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Empieza a leer 'Cruz del Sur' de Claudio Magris

01/12/2025

A Pedro Luis Ladrón de Guevara

Gringo esloveno, criollo araucano

En 1946, en una nota autobiográfica, Janez Benigar se preguntaba si la patria de un hombre –el lugar donde uno se siente en casa, y cuyos colores, paisajes y vientos son la familiar música de la existencia– es la tierra donde viven sus hijos o aquella en la que están enterrados sus padres. Tenía sus razones para hacerse esa pregunta, ya que entre una y otra mediaban un océano y una distancia cultural aún mayor. Como tantos otros, en Argentina, él también sería un gringo, un hombre sin muertos en América. En el registro de su llegada a Buenos Aires, el 1 de octubre de 1908 –el barco, el Oceanía, había zarpado de Trieste–, figura como obrero, de religión católica y soltero.

Pronto corrigió esta última circunstancia con un tranquilo flechazo que lo llevó a casarse en 1910 con Eufemia Barraza o, por llamarla con su nombre real, con Sheypukíñ, una noble india descendiente de una familia de caciques mapuches o araucanos, que le daría doce hijos –uno de los cuales falleció pronto– con doble nombre, araucano y español: Nancú, Águila; Huenumanqué, «cóndor que vuela alto», Feliciano; Kallvuray, «flor azul», Elena...

El hombre que huye de Europa y de la civilización europea es todo un hombre de familia; unos años después de la muerte de su esposa, en 1932, vuelve a casarse, con Rosario Peña, que también era araucana, matrimonio del que nacen otros cuatro hijos. Cuando también Rosario Peña muere, don Juan Benigar redacta un testamento donde expresa su voluntad de que lo entierren junto a ella, pero también junto a Eufemia, cuyos restos tendrán que trasladar a una tumba común para los tres. Hasta el gran Tomás Moro, santo y mártir de la Iglesia católica, había querido conciliar el amor por su primera y su segunda esposa, ambas muy amadas. Imaginaba que habría sido bonito vivir los tres juntos «si las leyes humanas y divinas lo hubieran permitido». Tal vez se le pasara por la mente la única objeción sensata a ese sentimiento tan humano: que quizá cada una de sus mujeres también habría querido tener a su lado, además de a él, en la vida y no solo en la tumba, a otro hombre amado, que a su vez..., y, así, el encanto del amor y de la contradicción habría desembocado en la vulgaridad de los revolcones en grupo.

El aventurero esloveno, nacido en Zagreb, es decir, austroeslavo –ciudadano del decadente imperio de los Habsburgo y simpatizante de los planes de un futuro Estado yugoslavo–, es un hombre mesurado y rutinario, inclinado a una pedantería muy austriaca, como la de la anécdota del director de la oficina k. u. k.,1 que encargaba a sus empleados ordenar meticulosamente los papeles esparcidos sobre su mesa para después tirarlos a la papelera. Con esta puntillosidad, marcha hacia Argentina, o más bien hacia la Patagonia y la Araucanía, de donde nunca regresará y donde, en diecinueve años, no pisará una ciudad, irá una sola vez en automóvil, nunca verá un avión y vivirá mucho tiempo en los wigwam, las tiendas de ese pueblo indio que también se convirtió en suyo, tiendas que más tarde le inspirarían una modesta pero bien orientada actividad de artesanía textil, una pequeña empresa familiar.

Probablemente no le desagradara que aquel visado de entrada lo definiese como obrero, porque en muchos de sus escritos –casi siempre en español y, afortunadamente, enviados a la Biblioteca de Liubliana– celebraría el trabajo manual y estudiaría nuevos sistemas para el cultivo de la tierra, la canalización del agua de ríos y arroyos, el riego de los campos, la construcción de almacenes y la enseñanza de una agricultura racional a los indios. Se adaptaría incluso a dormir en una casa y no en una tienda mapuche. No le interesaba hacer saber a las autoridades de aquel país, que se convertiría para siempre en el suyo, que no era un obrero, sino casi un ingeniero, un profesor, un estudioso de la lingüística, la etnología y la antropología, disciplinas que cultivaría en los muchos años de su existencia entre la Pampa y la Cordillera.

Antes del cruzar el océano, había realizado un intrépido viaje de estudios a Bulgaria. Cuando se le ocurrió la idea de viajar al mar Negro, su padre, profesor de instituto en Zagreb, le dio cinco coronas de plata, confiando en que con esa cantidad llegaría como mucho a Belgrado y luego volvería. Sin embargo, fue a pie de Zagreb a Sofía, atravesando el país que el viajero vienés Felix Philipp Kanitz definía como el más desconocido de Europa oriental, «una tierra completamente ignota», que algunos mapas poco fiables dibujaban con nombres de localidades imaginarias, inventando ciudades o desplazándolas cientos de kilómetros, y desviando el curso de los ríos –incluido el Danubio, más incierto que el Nilo– hacia desembocaduras arbitrarias.

Janez –Ivan, Janko– Benigar, todavía no don Juan Benigar, no se alteró; estudió la lengua y las costumbres del país y escribió, en esloveno, una gramática búlgara. A continuación se dirigió a Praga y se matriculó en la Facultad de Ingeniería, si bien abandonó sus planes de graduarse cuando solo le faltaban dos exámenes porque, como escribiría años más tarde a su amigo Victor Sulcic, «he conocido muy bien de joven eso que llamáis civilización y, si la he abandonado, es por motivos válidos. Entre los principales está el convencimiento de que no se trata de civilización. Por eso prefiero vivir aquí, lejos de las metrópolis, donde vivo como me place y me siento plenamente feliz». No eran muchos los que, en aquella época de desmoronamiento y metamorfosis de una plurisecular civilización europea, podrían considerarse felices. Por razones similares, nunca quiso residir en Buenos Aires: «Sencillamente no soporto la ciudad. Verán, tenía veinticuatro años cuando dejé Praga, donde estudiaba Ingeniería, y me fui a un mundo lejano. Y, créanme, tenía muy buenas razones. [...] ¿Cómo podría acostumbrarme ahora a la vida en esos lugares de perdición, porque qué otra cosa son las metrópolis modernas?».

 

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Traducción de Traducción de Pilar González Rodríguez

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