01/02/2025
Empieza a leer 'Confeti' de Jordi Puntí
Para Steffi
«El ego solo es confeti, luego hay que barrerlo.»
ANA MILÁN, actriz y humorista
«Smile all the time.»
WILCO, «How to Fight Loneliness»
«Quiero poner estos discos de Cugat que
me regaló mamá. He esperado todo el día
para escucharlos.»
SAUL BELLOW, El hombre en suspenso
«Showtime!»
GUILLERMO CABRERA INFANTE,
Tres tristes tigres
INTRO
No quiere llorar. Nota que le asoman las lágrimas a los ojos, pero se mira fijamente en el espejo del camerino y su rostro serio le dice que aguante. Parpadea tres veces seguidas para que las pestañas postizas queden bien colocadas y se le escapa una lágrima, una sola, que se apresura a secar con el dorso de la mano, rabiosa. Está sola. Hace ya unos años de esa victoria que al principio parecía imposible: un camerino propio, suyo y de nadie más. Al comienzo de todo, cuando la acompañaba su madre, mandaban salir a Xavier con la excusa de que arreglarse para la actuación era cosa de mujeres. Luego, ya casados y sin la constante presencia materna, llegó un momento en que le parecía humillante tener que cambiarse siempre con él en la habitación, como si fuese una protegida suya o, peor aún, una niña indefensa y atolondrada. Durante una época, le gustaba llegar a la sala donde iban a actuar y ver su nombre escrito en la puerta –Abbe Lane–, pero ahora toda esa farsa la asquea, como si él la contaminara, y por eso, de vez en cuando, le entran ganas de llorar. Menos mal que en los últimos tiempos ha podido disfrutar de esta soledad de camerino y de todos los ratos de aislamiento que ha ido arañando aquí y allá. El mundo que él le hace habitar ha ido convirtiéndose en una burbuja de aire viciado. Pero aquí dentro no llega.
Durante el ensayo no se han mirado una sola vez, sino que cada uno ha interpretado su papel. Cuando el director de escena los interrumpía para precisar algún detalle técnico, ya fuera de los movimientos de Abbe y los bailarines o de la ubicación de los músicos sobre el escenario para que la cámara pudiera enfocarla bien, él se le acercaba con impaciencia para corregir una inflexión de la voz o un acento mal colocado. Ella ponía morros y lo ignoraba, como si no estuviera presente. Entonces él estiraba el cuello y se hacía el ofendido con ademanes exagerados para que todos en el plató pensaran que se trataba de un juego entre ambos. La fierecilla domada. La disputa había empezado un rato antes, de forma súbita, aunque también podría verse como el enésimo episodio de una larga batalla que se eterniza gracias a las voluntariosas treguas que se ofrecen el uno al otro.
Es 16 de diciembre de 1962 y, desde hace días, las calles y escaparates de Nueva York lucen engalanados para invocar el espíritu navideño. Cuando se han apeado del taxi frente al teatro donde van a actuar, en la esquina de Broadway con la calle Cincuenta y tres, había un Papá Noel del Ejército de Salvación tocando una campana y blandiendo un cubo con monedas en el que Xavier ha depositado un billete de diez dólares, una cantidad generosa. Entonces, como si de pronto fuera consciente de que se acercaban las vacaciones de Navidad, ella ha comentado que tenía muchas ganas de volver a ver a sus padres.
–Pasaremos aquí las fiestas, ¿verdad? –ha preguntado–. Entre actuaciones y giras, hace tres meses que no los vemos.
Xavier se ha detenido y la ha mirado con escepticismo.
–Pero si lo decidimos hace semanas, Abbe. Mi secretaria nos ha reservado billetes para volar a Acapulco.
De pronto, ella se ha venido abajo. México. No lo soporta y, además, no recuerda que él le comentara nada. Allí pasaba la Navidad con sus dos mujeres anteriores. Habían ido un año, al poco de casarse, y ella había echado de menos a sus padres y se había aburrido como una ostra mientras él no paraba de saludar a los conocidos y de presumir de sus éxitos en Hollywood.
–Ni hablar –dice Abbe, envalentonada–. La Navidad es para estar con la familia. Tú haz lo que quieras, pero yo me quedaré en Nueva York.
–Ya veremos... –repone él, y se hace el silencio.
Cuando están delante del teatro, él se adelanta, sostiene la puerta para que ella pase primero y le hace una reverencia que tanto podría ser conciliadora como burlona.
Ahora, ella barrunta que existen dos clases de silencio. El de cuando están juntos, que a veces se carga de un peso mortificante y ensordecedor, y el que hay dentro de su cabeza, que es un silencio blanco y mullido que hace que todas las cosas se calmen en armonía. Tal vez por eso, ha empezado a pensar que quiere separarse de él. Personal y musicalmente. Su madre le dice que espere un poco, que necesita tener más renombre para echar a volar por su cuenta, y ella se indigna porque al principio era su madre, precisamente, la que dudaba de las intenciones de Xavier. Sin embargo, ahora que llevan diez años casados y sabe que ella gana mucho dinero, lo defiende y le cuesta imaginar una ruptura.
En el espejo ve reflejado el vestido que lucirá esa noche, cogiendo forma en el maniquí. Largo y ajustado para que le marque toda la figura, con los hombros al aire y cuajado de lentejuelas. Quizá sea demasiado ceñido para bailar, y más con unos tacones tan altos como los que llevará, pero no se ha quejado porque le gusta que se adapte a las sinuosas hechuras de su cuerpo; así las cámaras se fijarán más en ella. Han decidido que interpretará dos canciones, una en inglés y otra en italiano, y luego la orquesta tocará «Desafinado» y ella se limitará a bailar, dando vueltas como una peonza por todo el plató con la gracia que la caracteriza.
De camino al ensayo se ha cruzado por el pasillo con una chica que esa noche debuta en el programa. Se hace llamar Barbra Streisand y está en boca de todos pese a tener solo veinte años. Llevaba un vestido blanco, de una pureza virginal, y cuando se han saludado le ha dicho que la admira mucho. Ella se lo ha agradecido con sinceridad, conmovida, y ahora que vuelve a estar sola sus tímidas palabras le hacen revivir esa edad tan tierna. La misma inocencia de una niña de Brooklyn, de familia judía, pero también la misma determinación para destacar haciendo lo que te gusta. Parece imposible que solo se lleve diez años con esa chica. A su edad, ella ya se había casado con Xavier, y todo lo que él decía o hacía le parecía una lección. Entonces tenía diecinueve años y ahora acaba de estrenar la treintena. De hecho, los cumplió anteayer: treinta años, media vida, y Xavier y ella solo tuvieron ocasión de celebrarlo sobre el escenario, brindando con una copa de champán mientras la orquesta tocaba «Happy Birthday» en su honor y el público dejaba de bailar por unos instantes para cantar y aplaudirla. ¿Dónde estaban, por cierto? Todas las salas de concierto se parecen, igual que las estaciones de autobús y las habitaciones de hotel.
Llaman a la puerta y, desde fuera, una suave voz femenina le dice que faltan veinte minutos para la primera actuación. De fondo se oye el piano de Liberace, que toca una versión muy pomposa de «Moon River». Abbe no está nada nerviosa. A lo largo de los años han actuado en este teatro varias veces, para el show de Ed Sullivan y otros programas de variedades de la tele. Conoce el plató como la palma de su mano y sabe que al final las cosas siempre salen bien. Solo tiene que dejarse llevar por la música y, en algún momento, acercarse a Xavier sin parar de bailar. Entonces los enfocarán a ambos mientras él sigue marcando el compás y se desentiende unos instantes de la orquesta para dedicarle una mirada rendida, rebosante de admiración.
Sí, Xavier. Hace un rato, cuando volvía del ensayo por uno de los pasillos entre bastidores, ha oído una conversación entre la maquilladora y la peluquera. Estaban sentadas sobre unas cajas del decorado, en un rincón, matando el tiempo mientras fumaban un pitillo, y hablaban de ella –de ambos–. Como no podían verla, Abbe se ha detenido a escuchar lo que decían. Alababan su belleza sin esfuerzo, aún más impresionante cuando la tienes cerca, iba diciendo una de ellas, con ese porte natural que le da un aire ingenuo y, al cabo de un segundo, solo con volver la cabeza, la convierte en un animal salvaje.
–Es que no puedes dejar de mirarla –dice–. Es como una Marilyn, pero en pelirrojo, que es todavía más sensual.
–Lo que no entiendo es cómo puede estar con ese hombre... –oye decir a la otra. Por su entonación, deduce que no es la primera vez que hablan de ello.
–Ya, chica. Yo tampoco. –Calla unos segundos, pensativa–. Hay que reconocer que siempre ha sido un seductor y es muy simpático con todo el mundo, pero podría ser su padre.
–¿Su padre? Podría ser incluso su abuelo. ¿Cuántos años tendrá? Setenta, por lo menos.
Se ríen, y una de las dos se atraganta con el humo del cigarrillo. Abbe retrocede discretamente y vuelve al camerino por otro pasillo. Xavier tiene sesenta y un años, y está a punto de cumplir los sesenta y dos. Le dobla la edad, pero es cierto que, cuando están juntos, parece mayor aún por contraste. Ella empezó a ser consciente de ello hace un par de años, después de la temporada que pasó en Italia rodando películas lejos de él. Se veía en las fotos de las revistas, con los actores y directores italianos, y en todas tenía una cara de felicidad que ni ella se explicaba. Ahora vuelve a mirarse en el espejo y no se reconoce. ¿Y si resulta que a su lado envejece más deprisa?
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Traducción de Rita da Costa
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