12/06/2023
Empieza a leer 'Chevreuse' de Patrick Modiano

 

Cuántos nombres no tendré guardados

y el perro y la vaca y el elefante

ya de largo y tan de lejos conocidos

y la cebra después, ay, ¿para qué?

RAINER MARIA RILKE

 

 

Bosmans había recordado que una palabra, Che­vreuse, se repetía en la conversación. Y ese otoño po­nían con frecuencia una canción por la radio; la in­terpretaba un tal Serge Latour. La había oído en el pequeño restaurante vietnamita, vacío, una noche en que estaba con esa a quien llamaban «Calavera».

 

Douce dame

je rêve souvent de vous...1

1.       «Dulce dama, / sueño a menudo con usted.»

 

Esa noche, «Calavera» había cerrado los ojos, emo­cionada aparentemente por la voz del intérprete y la letra de la canción. Ese restaurante con la radio siem­pre encendida encima de la barra estaba en una de las calles entre Maubert y el Sena.

Otras letras de canciones, otros rostros, e incluso versos que había leído por entonces, se le atropella­ban en la memoria, tantos versos que no podía ano­tarlos todos:

«El rizo de pelo castaño...» «... Del bulevar de la Chapelle, del gentil Montmartre y de Auteuil...»

Auteuil. Era ese un nombre que a él le sonaba de forma muy peculiar. Auteuil. Pero ¿cómo poner en orden todas esas señales y esas llamadas en morse, que llegaban desde una distancia de más de cincuenta años, y encontrarles un hilo conductor?

Iba tomando nota sobre la marcha de los pensa­mientos que le cruzaban por la cabeza. En general, por las mañanas o a media tarde. Bastaba con un detalle que le habría parecido insignificante a cualquiera que no hubiera sido él. Sí, eso era, un detalle. La palabra «pensamiento» no encajaba nada. Era demasiado so­lemne. Al final, una gran cantidad de detalles llena­ban las páginas de su cuaderno azul y, a primera vista, no tenían nada que ver entre sí y, por su brevedad, le habrían resultado incomprensibles a un eventual lec­tor.

Cuantos más se iban acumulando en las páginas blancas, con aspecto deshilvanado, más oportunida­des tendría más adelante –estaba seguro– de aclarar las cosas. Y su carácter aparentemente fútil no debía desanimarlo.

Su profesor de filosofía le había contado en el pa­sado que los diferentes periodos de una vida –infan­cia, adolescencia, edad madura, vejez– correspondían también a varias muertes consecutivas. Otro tanto ocurría con los destellos de recuerdos de los que pro­curaba tomar nota lo más deprisa posible, unas cuan­tas imágenes de un periodo de su vida que veía desfi­lar a cámara rápida antes de esfumarse definitivamente en el olvido.

* * *

Traducción de María Teresa Gallego Urrutia

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Chevreuse

 

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