30/05/2025
Empieza a leer 'Comida familiar' de Bryan Washington

 

Para T, A, P y L

 

Esta es una obra de ficción que aborda las autolesiones, los desórdenes alimentarios y la adicción. Si estás lidiando con problemas de salud mental o dismorfia corporal, leer esta novela puede resultarte difícil. Así que sé amable contigo mismo. Y ve a tu ritmo. No hay ninguna manera incorrecta de ser, y la única manera correcta es la tuya. El cuidado y la lentitud son dos de los regalos que merecemos, los remansos infinitos que podemos ofrecernos a nosotros mismos y a quienes queremos.

Gracias por leer. De verdad.

 

Esta es, entonces, una historia liviana que se pone pesada.
ALEJANDRO ZAMBRA, Bonsái 

Aquí tienes un diazepam
Podemos tomar medio cada uno
O podemos liar uno
Según fluya la noche
UTADA HIKARU, «Bad Mode» 

Las flores vuelven con las temporadas.
Si tan solo pudiéramos volver nosotros también.
LUCKY CHAN-SIL

 

CAM

La mayoría de los chicos empiezan a emparejarse en torno a la una, pero TJ se queda ahí sentado bebiendo agua. Todos los demás se escabullen del bar en grupos de dos o tres. Llevan un buen pedo y se tambalean por la avenida Fairview hacia el piso del mejor amigo del exnovio de alguien. O hacia la sauna del centro. O simplemente hacia la terraza del bar, bajo nuestro toldo, donde los mosquitos chocan con las farolas hasta cerca de las seis de la mañana. Pero esta noche, incluso después de que hayamos bajado el volumen de la música y subido las luces y pasado la bayeta por las barras, TJ no se mueve. Es como si no me reconociera, el hijoputa.

Por un instante, es un lienzo en blanco.

Un rostro vaciado por completo de toda nuestra historia.

Pero luce una sonrisa que nunca le he visto antes. El pelo le sobresale por debajo de la gorra, rozándole la nuca. Y aunque sigue siendo más bajo que yo, le han crecido las mejillas, carnosas y llenas todavía de esa grasita de bebé que nunca se le fue del todo.

Soy muy tonto, pero sé que esto es algo de veras infrecuente: ver a alguien a quien conoces íntimamente sin que esa persona te vea.

Crea una infinidad de posibilidades.

Pero de pronto TJ parpadea y me mira directamente.

Mierda, dice.

Mierda tú, digo yo.

Mierda, insiste TJ. Mierda.

Te repites, digo. ¿Quieres beber algo más fuerte?

TJ se toca la parte inferior de la cara. Juguetea con su pelo. Baja la mirada hacia su vaso.

Dice: Ni siquiera sabía que habías vuelto a Houston.

Por desgracia, digo yo.

¿No se te ocurrió avisarme?

No es para tanto.

Claro, dice TJ. Seguro.

De los altavoces del techo sale una vaporosa secuencia de acordes pop, remezclados más allá de lo comprensible. Dolly y Jennifer y Whitney. Son la señal para que todo el mundo se largue por hoy. Pero todavía hay algunos tíos acodados en la barra en diferentes grados de deterioro; el reparto de un bar gay en fin de semana varía enormemente cada hora, desde las nutrias mexicanas forradas de cuero a las manadas de maricas blancos que aplauden a destiempo, pasando por los osos asiáticos bañados en Gucci y los twinks negros que mueven la cabeza al ritmo del bajo junto a la mesa de billar.

Cuando la multitud empieza a disgregarse, TJ se quita la gorra y se pasa la mano por el pelo. Lanza un gruñido.

No te cortes si quieres lanzarte a la pista de baile, le digo.

Ya sabes que no me va esa mierda, contesta TJ.

O sea, que no has cambiado. En fin, termino en un minuto, por si quieres esperarme.

Bueno, dice TJ.

Vale, digo yo, y vuelvo al trabajo, a cerrar caja y reponer el Bacardí y darle la espalda de nuevo.

 

No había sabido nada de TJ en mil años.

En realidad ni siquiera nos habíamos visto en más de una década.

Cuando éramos pequeños, él vivía en la casa de al lado. Mis viejos no estaban casi nunca, así que TJ me echaba un ojo. Yo cenaba en su comedor junto a Jin y Mae. Él me prestaba sus jerséis. Yo dormía a su lado en su cama, con su aliento en la cara. Cuando mis padres murieron –en un accidente de coche, embestidos por un conductor borracho que se incorporó a la I-45, yo acababa de cumplir quince años: que suenen los violonchelos–, su familia me acogió, me dieron tiempo y espacio y sensación de pertenencia, y durante el resto de mi vida cada vez que he oído la palabra «hogar» sus rostros han aparecido en mi mente como putos hologramas.

Tampoco es que nada de eso importe ahora. Al final no cambió una mierda.

 

Antes de que empiece a fregar, Minh y Fern se despiden de mí. Cuando les pregunto qué plan tienen, Fern dice que es de mal gusto dejar esperando a los pretendientes.

Parece que le gustas bastante, dice Minh.

No, digo yo.

Y no es tu tipo, dice Fern. Nunca he visto que te vayan los osos.

Estoy en constante evolución, les digo, pero no me lo estoy follando.

Hablas como una auténtica puta, dice Minh.

Fern es el dueño del bar. Minh es su otro empleado, además de mí. Después de quitármelos de encima, salgo a la calle, donde ha empezado a chispear. Y allí está TJ en la esquina, dándole al vapeador mientras teclea en el móvil. Cuando me ve, suelta una nube de marihuana. La lluvia atraviesa el humo.

Has adelgazado, dice TJ.

Y tú has engordado.

Muy bonito.

No lo digo en plan mal: por fin pareces un panadero.

Pero es distinto. Tú eres...

¿De eso querías hablar?

Era una observación, dice TJ. Tengo ojos.

¿Has aparcado aquí cerca?, le pregunto.

Qué va.

Entonces te acompaño al coche, como un caballero.

Ja, dice TJ, y caminamos por la acera, adentrándonos por entre las palmeras marchitas del vecindario.

 

El centro de Montrose es asfalto reventado y vegetación monstruosa y montones de casas adosadas. Burbujas de risas dispersas nos salen al paso a lo largo del camino, incluso a esta hora de la noche. Se rompen botellas y rugen los motores. Pero TJ avanza a buen paso, así que aprieto también el mío. A veces me lanza miradas, pero no dice ni una palabra.

Una conversación profundamente estimulante, digo.

No creo que tengas derecho a tratarme así, replica.

¿En serio? ¿Después de todos estos años?

No tenía planeado toparme contigo esta noche, dice TJ. Esto no es una cita.

¿O sea que ahora sí que estás saliendo con alguien de verdad, en vez de follarte a chicos heteros?

Cállate, dice TJ. ¿Cuánto hace que estás en Houston? Y no mientas.

Relájate, digo. Solo unos meses.

¿Cuántos?

Unos cuantos desde que murió Kai.

Ah, dice TJ.

Se detiene en medio de un camino de entrada. Una bandada de reinonas en busca de un Lyft pasa a nuestro alrededor, silbándole a nada en particular.

Mierda, dice TJ. Lo siento.

No hay nada que sentir.

No, sigue TJ. No me refiero a eso. O no del todo. Pero nunca pude hablar contigo después de lo que pasó.

Después, repito.

«Después», dice TJ. Ya sabes.

Clava la mirada en el asfalto. Forma un puño con una mano.

Su reacción es totalmente humana. Pero aun así no me parece suficiente.

Así que camino hacia él, me detengo más cerca.

Tú no lo mataste, le digo.

Ya lo sé, pero...

Nada de peros. No seas tan puto deprimente.

TJ no dice nada. Le da otra calada a su vapeador. Y me lo tiende, con la batería colgándole de los dedos, así que se lo quito de las manos y le doy una calada a su hierba yo también.

 

Caminamos un par de manzanas más, saltando por las aceras de Hopkins, hacia Whitney y Morgan, y los gais tocan el cláxon a nuestra espalda en sus Mini Coopers. Adelantamos a un par de tipos vietnamitas que se agarran el uno al otro por los hombros, destrozados por su noche de farra, cuidando de no pisar ninguna grieta. Pasamos por delante de un grupo de borrachos apostados fuera de una taquería, blandiendo sus teléfonos y riendo demasiado alto. Cuando uno de ellos nos pregunta si buscamos fiesta, noto que TJ se pone tenso, así que les digo que no, quizá la próxima vez, tratando de que mi voz suene un poco más grave.

Los tipos se despiden sin más. TJ y yo nos refugiamos bajo otras ramas. Y entonces nos quedamos solos en la calle de nuevo, más allá del campo gravitacional de los bares gais del vecindario, donde reina el mismo silencio que en cualquier otro suburbio blanco de clase media de Texas.

Oye, le digo. Eso de que hayas aparecido de pronto en el bar, ¿quiere decir que por fin has salido del armario?

Siempre he estado fuera, dice TJ.

Claro. Pero tú...

Ahí está mi coche, dice TJ, señalando con la cabeza hacia un pequeño Hyundai estacionado en la esquina.

Se reclina sobre la puerta mientras yo jugueteo con mis bolsillos. No tiene puto sentido que esté nervioso. Pero cuando TJ me pregunta si necesito que me lleve a casa, digo que no, señalando hacia el barrio.

No voy muy lejos, le digo.

Ya, claro, dice TJ.

Estoy en casa de un amigo. De otro amigo.

Uno que sí sabía que estabas en esta puta ciudad.

TJ no le pone ningún énfasis a la frase: es como si hablara del tiempo.

Qué coño habrías hecho si te lo hubiese contado, le pregunto.

Supongo que nunca lo sabremos, dice TJ.

Luego pone una cara graciosa. Esta tampoco se la he visto nunca. Una especie de mueca.

Así que pienso en lo que voy a decir, y abro la boca para empezar, pero de pronto cambio de idea.

Porque TJ se ha ganado al menos eso.

En vez de hablar, le quito el vapeador y le doy otra calada. Le suelto el humo en la cara. Cuando TJ lo aparta con la mano, se lo suelto otra vez.

Oye, dice. En serio. ¿Seguro que estás bien?

Es un paseo, insisto.

No. Quiero decir que si estás bien de verdad.

Hago girar el vapeador de TJ unas cuantas veces en la mano. Parece que habla en serio.

Vuelve al bar a verme, le digo. Estaré allí.

TJ me mira un rato, apretando los labios. Luego mete la mano en su coche para agarrar algo y me lo pone en el pecho.

Es una bolsa de papel llena de empanadillas. Son de pollo. Se me deshacen en las manos, están tibias al tacto, y el olor me provoca un escalofrío: es demasiado familiar.

¿Ahora vas repartiendo caramelos en la puta puerta del cole?, le digo.

Pruébalas, dice TJ.

¿Cómo sé que no están envenenadas?

Porque te habría matado hace muchos años.

Así que le doy un bocado a una de las empanadas.

Está deliciosa, como recordaba.

Y TJ asiente al ver mi cara.

Luego se sube a su coche sin mirarme, y lo veo arrancar e irse, y espero a que agite la mano o haga el signo de la paz o cualquier mierda de esas, pero no lo hace. TJ dobla la esquina y desaparece.

 

Así que le doy otro mordisco a la empanadilla, la saboreo, la hago girar en la boca.

Luego la escupo.

En la siguiente manzana encuentro un contenedor de basura y tiro el resto.

 

Unas calles más adelante, me salta una notificación en el teléfono. El remitente me manda su ubicación. El parque está escondido a unas manzanas de distancia. Pero el tipo no me manda una foto de su cara, solo de su polla, y no estoy del todo seguro de a quién se supone que estoy buscando.

El cruising así puede ser una pesadilla. Siempre corres el riesgo de encontrarte con un homófobo de mierda. O con los pijos aburridos de las fraternidades, que quieren liberar estrés blandiendo un bate de béisbol. O con un borracho imbécil y casado, con doce hijos y una esposa encantadora que no tiene ni idea de nada. Pero al final atisbo a un tipo sentado en un banco junto a la zona de juegos y lo reconozco de inmediato: es uno de los borrachos que nos hemos cruzado en la taquería.

Parece sorprendido de verme ahí. Tendrá unos treinta y muchos, cuarenta y pocos. Cuando estoy lo suficientemente cerca, el tipo extiende la mano para estrechar la mía, y cuando le digo que se relaje de una puta vez, se disculpa, sonrojándose.

Me pregunto cómo de borracho estará.

O lo que habrá tenido que hacer para llegar a este punto.

Pero de todas formas dejo que me encule.

Me folla sobre el banco. Nuestros movimientos resultan rutinarios, como si respondieran a una memoria muscular inexplorada –y me acuerdo de algo que le gustaba decir a Kai sobre cómo los pasos pueden ser iguales, pero cada uno de nosotros tiene su propio ritmo: era solo una más de sus muchas proclamas sin sentido, pero no se me olvida–, y eso es lo que me viene a la mente mientras un desconocido mete una mano por debajo de mi camisa mientras con la otra juega con mi culo, en busca de un ángulo.

Pero no pasa mucho tiempo antes de que nos estanquemos.

Agarro la polla del tipo y la guío hacia mí, pero él me coge por la muñeca.

Espera, dice. ¿Tienes un condón?

No, le respondo. No te preocupes.

¿En serio?

Dale.

¿Estás seguro?

¿Eres un puto médico o qué?

Y parece que el tipo me va a preguntar por quinta vez, pero no lo hace. Me penetra despacio. Empieza a mover las caderas tímidamente. Luego más rápido. Me apoyo en la madera, afianzándome doblado por el empuje, y pienso que es probable que encuentre a alguien más con quien follar después de esto, hasta que, de repente, oigo la voz de Kai, tan clara como el día, y trato de sacar su cara de mi mente mientras el tipo detrás de mí gruñe con la respiración agitada; y, cuando se corre, nuestros cuerpos dan una sacudida, y casi me echo a reír, porque es para troncharse, y poco menos que asombroso, que alguna vez haya pensado que el mundo pueda llegar a ser distinto de lo que es o que llegaré a estar a salvo de sus caprichos.

 

* * *

Traducción de Daniel Saldaña París

* * *

 

 Posesión

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