Contempló la sala mientras masticaba y tragaba cada trozo de pan con la ayuda de pequeños sorbos de café. Los muebles antiguos eran pesados y oscuros, como si fueran a quedarse allí para siempre. Tres generaciones habían pasado por esas habitaciones revoloteando como insectos, llenando toda la casa con sonidos de vida y alegría.

En las paredes y en los marcos que descansaban en el aparador todavía estaban esas fotos de bautizos y confirmaciones, de bodas y de otros momentos anteriores a ese último día. Había vivido allí toda su vida, primero con su madre, su padre y su hermano, más tarde con su esposa y sus dos hijas. No sabía qué pasaría con la casa después de que él se fuera. Había abordado a Eli y a Guro ese verano, se había sentado con ellas a la mesa de la cocina y les había dicho que debían ponerse de acuerdo sobre quién se quedaría con qué. No quería que surgiera una disputa sobre la casa de su infancia después de su partida, había visto a demasiados hermanos intercambiando sus últimas palabras en el funeral de sus padres. Sus hijas habían bromeado entre burlas y risas, pero habían prometido que no habría peleas.

Nils se volvió hacia el cajón de la cocina y sacó un bolígrafo y una postal. En ella se veía la imagen de un fiordo en un día luminoso de verano, con nubes blancas por encima de las montañas. Con mano temblorosa, escribió un pequeño saludo que cruzaba el cielo, y luego colocó la postal junto a la taza de café. ¿Qué pensarían las muchachas cuando la encontraran? ¿Sonreirían? ¿Llorarían? «He abandonado esta casa y no voy a regresar. Cuidaos mucho. Papá.»

 

Tras escuchar las noticias de las seis y media, se puso de pie y dio gracias por la comida. Lo había hecho siempre después de comer, incluso después de que su mujer falleciera. Gracias por la comida, Marta, dijo mirando la silla de la cocina donde ella solía sentarse. Cuando ella aún vivía, se inclinaba sobre la mesa después de la comida, posaba la mano en la de él acariciándole el dorso, y le decía buen provecho.

Salió a recoger el periódico. Su último periódico. Se había quedado fuera, bajo la lluvia, y estaba arrugado. En primera plana se leía: «Rescatado con vida tras una hora en las profundidades». También había una foto de un futbolista bajo el titular: «Debut de ensueño». ¿Debía sentarse a leer? No, este último periódico se quedaría intacto. Se dirigió al sótano y lo dejó sobre una pila. Así debía ser, tenía que concluir la tarea, poner el último periódico en su lugar. La gente se sorprendería si bajara con él al sótano y viera las pilas de periódicos. Todos esos días, todos esos años, todo ese tiempo perdido apilado allí, desde que le dieron el trabajo. Durante un tiempo, había sido el encargado de llevar el periódico a la gente a lo largo del fiordo, sirviéndoles guerras, incendios, asesinatos, partes meteorológicos, resultados electorales, resultados deportivos, ofertas de coches y trajes y televisores.

No podemos tener el sótano lleno de pasado, había dicho Marta.

¿No?

No, además, es peligroso, podría haber un incendio.

Así es la vida, Marta.

Ella no lo dijo en voz alta, pero Nils se dio cuenta de que anhelaba deshacerse de los periódicos que aterrizaban en cada silla, en cada alfombra y en cada mesa antes de acabar en el sótano. A Marta no le gustaba en absoluto que la tinta de imprenta ensuciara el mantel y la ropa, y decía que incluso el papel de las paredes del salón estaba lleno de manchas de los periódicos frescos. Nils había respondido que habría sido estupendo que el estampado de la pared lo hubieran formado los pequeños y grandes acontecimientos del mundo, pero estaba seguro de que las marcas procedían de su propio aceite capilar. Si estaba especialmente cansado tras una noche en el fiordo, podía suceder que se apoyara contra la pared junto a la puerta y se quedara dormido de pie, como los caballos. Habían intentado quitar las manchas, pero al lavarlas lo único que conseguían era que se extendieran como mapas de un continente desconocido.

 

Nils se preguntó si había algo más que hacer en la casa. ¿Debía llevarse algún objeto? ¿Qué se lleva uno consigo cuando sabe que no va a regresar? Sacó el Omega del armario y descubrió que las manecillas se habían detenido pasadas las diez del día diecinueve de algún mes olvidado. Dio cuerda al reloj y lo puso en hora. ¿Siete menos cuarto? ¿Dieciocho de noviembre? ¿Diecinueve? No, dieciocho de noviembre, obviamente. Marta le había regalado aquel reloj en sus bodas de plata. Le había costado mucho dinero, y se había sentido dolida al ver que él seguía llevando el viejo. Nils le había explicado que quería evitar arañazos y rozaduras en el cristal, que tenía un trabajo en el que no podía llevar un reloj tan fino.

Volvió a subir al dormitorio, quitó la ropa de cama y lo amontonó todo. Luego retiró el colchón, lo levantó y lo llevó a empujones hasta el rellano. Bajó las escaleras forcejeando con él, atravesó el recibidor antes de ponerse los zapatos, abrió la puerta y, con un último empujón, lo lanzó a la gravilla. Había preparado cerillas y parafina. Lo alejó un poco de la pared de la casa antes de prenderle fuego. Cada seis meses, Marta y él sacaban el viejo colchón al jardín para eliminar el olor a sueño e insuflar nueva vida a las opacas y desgastadas fibras. Al colocarlo de nuevo en su lugar, se aseguraban de darle la vuelta para dormir seis meses de cada lado.

El colchón humeó un buen rato antes de empezar a arder. Las superficies estaban manchadas. Nils Vik contempló oscuros anillos de sangre, flores amarillas de orina, manchas de leche materna y décadas de semen y sudor; pelos, uñas y fragmentos de piel; rastros de mermelada y café en la cama en cada cumpleaños; esperanzas y alegrías que había olvidado y que ahora se hacían humo. Incluso creyó distinguir la huella del cuerpo de su mujer en forma de S en el lado de la cama donde ella dormía, pero seguro que lo había imaginado. Aquel colchón contenía la historia de toda una vida. Le parecía algo demasiado íntimo, y no iba a dejar que otras personas (por lo que él sabía, incluso completos desconocidos) hurgaran en su pasado. Nils subió las escaleras, se dio la vuelta y miró cómo el colchón ardía sobre la gravilla.

 

* * *

Traducción de Mariana Windingland

* * *

 

El día que Nils Vik murió

 

Descubre más sobre El día que Nils Vik murió de Frode Grytten aquí.

COMPARTE

CONTENIDO RELACIONADO

COMENTARIOS