08/11/2021
Empieza a leer 'El año del Búfalo' de Javier Pérez Andújar

 

El día 8 de noviembre de 2021, el jurado compuesto por Gonzalo Pontón Gijón, Marta Ramoneda (de la librería La Central), Marta Sanz, Juan Pablo Villalobos y la editora Silvia Sesé otorgó el 39º Premio Herralde de Novela a El año del Búfalo, de Javier Pérez Andújar.
Resultó finalista El baile y el incendio, de Daniel Saldaña París.

 

¿Cuál es la diferencia entre troll y hombre?
HENRIK IBSEN, Peer Gynt

 

PSICOFONÍA 1

– Donde decía autogestión ahora se lee sistemáticamente autosugestión.
– Eso es cosa del corrector automático.
– Más parece el signo de los tiempos.

 

El garaje se nos hace más pequeño cada día. Giramos aquí dentro en el sentido de las manecillas del reloj, y al salir el sol cada uno de nosotros se queda jadeando en su rincón correspondiente según un invariable ritmo de los acontecimientos. Nada de echar raíces. Durante el día descansamos, pues el hilo de luz que se cuela bajo la persiana metálica es tan débil que fijar en él nuestros ojos tumefactos, después de todo ese trote nocturno, nos produce una insuperable somnolencia. En cuanto a la comida...

 

Ugo Rende. Por ejemplo, Ugo Rende. No hace nada. Anda cabizbajo con las manos metidas en los bolsillos y dice que le han estafado. Pero no hace nada más. Es el único de nosotros que no lleva a cabo ninguna actividad para atenuar la situación. Ugo Rende no se llama Ugo Rende; pero aquí no he venido a dar el nombre de nadie. Ugo Rende anda en círculos, con las manos en los bolsillos y con su barba toda blanca, como postiza, y cree que le han dado gato por liebre.

 

Esta es nuestra historia: Ugo Rende y Basilitz Zhlobin (que tampoco se llama así) ya se conocían de antes de que se organizaran las primeras caravanas de coches. Iban juntos al colegio, y juntos aprendieron sus primeras letras y se arrancaron juntos la costra de las rodillas. ¿Cuál es el colegio más cutre?, ha preguntado Basilitz. Ugo dice que los de pago para pobres. Pues a uno de esos íbamos, ha afirmado Basilitz. Ugo Rende y Basilitz Zhlobin (que tiene los ojos verdes, de gato) crecieron juntos y fueron juntos a la discoteca y se separaron juntos para irse por separado a la mili y volvieron a la vez a la pequeña y pobre Suburbia machacados y sin trabajo, en plena crisis económica internacional, y así royeron de nuevo juntos la médula de su tiempo, lo mismo que sus padres habían lamido el barro de las barracas. Y el hierro oxidado de la cárcel Modelo uno de los padres, al que habían pillado con octavillas. El día más grande de Ugo Rende fue: Mi día más grande fue el 14-D, junto a las hogueras del amanecer, en los piquetes de las fábricas. Entre la gente de olor a cadena de montaje. Ese fue mi día más grande. Y mi día más corto fueron los tres días en que volvieron a Barcelona las Brigadas Internacionales. Pero tampoco iban a poder salvarnos esta vez. Aquel fue un día fugacísimo, de setenta y dos horas, en que el mundo y el tiempo empequeñecieron y la historia se agrandó y llegó hasta nosotros.

 

La caravana corre paralela al río, y es un río rojo que se desborda de rabia y de esperanza. Vecinos-de-Suburbia: Es-tatar-de-alas-cin-cohoras-granacto-y-sardinada-popular-en-laplaza-dela-Vila. Inter-vendrán... Es una caravana de la paz que viene de una guerra. Desde el balcón, veo pasar en ella el coche de mi padre. Una larga hilera de automóviles. Van despacio, con las banderas rojas a todo trapo y los megáfo-nos lanzando consignas y atronando con «La Internacional». Llevan pegados con celo los carteles del partido. Algunos se han despegado por la fuerza del sol de esa mañana de domingo y también por el recalentamiento de los motores y de las chapas de los coches. Pero no, no pasan esos coches, están sujetos al tiempo. Y aquí, en esta parte del tiempo, apenas alcanza el rugir de la marabunta. El cinturón rojo, que nació como un cinturón de trabajadores y trabajadoras, es hoy un redondel atiborrado de coches y supermercados. A lo mejor no era un cinturón, y era una mancha que se ex-tendía como una lata de aceite tirada en el suelo.

 

Yo. Para referirme a mí, no hace falta que diga mi nombre. Siempre nos salvamos por los pelos. A Basilitz Zhlobin le conocí también en el colegio. A Ugo Rende lo traté después, a través de Basilitz. Entonces, dos años de diferencia eran como dos mil años en el transcurso de la Historia. Cuando trabé amistad con Basilitz, él y Rende habían llegado ya a la luna y yo aún leía en el hígado de las ovejas como los arúspices etruscos. Son dos cosas que pueden pasar al mismo tiempo, aunque las separen dos mil años de civilización. Mi padre y el padre de Basilitz eran compañeros en aquella caravana de pancartas hechas con palos de escoba y sábanas pintadas. El padre de Ugo no iba. Era comunista. Iba de otro palo. Y tenía una pistola en un cajón de la mesilla.

 

Esta es nuestra historia. Ugo Rende no hace nada en todo el rato más que arrastrar su larga barba, y Basilitz Zhlobin pinta sin cesar. Dibuja en cualquier parte de este garaje. En las paredes, en el suelo, en los fluorescentes, en el techo, en los pilares. Pinta pinturas primitivas y deja su mano im-presa en las superficies. Traza redondeles y puntos simbólicos que apenas simbolizan nada en nuestro encierro. Tatos, por su parte, tiene un mostacho pelirrojo, grande y antiguo, como de feriante o dinamitero. A Tatos Kelkit le conocí yo primero, en el futbolín, y luego se lo presenté a Basilitz Zhlobin y a Ugo Rende. Tatos Kelkit iba a un colegio público, pero tan cutre como el nuestro, y es el mayor de nosotros. Tatos ha cambiado el habla por la música. Toca solo una nota. No importa cuál. Cuando se despierta, al atardecer, deja caer su dedo índice sobre el teclado electrónico y ya no lo despega hasta que se queda dormido con el mentón clavado en el pecho y empieza a asomar ese hilo de sol que reconforta nuestro amor propio. Tatos Kelkit no cree que los días y los años pasen; no sufre esa ilusión diacrónica. Se ha dejado caer a plomo y se hunde en el tiempo por su propio peso. Las horas de Tatos son infinitamente breves e infinitamente hondas. Y yo. Yo empecé a escribir una novela sin aes (y otra sin es, como Perec), luego hice una sin vocales. Y finalmente escribí mi obra maestra. Una novela río sin vocales, ni consonantes, ni signos de puntuación.

 

El habitáculo donde nos encontramos es muy pequeño, y tiene unas paredes húmedas y frías. Incluso agachados, como permanecemos cuando no nos tumbamos para descansar, podemos alcanzar el techo sin levantar demasiado el brazo. Basilitz Zhlobin siempre lleva una camisa negra. A Basilitz Zhlobin se le han puesto los tobillos como botijos de estar tanto tiempo en cuclillas; pero aun así sigue plasmando sus figuras primitivas, unas sobre otras, superponiéndolas como se solapan en las galerías de arte rupestre. El habitáculo también tiene un toque de reverberación, igual que las catedrales, que dota de prestancia bíblica a nuestras voces de animales domésticos.

– Basilitizzz...
– ¿Sííí?
– ¿Me oyesss?
– Como Diosss.

 

Detrás de la persiana metálica está la calle y la luz cálida del día, y también la luz eléctrica del alumbrado público. Cada veinticuatro horas, alguien levanta la persiana metálica y nos pasa agua en un cacharro y cuatro tupperwares con comida. Así, nos sentimos libres.



El año del Búfalo

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