ARTÍCULOS
Empieza a leer 'El desconocido de correos' de Florence Aubenas
A Marie-Ange, Caroline y Marie,
PRF forever
La primera vez que oí hablar de Thomassin fue a una directora de casting con la que él había trabajado en sus comienzos como actor, Me enseñó algunas de las cartas que él le había enviado desde la cárcel. Cuando lo pusieron en libertad fui a verlo a su casa en Rochefort, a casa de su hermano en Foix y a casa de su abuela en la bahía de Arcachón. Trotamundos inmóvil, a Thomassin no le gustaba abandonar sus bases. Tocaba desplazarse. Yo le había dicho que quería saber más de él, y había precisado que no estaba escribiendo una biografía suya, sino un libro sobre el asesinato de una mujer en un pueblo de montaña, asunto en el que él estaba implicado. Mi trabajo consistía en reunirme con él, y con todos los que aceptasen verme. Sus respuestas a mis preguntas se perdían en el vacío. Repetía: «Hablaremos de ello cuando todo haya acabado...».
En la sede central de la policía judicial en Nanterre, un suboficial escucha mi relato: «Luego hacemos el acta». Me han llamado después de años de reportajes sobre este crimen. No me atrevo a añadir «por fin me toca», pero es la impresión que tengo. El sumario, que la justicia creía a punto de cerrar, acaba de sufrir un vuelco misterioso.
«¿Cuándo estuvo en contacto con Thomassin por última vez?», pregunta el policía.
Fue en los últimos días de agosto de 2019. Él tenía que comparecer en Lyon para un careo, y estaba impaciente por ir. Para él no cabía duda: sería el último acto de una instrucción muy larga. Tenía muchas esperanzas al respecto, convencido como estaba de que por fin se libraría del caso. Nos habíamos citado en el juzgado de Lyon. Yo llegaba de París, el aire vibraba de calor. La cita era a mediodía. Ya era mediodía.
La plazuela delante del juzgado parecía desierta. Al acercarme distinguí una treintena de siluetas resguardadas contra un pequeño muro, buscando desesperadamente huir del sol en ese único punto de sombra. Pensé que Thomassin debía de hallarse entre ellas. Pero no. Aguardé, lo llamé. Su teléfono sonaba sin respuesta, lo que al principio me tranquilizó. Era la prueba de que no le habían cortado la línea, como le ocurría a menudo. Creyendo que era él, varias veces me precipité hacia un desconocido. El tiempo iba pasando. Di la vuelta al edificio, tratando de localizar los bancos públicos. Thomassin tenía predilección por los bancos públicos. Hemos pasado tardes enteras sentados en ellos viendo películas en mi portátil. Eran siempre las mismas, nunca ninguna en la que hubiera actuado él. Luego me solía proponer enseñarme a mendigar en la calle. «Como debe hacerse», puntualizaba, serio. En aquella época vivía de ayudas sociales.
No lo vi por ninguna parte alrededor del juzgado de Lyon. Los demás protagonistas del caso llegaron uno tras otro con sus abogados. El de Thomassin estaba solo. Luego los vi salir del tribunal. El careo había tenido lugar sin él, no se había presentado. Era la primera vez. Siempre había respondido a la justicia.
Ya de noche, su teléfono dejó de sonar.
Intenté recordar nuestra última conversación, por si se me hubiera escapado algún detalle. Habíamos pasado mucho tiempo al teléfono para concertar su viaje de Rochefort a Lyon. Había varios trayectos posibles, no conseguía decidirse, lo hizo in extremis. Ya íbamos a colgar cuando él se atrevió a preguntar: «¿Crees que podrías echarme un cable para el tren?». Me lo esperaba. Acostumbraba a pedir algo de dinero a la gente de su entorno. Su abogado, sus vecinos, sus médicos, sus directores de escena, sus amigos, todos habíamos pasado por eso. Fui a correos para girarle ciento diez euros, el precio del billete. Nos llamamos una última vez, muy rápido, solo para decirnos: «Buen viaje». Era la víspera de su partida.
El juzgado de Lyon acabó cerrando. Yo decidí regresar a París. Mi tren, el último, iba a salir ya, cuando logré contactar con el compañero de piso de Thomassin en Rochefort. Como era de esperar, lo había acompañado a la estación y lo había ayudado a subir al tren. Hacía mucho tiempo que no lo veía tan contento como aquella mañana. ¿Por qué no había llegado? No se lo explicaba.
«¿Qué cree usted que pasó?», me preguntó el policía.
1. El crimen
1
En el centro del Haut-Bugey, una estrecha franja de tierra se interna entre las montañas y permite conectar Francia y Suiza sin tener que trepar hasta las cimas. Lo primero que sobrecoge a quien se detiene allí es un lago en medio de los precipicios. Es bastante pequeño, pero de un azul diferente a cualquier otro, se diría que está intacto y a todo el mundo le da la impresión de ser el primero en descubrirlo.
Esta sensación es tanto más intensa porque aquí nadie parece hacerle mucho caso. Las vías del tren y la autovía rodean sus orillas, con una gasolinera aquí y un aparcamiento deprimente allá. Pero el lugar es engañoso, de una falsa inocencia. No estás donde crees estar. El lago de Nantua no es en absoluto una belleza oculta. Quizá sea, digamos, una belleza descuidada. Durante mucho tiempo fue una parada de moda en la ruta hacia Ginebra o Italia. En sus cuadernos de viaje, en el verano de 1832, Alexandre Dumas se explaya en páginas elogiosas sobre este «lago azul zafiro», «como una joya preciosa», etcétera. Más tarde, Édith Piaf, Louis Aragon o el agá kan frecuentaban el Hôtel de France o el Belle Rive, que también tenía un cabaret. Fernand Raynaud compraba sus borsalinos al sombrerero de la rue du Collège, donde hoy en día la dueña de una mercería se desespera intentando venderla.
En los años setenta, la construcción de la autovía obligó a rodear el lago, y de ahí su abandono. Acaban de transformar el último palacio en apartamentos. Los únicos que han sobrevivido al esplendor pretérito son los bogavantes grabados en los cristales de lo que antaño fue el restaurante. Una de las nuevas inquilinas habría sido incapaz de situar Nantua en el mapa de Francia antes de venir a instalarse aquí. Ignoraba incluso que ese nombre designara una ciudad y creía que se trataba únicamente de una salsa, «la salsa nantua, ya sabe, la que se servía en otro tiempo en los banquetes, espesa y rosa como la porcelana de un cuarto de baño». Ella ya no se marcharía de allí. No es fácil abandonar el lugar. Un día te gustaría ir a conocer otros sitios, pero es demasiado tarde: algo te ha atrapado aquí y no te suelta. Te quedas.
Así que esto comienza al borde del lago, un día de verano de 2007, concretamente el 27 de junio. Aunque empieza la temporada alta, Gérald Thomassin no tiene ningún problema para encontrar una plaza en el camping de Port, cerca de Montréal-la-Cluse, un pueblo grande enfrente de Nantua, en la otra orilla. Mireille, la dueña, se acuerda de que Thomassin llevaba, a pesar del calor, un coqueto sombrero de fieltro, guantes y un tres cuartos de cuero negro. Gérald le entrega su documentación: treinta y tres años, 1,70 metros, cincuenta y dos kilos. Domiciliado en Rochefort. Lo acompaña una mujer un poco mayor, Corinne. La víspera los han visto dormir en una Renault Kangoo gris en el aparcamiento del cementerio, a la salida de Montréal-la-Cluse, donde empieza la montaña. Ahora montan su tienda sobre el agradable césped del camping. A decir verdad, al llegar no tenían tienda. Fueron a comprarla cuando la dueña se negó a dejarlos dormir tendidos en la hierba, en medio de las caravanas.
El camping acoge a clientes asiduos, los mismos todos los años, de generación en generación. Se invitan a tomar el aperitivo, comparten el jamón al chablis y el gratén, especialidad de la casa. Unas barcas de colores vivos se bambolean en el agua al final de su cadena, con una ingenua alegría vacacional. Hay una playa al lado, en el hueco de una rada que se prolonga con un pontón ligeramente anticuado. Durante todo el verano, las mujeres de los pueblos despliegan toallas y cestas en el mismo sitio y pelean con los turistas que invaden su territorio. ¿Qué más? Nada. Vienen para eso.
Nadie ha visto nunca a Thomassin en el agua, ni siquiera en traje de baño. Pasa los días y las noches con algunos chicos del camping, plantado frente a algún videojuego, despachando cervezas. Ese mismo verano de 2007 empuja la puerta de la sede central de correos en Montréal-la-Cluse. Lo primero en que se fija la gestora financiera es en su aspecto. No tiene nada que objetar sobre su ropa, incluso nota un cierto cuidado. Sin embargo, algo no encaja, aunque no sabría decir qué. Es un marginado, sin duda, ahora llegan a las zonas rurales, menos que a las grandes ciudades, por supuesto, pero se les ve pasar por la orilla del lago, jóvenes, sobre todo en verano. En la estafeta, la gestora ya ha recibido a un tipo con un bulldog y a otro con una rata. A veces se las arregla para desbloquear los pocos euros necesarios para mantener abiertas las cuentas más precarias. Le gusta repetir que correos debe conservar su función social. Somos humanos, hay que ayudar, somos un servicio público, ¿no? Thomassin le anuncia que quiere establecerse en Montréal y abrir una libreta de ahorros. No parece borracho, pero ella percibe olor a alcohol. ¿O acaso es una impresión, por ese abrigo de cuero negro, que basta para delatar que es un forastero? Es de esos clientes insoportables que vienen día tras día a retirar las cuatro perras de su cuenta hasta el próximo pago del subsidio. Está segura: con el tiempo ha aprendido a identificarlos.
Ve que en el formulario, en la casilla «Profesión», él escribe «actor»..
Ella no se sorprende, deformación profesional. ¿Una estrella? ¿Él? ¿Como Robert Lamoureux, que causaba sensación al bajar de su descapotable en calzoncillos de leopardo? ¿O como Charles Aznavour, que firmaba autógrafos en la chacutería de Montréal cuando paraba para comprar paté casero? Otro mitómano, piensa. Pero Thomassin ya se ha lanzado, parlanchín, a enumerar los rodajes. Desfilan anécdotas y grandes nombres, habla con voz suave, nada desagradable. Lía con delicadeza un cigarrillo, intenta encenderlo sin éxito, después se lo guarda y se disculpa educadamente. Ya nada le frena, ahora habla sobre la película que acaba de terminar hace unas semanas. Era el protagonista, la dirigía Jacques Doillon. ¿Conoce a Jacques Doillon? Su caché fue de 20.000 euros, bueno, 17.339 para ser exactos. No sabría decir adónde han ido a parar en dos meses. Sus historias se alargan, enrevesadas, llenas de detalles embarullados. Incluso habla de un premio César al actor revelación que habría ganado al principio de su carrera.
Ella se dice: ya está, delira. Ahora lo mira de arriba abajo: ojos posiblemente verdes, pestañas espesas. No puede evitar encontrar algo profundo en su mirada. ¿La droga, quizá?
Empiezan a hablar de sus ingresos. Con toda naturalidad, declara que cobra la renta mínima de inserción. Se lo imaginaba: todo ese rollo para llegar a esto. En cuanto él se va –¡por fin!–, la gestora se precipita a internet. Es verdad que es actor, lo reconoce en una página especializada. Su biografía cuenta con más de una veintena de papeles, un rodaje anual para el cine o la televisión. Y el César tampoco es mentira: lo ganó en 1991. Ella no da crédito. Todo es verdad y, sin embargo, no logra creerlo. ¿Por qué conoce el nombre de otros actores de los que él ha hablado y no el suyo? De todos modos, ¿qué es lo que viene a buscar hoy un artista a las orillas del lago de Nantua?
* * *
Traducción de Jaime Zulaika
* * *
Descubre más sobre El desconocido de correos de Florence Aubenas aquí.