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Empieza a leer 'Cómo desaparecer completamente' de Mariana Enriquez

01/07/2025

 

Para Georgina Rôo

 

Because once you’ve got a scar on your face or your heart, it’s only a matter of time before someone gives you another.

NICK CAVE

 

And the Ass Saw the Angel
I want to walk in the snow and not leave a footprint.

RICHEY JAMES EDWARDS

 

Matías cerró la puerta y subió el volumen de la radio. No soportaba más los gritos de su hermana en la habitación de al lado, y mucho menos esa forma que tenía Lucía de calmarla, en voz baja, como si no quisiera despertar a alguien o molestar a los vecinos. Mamá debería estar ahí, pensó, haciendo callar a su hija, pero sin embargo estaba en la casa de atrás, haciéndose la tonta.

¿Era posible que no la escuchara? A lo mejor. Las dos casas estaban separadas por un patio interno, y la del fondo, donde Mamá se había quedado después del desastre, era silenciosa como si perteneciera a un mundo diferente. Además, Mamá se tomaba temprano las pastillas y se dormía con la boca abierta, gorda y enorme sobre la cama. En la mesa de luz también tenía una radio, y la dejaba toda la noche encendida. La última vez que Matías la había ido a buscar, harto y enojado porque su hermana Carla aullaba desde hacía horas y las palabras de Lucía no servían para nada, la encontró desparramada boca abajo, babeando sobre la almohada. La radio aullaba: «Mañana será igual, historia sin final. ¡Me amas y me dejas! ¡Me amas y me dejas!». Quiso matarla. Pensó en buscar un cuchillo y clavárselo en el cuello. Pero solo la observó un rato largo, temblando de desprecio, y cruzó el patio de vuelta a la casa de adelante.

Con la puerta cerrada y la música más fuerte que los gritos, Matías sacó de la caja que guardaba debajo de la cama las dos únicas cartas que había enviado su hermano Cristian desde Barcelona. Eran muy breves. En la primera, un poco más larga que la otra, mandaba besos para él y para Carla, y decía que estaba bien. Pero no ponía remitente y aclaraba que todavía no tenía dirección fija; unos chicos le estaban prestando una pieza bastante grande hasta que pudiera alquilar. La segunda era casi un telegrama. Y después, silencio. Matías no sabía dónde estaba su hermano, no podía escribirle, no tenía forma de contarle lo que había pasado. Le había preguntado a Rafael, el mejor amigo de Cristian, si sabía algo. Pero Rafael había dicho que no. «Está borrado, el hijo de puta. Hace no sé cuánto que no me manda ni un mail.» Matías no le había creído del todo, a pesar de que Rafael parecía un poco enojado con Cristian. Su hermano era raro. A lo mejor no aparecía nunca más.

¿Le había dejado los cuadernos por eso, porque no iba a volver? Matías los guardaba en la misma caja con las cartas, y cuando salía, si usaba la mochila, llevaba alguno con él. Eran tres en total. Hojas y hojas en la letra nerviosa y desprolija de su hermano, cuadernos rayados, uno escrito hasta la mitad, otro lleno hasta las contratapas, sin anotaciones al margen, frases sueltas, diálogos, casi sin tachones, sin relación, sin ningún motivo. Matías recordaba que su hermano escribía a cualquier hora, en casa, y dejaba los cuadernos al alcance de cualquiera. Una vez le había preguntado para qué y por qué. Cristian le había dicho que le gustaba hacerlo. Y Matías lo conocía lo suficiente para saber que, si no quería decir más, jamás conseguiría una explicación mejor. Eran lo único que le había dejado cuando se fue. Ni siquiera se los dio en la mano. Los dejó sobre la cama, con una notita que decía «para vos, Mati».

Abrió uno de los cuadernos en cualquier parte. «Ayer enterré a mi vieja. ¿Sabés por qué estoy tranquilo? Porque en el hospital se desesperaba por respirar, pero en el cajón estaba tranquila. En paz. Chau, se acabó» (Gerardo, ayer a la tarde). Qué Gerardo sería, pensaba Matías. Seguro que el gasista gritón, un insoportable que siempre tenía algo para contar sobre su hija contadora. Cristian se hacía amigo de gente común y, por algún motivo, lograba que a ellos no les importara que le temblaran tanto las manos, o que tuviera la cabeza medio rapada, los escasos pelos parados y el cráneo asomando entre los mechones rubios, aquí y allá. Podía hablar con ellos durante horas y sonreía (tan rara la sonrisa radiante en esa cara demacrada). La sonrisa lo hacía parecer... bueno, pensaba Matías. Buen tipo. Una tarde había visto a su hermano desde lejos, con su risa áspera y el cigarrillo cerca de la boca, y había pensado «qué macanudo es mi hermano». Hablaba con un señor que tenía un puesto de sandías en la feria del barrio, un hombre que llevaba una luna tatuada con tinta azul en el antebrazo (un tatuaje tumbero, pensaba Matías). Hablaba con la Gorda Suárez, o por lo menos la saludaba con una sonrisa. Hablaba con el panadero pelado, que siempre le fiaba. Esa gente pensaba que Cristian era joven y rebelde, y que por eso se arruinaba el pelo así. Era extraño, porque a cualquier otro que tuviera la apariencia de Cristian lo habrían tratado de puto y drogadicto, pero con él era distinto. A lo mejor porque lo conocían de chico, o porque Cristian no se hacía el loco; Matías no podía entender cómo su hermano conseguía que toda esa gente dejara de ser prejuiciosa y jodida, aunque fuese por un rato. Le parecía increíble.

Cristian nunca le había sonreído a Matías como al señor del puesto de sandías. Nunca hablaba con él. Y apenas lo hacía con Carla, o con Mamá, y sabía que jamás le dirigía la palabra a Papá. A veces Matías lo miraba y se mojaba los labios porque quería decirle algo, o lo seguía con la mirada, pero Cristian nada, era otra persona en la casa. Por eso no era tan raro que no supieran dónde estaba. Seguro que no los extrañaba. Matías se enfurecía cuando pensaba en eso, porque él sí lo extrañaba, y lo quería. A lo mejor, si volvía y si pasaba un tiempo, si Matías, por ejemplo, se animaba a hablarle de verdad y decirle cosas (¿qué cosas? Algo, lo que saliera), si se atrevía, Cristian le sonreiría como al del puesto de sandías. Porque esa tarde en la feria, de lejos, Matías había visto que los pelos parados y rubios de su hermano no eran amenazantes si se reía, y que tenía los dientes blanquísimos y sanos a pesar de que fumaba un montón, y que movía mucho las manos al hablar, como explicando cosas que Matías no podía imaginar porque en casa las manos de Cristian temblaban siempre, o descansaban nerviosas sobre sus rodillas.

Matías se dio vuelta en la cama, cerró el cuaderno y apagó el velador. Tenía sueño, pero le dolía la espalda otra vez.

 

Matías se acordaba de que, cuando era chico, el barrio era distinto. Estaban las casas bajas, donde él vivía, y, cruzando la avenida, los monoblocks. Detrás de los edificios, había solamente terrenos baldíos; a veces se podía jugar al fútbol ahí pero era bastante arriesgado porque estaban las lagunas (no eran lagunas de verdad, eran una especie de pozos grandes llenos de agua, con pastos y juncos alrededor, muy profundos), la pelota caía ahí seguido y además estaba prohibido acercarse porque algunos chicos se habían ahogado, hacía mucho. Pero desde hacía unos cuantos años mucha gente se estaba mudando a los terrenos y se había formado una villa. Por ejemplo, antes, se daba cuenta, nadie pensaba que su barrio era peligroso. Era medio grasa y pobre, pero nada más. Ahora todos le decían que era peligroso, los chicos no jugaban más en la calle y la gente se metía adentro temprano. Antes se quedaban en la puerta hasta tarde, sentados en sillas en la vereda, tomando mate o charlando; ahora ya no pasaba eso. Habían enrejado casi todas las ventanas que daban a la calle. El barrio parecía una cárcel. Decían que ni la Policía se metía en la villa y que ahora hasta los monoblocks, que tenían una placita en el medio con juegos para los chicos, la única del barrio, estaban llenos de delincuentes. A Matías nunca le había pasado nada, sin embargo. Una vez sola le habían robado la bicicleta, pero sin tirar un tiro, él la había dejado afuera de la rotisería sin candado, y era obvio que se la iban a chorear. Y le daba asco porque en el barrio se la pasaban todo el tiempo diciendo que en la villa eran todos chorros y negros, pero la verdad era que ni los conocían. Él había hablado un par de veces con los chicos del carrito que juntaban botellas, cartón y porquerías, y le habían parecido comunes, solo que no tenían trabajo y eran medio bravos. Y él tenía derecho a tener prejuicios, porque después de todo unos tipos de la villa habían matado a su cuñado, el Tigre. Pero eso, como decía Rafael, no tenía nada que ver con la villa: al Tigre lo iban a bajar tarde o temprano porque se la venía buscando bien buscada desde hacía años.

Matías conocía al Tigre desde antes de que fuera su cuñado. Era amigo de sus hermanos mayores desde chico. Pero nunca había llegado a quererlo. Lo envidiaba un poco, eso sí. El Tigre parecía vivir en el kiosco de Rafael; estaba siempre sentado en la puerta tomando cerveza, y todos los pibes del barrio que pasaban lo saludaban con una mezcla de euforia y respeto. Desde ese trono de rey suburbano había enamorado a Carla, y le había costado bastante. Carla lo había vuelto loco: sabía que, aunque no era la más linda del barrio, era la más deseada solo porque el Tigre estaba enamorado de ella. Él salía y se acostaba con todas las otras, las morochas de labios gruesos y caderas aprisionadas en los jeans, las tanas de ojos claros y padres estrictos, las altas y delgadas que trabajaban como promotoras en el shopping los fines de semana. Pero se moría por la Rusita –así le decían a Carla–, esa chica que probaba todo lo que le daban, cualquier droga, cualquier trago, cualquier boliche, cualquier tipo. Esa chica que, cuando Rafael subía la radio porque pasaban a los Rolling Stones, bailaba en la vereda con los pantalones tiro bajo que dejaban ver una rosa tatuada sobre el hueso de la cadera, tomando cerveza del pico. Carla tenía el pelo larguísimo, rubio, y cuando se lo ataba en una alta cola de caballo, su rostro desnudo, siempre sin maquillaje, se iluminaba. Esos atardeceres de verano, cuando bailaba borracha con la panza al aire, parecía la chica más linda del mundo. Nunca rechazaba a los que la invitaban a salir, a pasear en auto, a dar una vuelta manzana. Pero cuando se iba del kiosco con otro, saludaba al Tigre con un beso húmedo, y le sonreía. Él sabía que era cuestión de tiempo, y esperó.

Matías no había estado presente la noche cuando el Tigre dejó de ser el amigo de la infancia de su hermana para ser el hombre de su vida, pero los había visto juntos una noche en la Sociedad de Fomento del barrio tan contentos que ahora siempre trataba de recordarlos así. Esas fiestas que los vecinos hacían en la Sociedad de Fomento era otra de las cosas que el barrio había perdido. Todos se emborrachaban y había que aguantarlos contando anécdotas repetidas, pero igual no eran fiestas aburridas. Tomaban como bestias en el barrio, y la entrada costaba solo un peso. Cantaban zambas y tangos, pero era divertido, porque las mujeres aparecían con unos peinados rarísimos de peluquería, y hasta usaban vestidos brillantes, como si fuera una velada de gala. Sobre un escenario improvisado –apenas unos tablones– Gerardo el gasista anunció que iba a cantar «Calle angosta» y de repente Matías vio que el Tigre se ponía romántico y le cantaba a Carla, y ella se reía pero también estaba emocionada. Y el Tigre le acarició la mejilla y le dijo, bajito, «cómo podés ser tan hermosa, hija de puta». Matías había podido leerle los labios, siempre los miraba cuando ellos no podían verlo. Cuando el Tigre terminó la serenata se rió, de pelotudo y enamorado que estaba. Y Matías no podía olvidarse de él esa noche, el Tigre, diecinueve años, remera cortita y pelo grasoso, ojos chiquitos y brillantes cantándole «Calle angosta» a Carla. Se la había llevado a algún pasillo para besarla y tocarla con las guitarras de fondo, con los vecinos desafinando a los gritos. A Matías le pareció que todo era hermoso, que iban a estar bien, que todo se iba a arreglar, algún día.

 

* * *

 

Cómo desaparecer completamente

 

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