04/04/2023
Empieza a leer 'Crónicas del desorden' de Teresa Cremisi

 

PREFACIO

Escribir una crónica cada semana es un deporte de resistencia. Como ante cualquier actividad física, los músculos se activan, la curiosidad se pone en guardia, la mirada sobre las cosas de la vida se despierta, estimulada por el oportuno aguijón.

Eso es lo que piensas los días en que todo va bien y te autoconvences de que la vida, en conjunto, resulta interesante. Solo cuando el contexto se hace menos optimista, a la fuerza constatas con cierto pavor el contraste entre la libertad de expresión de la que goza el cronista y las estrictas limitaciones de tiempo y espacio impuestas. El titular del compromiso periodístico semanal (o diario, para las grandes firmas) se acostumbra a disfrutar de la libertad que autoriza el documento sellado; tiene derecho a sacudirse como le venga en gana, pero en una bañera estrecha; se convierte en adepto a saltar a la comba, pero con una cuerda atada al tobillo. Sus seiscientas palabras refrendan que está bajo vigilancia y aprende a bailar con una pulsera electrónica en la muñeca.

Desde 2018, publico una crónica semanal en el Journal du Dimanche. En 2021, Gallimard publicó un compendio de esos artículos en la colección Folio. La presente edición de Anagrama respeta el sentido de aquella, pero ofrece una selección diferente, en la que casi la mitad de los textos son inéditos. Elegí cien con la ilusión de darles un marco definido. Traté de clasificarlos por temas, pero no funcionó. Probé asimismo el orden cronológico, pero me pareció demasiado serio, cargado de una ambición difícil de sostener sobre lo que se ha dado en llamar «el espíritu de los tiempos». Al final opté por la cronología inversa, comenzando por lo más reciente hasta acabar en lo más antiguo, como en una foto panorámica, donde al principio vemos lo que está en primer plano y solo después el paisaje del fondo, aunque en realidad también me he saltado la ordenación estricta cuando me ha parecido necesario. En resumen, esta selección presenta cien artículos en una sucesión vagamente organizada. Para mi tranquilidad, me digo que es imposible y poco recomendable para nosotros, contemporáneos, intentar ofrecer una visión de conjunto de la época en la que nos ha tocado vivir. Aturdidos por el desorden y el estruendo, perjudicados por un campo visual reducido y abarrotado, no tenemos más remedio que perdernos el sentido global de los acontecimientos que vivimos.

Al contrario, por qué no tratar de contarlos a pedacitos, a través de instantáneas, de reflejos en un espejo. Cuidando los detalles e intentando reírse un poco de ellos.

 

OS ESCRIBO DESDE UN MUNDO ANTIGUO

Me llamo Heródoto y nací en Halicarnaso (la actual Bodrum, en Anatolia), en una de esas tierras que se dicen bendecidas por los dioses –sol, mar, aguas límpidas–, pero que presentan graves inconvenientes. Son tierras bisagra, eternamente disputadas, invadidas, anexadas. Cuando naces en una región fronteriza, eres periódicamente consciente de los peligros y te entran ganas de ir a ver otros lugares, de entender lo que pasa. Es lo que yo hice: crucé los mares, visité ciudades, hablé con la gente que me encontraba. Me gustaban las historias, sobre todo las que habían marcado la vida de mis padres y de mis abuelos. Todo ese alboroto que cada uno contaba a su manera, embelleciendo el papel de su ciudad natal, elogiando las hazañas de sus antepasados, burlándose de sus aliados.

Me dicen que en vuestras escuelas ya casi no se enseña historia antigua, así que voy a hacer un resumen, a grandes rasgos: hace dos mil quinientos años –es decir, entre el 511 y el 479 antes de vuestra era– tuvo lugar un conflicto de casi treinta años entre los persas y los griegos, entre Oriente y Occidente. Cualquiera podría deciros que de un lado había un inmenso ejército, hombres dispuestos a morir, un emperador todopoderoso, y que del otro había una multitud de ciudades independientes, cada cual gobernada como gustase. Sí, estaban dotadas de armas y algunos navíos, pero bueno, eran ciudades pequeñas, no tenían muchos soldados, aunque sí una plétora de comandantes en jefe, cada uno con ideas bien definidas. El deporte nacional de esa región tan civilizada consistía en denigrar a su vecino: los atenienses consideraban a los espartanos ignorantes y pueblerinos, los espartanos tachaban a los habitantes de Corintia de desordenados, y en cuanto a los ciudadanos de Tebas, los beocios, lo dejo a vuestra imaginación.

Ya en esa época existían espías, adeptos del doble juego, estrategas a menudo competentes e informados. Habían descrito en detalle la situación de Grecia a los grandes emperadores de Asia: una geografía desperdigada; un montón de islitas, cada una con sus leyes; en las ciudades más grandes la gente se pasaba la vida debatiendo a la sombra de un templo... Por el lado de la cultura y el comercio no estaba nada mal, pero en cuestión de disciplina era un desastre. Era un mundo hermoso y frágil, demasiado complicado, demasiado decadente como para gustar del combate.

Pertenezco a la generación nacida justo después de la conmoción. En mi juventud, los relatos eran apasionantes y contradictorios a la vez, y yo los transcribía con el mayor esmero. Ni siquiera los protagonistas podían creerlo. Sucedió un milagro: ante el peligro, todos los pueblos de Grecia dejaron a un lado sus disputas. Atenas encabezó una coalición y comprendió la ventaja de llevarse bien con los espartanos, esos exaltados que, por una vez, aceptaron ponerse a las órdenes de los comandantes de la ciudad rival. Las victorias fueron deslumbrantes, resuenan por los siglos de los siglos: Maratón, Salamina, Platea, Mícala... Poco antes del final, el enviado de Jerjes intentó salvar los muebles negociando con los atenienses, y recibió una negativa de la que hasta los rivales griegos se enorgullecieron. Lo consigné emocionado en mis Historias (o Encuestas, VIII, 143): «Prendados como estamos de la libertad, nos defenderemos como podamos». Fue un rechazo categórico, sencillo y humilde. No estábamos acostumbrados a tanto con los atenienses.

Demasiado sé que la historia nunca se repite, que nada es comparable, que el tiempo lo transforma todo. Aun así, os escribo porque nunca se sabe. Podría seros útil en caso de que volvieran a presentarse situaciones semejantes.

Cordialmente,

HERÓDOTO

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Traducción de Encarna Castejón

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Crónicas del desorden

 

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