02/03/2021
Empieza a leer 'Cómo ordenar una biblioteca' de Roberto Calasso


1. Cómo ordenar una biblioteca

¿Cómo ordenar la propia biblioteca? Es un tema altamente metafísico. Me sorprende que Kant no le haya dedicado un breve tratado. De hecho, ofrece una buena ocasión para indagar en la cuestión capital: ¿qué es el orden? El orden perfecto es imposible, sencillamente porque existe la entropía. Pero sin orden no se puede vivir. Con los libros, como con todo lo demás, es necesario encontrar un término medio entre esas dos afirmaciones.


En lo que se refiere a los libros, el mejor orden no puede sino ser plural, al menos tanto como lo sea la persona que usa esos libros. Debe ser, además, sincrónico y diacrónico a la vez: geológico (por estratos sucesivos), histórico (por fases y caprichos), funcional (en relación con el uso cotidiano en un momento determinado), técnico (alfabético, lingüístico, temático). Está claro que la yuxtaposición de estos criterios tiende a crear un orden por parches, muy cercano al caos. Lo cual puede suscitar, según el momento, alivio o incomodidad. La única regla áurea es la del buen vecino, formulada y aplicada por Aby Warburg, según la cual en la biblioteca perfecta, cuando se busca un determinado libro, se termina por tomar el que está al lado, que se revelará aún más útil que el que buscábamos. He experimentado personalmente la verdad de esta regla durante mi estancia en Londres, hacia mediados de los años sesenta, para escribir mi tesis sobre Los jeroglíficos de Sir Thomas Browne. Dividía mis días entre el British Museum (todavía en la admirable Sala Panizzi, ya inexistente) y el Warburg Institute, a unos diez minutos de distancia. En el Warburg, donde cada lector puede tomar por sí mismo los libros que necesita, no pocas veces me encontré descubriendo esos buenos vecinos.


Si existió alguien en el siglo XX para quien la cuestión del orden de los libros resultó esencial, e incluso obsesiva, ese fue Aby Warburg. En la magnífica sala elíptica de la Kulturwissenschaftliche Bibliothek Warburg de Hamburgo, inaugurada en 1926, cuando la biblioteca era todavía una institución privada, el orden de los libros seguía un criterio sorprendente, cuya fórmula puede ser aforísticamente definida como un intento de reproducir en el espacio la trama del pensamiento del propio Warburg. Este, en una carta a las autoridades de Hamburgo para defender la necesidad de que Ernst Cassirer permaneciera en la ciudad, formuló de modo magistral, en su estilo particular, el carácter de la biblioteca, que debía ser «un nuevo y único lugar psíquico, en el cual las aspiraciones de Cassirer y de la Universidad de Hamburgo tienen una función común: concebir y mostrar las formaciones de imágenes y el orden conceptual en un sentido psicológico-histórico como una oscilación intrínsecamente unitaria entre los dos polos». Solo Aby Warburg podía expresarse de este modo en un documento oficial.

Sin duda Cassirer percibió enseguida lo que significaba esa biblioteca como «lugar psíquico», y dio testimonio a su esposa, Toni: «Después de la primera visita [a la biblioteca], Ernst volvió a casa en un estado de excitación inusual en él y me contó que esa biblioteca era algo único y grandioso, y que el doctor Saxl, que se la había mostrado, daba la impresión de ser un hombre extremadamente singular.» Cassirer le contó también cómo, «después de haber sido guiado a través de las largas estanterías, le había dicho que nunca volvería, porque seguramente se habría perdido en ese laberinto». Obviamente sucedió lo contrario y Cassirer se convirtió, junto con Erwin Panofsky y Edgar Wind, en uno de los habituales del Instituto, además de uno de los primeros autores de sus publicaciones.


A partir de un determinado año, decidí que casi todos los libros que me rodean estuvieran cubiertos con esa especie de papel de seda que se llama pergamino y que todavía hoy es usado por los libreros anticuarios de Francia, donde la mayor parte de los libros son de tapa blanda y por tanto la utilidad del pergamino es más evidente (en los países anglosajones se usan en cambio sobrecubiertas de plástico).

Me han preguntado en varias ocasiones por qué lo hago. El motivo oficial es que el pergamino protege la portada del envejecimiento. Sin embargo, no es ese el punto decisivo, que resulta, en cambio, difícilmente confesable: el pergamino sirve para complicarse la vida con los libros. Su verdadera razón es la de hacer menos legible –o incluso ilegible– lo que está escrito en el lomo. El pergamino hace que sea mucho menos reconocible. Cosa que alivia a quien vive en medio de ellos... y no quiere verse obligado a percibir en todo momento la presencia inminente de un cierto libro. En cambio, prefiere encontrarlo casi al tacto, delicadamente momificado.

Existe un motivo ulterior, aún menos confesable. El pergamino hace mucho más difícil, para el visitante ocasional, detectar los títulos de los libros. Esto frena todo exceso de intimidad. Impide esa incómoda situación en que, al entrar en una habitación, se reconoce rápidamente, incluso solo por el color y la tipografía de los lomos, de qué está hecho el paisaje mental del dueño de casa. Nada más desolador que ciertas entrevistas televisivas con políticos o sindicalistas italianos, grabadas en sus despachos. Son actas de congresos, informes, homenajes, guías, anuarios, quizás la poesía de algún pariente. Nada que esté destinado a ser leído. Y con sobradas razones.
 

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Traducción de Edgardo Dobry.

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