09/03/2020
Empieza a leer 'Confesión' de Martín Kohan

Mercedes

Padre, he pecado. He pecado, o creo que he pecado, dijo entonces, dice ahora, Mirta López, mi abuela. Que no era todavía mi abuela, por supuesto: tenía apenas doce años. Hincada en el confesionario de la iglesia de San Patricio, allá en Mercedes, presintiendo al padre Suñé inclinado, como ella, sobre la rejilla de madera porosa, en el olor combinado del incienso y la humedad del piso y de los muros, en la penumbra espesa de los vitrales demasiado altos y probablemente sucios, pendiente de la doble promesa de comprensión y de castigo, de aceptación y reprimenda, de indulgencia y de sanción, presentando a la tolerancia algo acaso intolerable, acudiendo hasta el perdón con algo acaso imperdonable, Mirta López, mi abuela, la que sería mucho después mi abuela, camisa blanca y pollera azul y una vincha elástica, también azul, sujetando y ordenando su pelo, dijo así: he pecado, y a continuación: o creo que he pecado. Los verbos conjugados de esa manera, en pretérito perfecto, forma adecuada para la confesión y para todas las declaraciones solemnes (para las promesas, el futuro: no volveré a hacerlo; para los pecados, el pretérito perfecto: he mentido). Dijo y dice, palabras textuales, y aunque ahora levanta la cabeza, para una mejor evocación, en ese entonces la bajó, avergonzada: el mentón tocando el pecho, la  vista ausente sobre las propias manos, un sollozo contenido.

Se hizo un silencio. No solamente los sonidos tienen eco, también lo tienen los silencios; eso pasa en las iglesias, y pasó en la de San Patricio, allá en Mercedes, después de que mi abuela Mirta habló. En ese silencio, que la inquietaba, alcanzó a pensar que sus palabras, tal y como las había murmurado, menos parecían una confesión que una pregunta. Entonces, desde el otro lado, se oyó la voz del padre Suñé.

– ¿Has pecado? ¿O crees que has pecado?

Los verbos conjugados en pretérito perfecto y, además de eso, en tú.

En efecto: lo que ella había formulado, tal como lo había formulado, era una duda y no una confesión, o todavía no una confesión. Por eso el padre invisible, la voz del padre Suñé, desde esa especie de escondite sagrado llamado confesionario, no podía proferir, no pudo, penitencia ni absolución, sino hacer nada más que esto que hizo: devolverle a ella la duda, pedirle más claridad.

– ¿Crees que has pecado? ¿O has pecado?

Mirta López no sabía. Es decir, no estaba segura. De que existía, de un lado, el bien, de que existía, del otro, el mal, tenía perfecta noción: lo aprendió en la comunión, lo intuía desde antes, acababa de ratificarlo al confirmarse en la catedral de Mercedes. Dios y Lucifer, el cielo y el infierno, la virtud y los pecados; así de simple. ¿Y entonces? ¿Por qué no podía responder? El padre Suñé esperaba. La iglesia de San Patricio esperaba. La rondaban un mareo y un llanto. Apoyó una mano en la madera, para mejor sostenerse, y afirmó los doce años de sus rodillas intactas en el cobertor apenas mullido que acogía a los culposos. Mentir es siempre un pecado; aquí, en la casa de Dios, es un pecado mortal. Pero ella no iba a mentir, por supuesto; no sabía y era verdad. Mejor entonces contar qué era lo que había pasado, o qué era lo que le había pasado, y que fuera el padre Suñé, el olor a humedad y a incienso que tal vez fuera suyo y no de la iglesia, quien al cabo estableciera, pudiendo discernir, si había pecado o no lo había. Y si lo había, cuál era. Y con qué pena se lo redimía.

Entonces mi abuela habló. Se había confesado durante toda su infancia: una mentira a la maestra en primer grado, un tirón de trenzas a Cecilia Pardo en segundo, el robo de una goma de borrar en tercero, una mala palabra dicha en cuarto. Cosas así. Ahora, sin embargo, habiendo terminado ya la primaria, habiendo cumplido ya con la confirmación, tenía la impresión certera de estar confesándose por primera vez en su vida. No se iba a olvidar de este día: 6 de marzo de 1941, por ese motivo. Dijo entonces Mirta López, le dijo al padre Suñé, que sentía a veces un estremecimiento poderoso, una especie de remolino, pero caliente, en el estómago, en toda la panza, algo así como una fiebre y una transpiración, un alboroto y un aturdimiento repentinos, y que solamente juntando las piernas, no juntando sino apretando, y no las piernas sino los muslos, que solamente, sí, apretando los muslos, conseguía de a poco calmarse, devolverse de a poco el sosiego.

Hubo una pausa y hubo un silencio, que no era, para nada, el mismo silencio de antes. El padre Suñé carraspeó.

– ¿Dónde sientes todo eso exactamente? –consultó.

Acá, dijo mi abuela, y se señaló; pero el gesto no tenía sentido. También ella era ahora invisible, al menos para el padre Suñé. Tuvo que describir. Describió: es eso, como un remolino. Sube o baja, y me da vueltas. Por acá, por el estómago.

–El estómago, sí –confirmó el padre Suñé–. Pero ¿y las piernas?

Las piernas se me juntan, se me aprietan, respondió Mirta, mi abuela; o yo tengo que apretarlas, padre, porque solamente así me calmo. Se va haciendo un burbujeo. Y después ya me quedo tranquila.

El padre Suñé calló. Se lo adivinaba, ahí atrás, pensando.

– ¿Y te tocas? –preguntó por fin.

Mirta al principio no entendió, dudó de haber oído bien. Algo dijo, no se acuerda, un balbuceo, medias palabras. El padre pareció sospechar que intentaba escabullirse. Alzó la voz. Ahí en la iglesia.

– Las manos, niña, las manos. ¿Qué haces con ellas? ¿Te tocas?

Mirta entonces pensó en un piano, en los caramelos, en el agua hirviendo: las cosas que se podían o que no se podían tocar. Y dijo que no: que no se tocaba.

Tal vez el padre asintió ahí adentro: conforme o aliviado.

–¿Tienes malos pensamientos? –agregó. Sonó más suave–. Cuando todo esto pasa, ¿tienes malos pensamientos? ¿Visiones nefandas en mente?

Mirta, mi abuela, dice ahora, sollozó. Y eso fue una confesión para ella misma, antes de serlo para el padre Suñé, para su voz, para sus preguntas; antes de serlo para Dios Nuestro Señor, que todo lo sabe, que todo lo ve. Porque ella, claro, no estaba mintiendo, no se miente en confesión, es lo mismo que condenarse al infierno. Pero estaba, sí, callando cosas, omitiendo cosas. Y el pecado de omisión, el nombre lo dice, no deja de ser un pecado.

 

* * *

 

Confesión

 

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