01/05/2025
Empieza a leer 'Cartas' de Oliver Sacks
En memoria de Dan Frank
PREFACIO
Oliver Sacks adoraba las cartas. En Londres, donde creció en las décadas de 1930 y 1940, la gente se mantenía en contacto a través de las cartas y las postales. En aquella época muy pocos hogares disponían aún de teléfono, pero el correo se repartía dos veces al día, por lo que se podía responder a vuelta de correo el mismo día.
A los seis años, Oliver vivía en un internado, y no puedo evitar imaginarme que una carta de la familia debía de ser especialmente apreciada. Incluso de adulto, le encantaba recoger el correo a diario para ver qué le traía.
Siempre opinó que había que responder todas las cartas, y a ser posible al instante. (Era una combinación de buenas maneras y de la irreprimible necesidad de comunicarse.) Se sabía, incluso, que redactaba unas líneas con que acompañar su cheque mensual a la compañía eléctrica. Guardaba sobres, en su mayoría de personas importantes o de lugares exóticos, y sellos de correos interesantes (y nosotros, el personal de su oficina, más tarde hicimos lo propio, reservándolos para uno o dos pacientes en particular que los coleccionaban).
A lo largo de su vida, Oliver guardó la mayor parte de su correspondencia, esforzándose por conservar sus propias respuestas: en papel carbón, borradores en sucio o mecanografiados o, más tarde, fotocopias. Esto último, por supuesto, no siempre fue posible a principios de la década de 1960, cuando comienza este libro. Muchas de las cartas de los primeros capítulos se han reproducido a partir de las cartas de correo aéreo ligeras y plegables que envió a Londres tras llegar a Norteamérica. Habría sido imposible copiarlas en aquella época, como no fuera fotografiándolas. Afortunadamente, sus padres guardaron la mayoría de estas cartas, que más tarde le fueron devueltas.
El estilo literario de Oliver, aunque vívido y lírico, rara vez era conciso, y solía ser complejo en su estructura y en su contenido. En persona, hablaba a menudo en párrafos con largas digresiones, pero siempre volvía al tema en cuestión, y cuando trabajaba en un ensayo o un libro, su método no cambiaba mucho. Sin embargo, le costaba corregir sus escritos. Enviaba el borrador de un ensayo a uno u otro editor, pero cuando le pedían que aclarara algo o que lo redujera, simplemente introducía un nuevo trozo de papel en su máquina de escribir y volvía a empezar. Voilà, un nuevo borrador. Al final, el editor tenía un montón de borradores, por no hablar de las cartas subsiguientes con nuevas notas a pie de página y añadidos. No era fácil elegir el mejor, ya que la mayoría de las versiones contenían pasajes maravillosos, pero cada una iba en una dirección diferente.
Cuando de joven empecé a trabajar con él como editora, hacia 1983, vi claro que la única solución era hacer un recorta y pega entre los muchos borradores (en aquellos tiempos anteriores a la informática, lo hacíamos a la antigua usanza, con tijeras y cinta adhesiva) para coser sus diversas líneas de pensamiento. Y eso fue lo que intenté hacer, siguiendo sus maravillosas historias y sus reflexiones filosóficas, o a menudo simplemente repitiendo lo que me acababa de decir. Con el tiempo elaboramos un proceso dialógico de edición.
Era algo nuevo para mí. Estaba acostumbrada a recibir un manuscrito más o menos completo de un autor, leerlo un par de veces y luego escribir y revisar mis comentarios antes de devolverlo para la consideración del autor. Oliver, en cambio, quería que me sentara a su lado mientras arrancaba cada página terminada de la máquina de escribir: «¡Toma! ¿Qué te parece?». Empecé a referirme a ello como «edición de combate».
Después de un día con Oliver, llegaba a casa agotada por el esfuerzo de intentar seguir el ritmo de su inquieto intelecto durante ocho horas. Pero era un trabajo igualmente estimulante, y cuando me llamaba por teléfono una o dos horas más tarde con nuevas ideas, estaba lista para volver a sumergirme en él. Lo que empezó para mí como un trabajo por cuenta propia, que me ocupaba uno o dos días a la semana, pronto se convirtió en una vocación a tiempo completo.
En aquellos días, Oliver me contó muchas cosas sobre su juventud y sus comienzos como médico y escritor. Ya había publicado dos libros, ambos basados en los pacientes que atendía como neurólogo. Migraña (1970) y Despertares (1973) ya mostraban su enfoque centrado en el paciente, su curiosidad y su profunda erudición. Pero aunque Despertares había sido un éxito literario, había recibido poco o ningún reconocimiento de sus colegas médicos, más bien todo lo contrario. Tal vez en parte por ello, estaba luchando por terminar Con una sola pierna, un libro en el que llevaba trabajando casi una década. Difícilmente podría haber imaginado en aquel momento que algún día se convertiría en un héroe para los jóvenes aspirantes a médicos o que iniciaría todo un género de lo que él llamaba «relatos clínicos».
Las cartas de este volumen están llenas de contradicciones; son feroces, tiernas, perspicaces. Delatan un cierto grado de egocentrismo –que muchos de nosotros manifestamos a veces en la adolescencia–, pero lo más habitual es que muestren interés y generosidad, especialmente hacia las personas marginadas de la sociedad: jóvenes, ancianos, personas encarceladas y, por supuesto, pacientes con síndromes o enfermedades inusuales. Estas cartas son reveladoras, incluso para mí, a pesar de mis décadas con Oliver. Hablan de libros concebidos pero nunca escritos, de libros escritos pero luego perdidos o destruidos, de apasionadas aventuras amorosas y de cómo de joven lidia con las opciones profesionales que tiene por delante. En un momento dado, en 1961, el hombre que un día se convertiría en la personificación del médico compasivo escribe: «Estoy descubriendo en mí, en un grado mucho más intenso que nunca, [...] una aversión extrema hacia los pacientes, la enfermedad, los hospitales y, en particular, los médicos. [...] La verdad es que nunca debería haberme hecho médico».
Hacia 1970, cuando le va cogiendo el tranquillo, escribe: «Creo que soy un buen (y, muy rara vez, en momentos mágicos, un gran) profesor: no porque comunique hechos, sino porque de alguna manera transmito una especie de pasión por el paciente y el tema, y una idea de la textura de los pacientes, la forma en que sus síntomas encajan en su ser total, y cómo esto, a su vez, encaja en su entorno total: en resumen, una especie de asombro y satisfacción por la forma en que todo encaja (y todo encaja de una manera realmente hermosa, como un maravilloso puzzle)».
Podemos ver que, desde el principio, tuvo grandes aspiraciones como escritor, quizá incluso antes de encontrar su verdadera vocación como médico. Se puede escuchar la evolución de sus pensamientos a lo largo de varias décadas, volviendo una y otra vez sobre los mismos temas, en busca de una nueva comprensión que solo maduraría plenamente con el desarrollo de la neurociencia moderna. A veces utiliza las cartas para ensayar nuevas ideas o modos de expresión; en otras ocasiones, sus cartas parecen más entradas de diario o intentos de narración semificcionalizada. En ocasiones se convierten en ejercicios de análisis de su propia psique, especialmente cuando inicia su viaje hacia el psicoanálisis a mediados de los años sesenta.
Se puede percibir la evolución de su prosa a medida que se vuelve más segura, más centrada, en parte como respuesta a su vasta correspondencia con miles de personas, desde premios Nobel a escolares. A mediados de los ochenta, tras la publicación de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (1985), su correspondencia se amplió hasta incluir legiones de admiradores, y muchas de esas personas le ofrecieron sus propias historias. A Oliver le encantaba intercambiar correspondencia con ellos, y sus cartas se convirtieron en una extensión de su práctica médica. Al igual que Darwin mantuvo correspondencia con ornitólogos y colombófilos de todo el mundo para ampliar sus conocimientos sobre la selección natural, Oliver escribió a unos y otros para explorar la individualidad humana.
Oliver insistía – ante sí mismo y ante los demás– en que sus propias observaciones, por exóticas que parecieran, guiaban su práctica. En este punto, era inflexible. (A menudo se comparaba a sí mismo con los historiadores naturales, como Humboldt, Bates o Darwin, esos exploradores del siglo XIX que le encantaba leer de niño, y consideraba que la observación y la descripción eran su oficio.) Ya en los años ochenta, mucho antes que casi todos los que compartían su profesión, relataba los efectos de la música y el arte como terapia, tal y como lo observaba en los pacientes a los que dedicaba tanto tiempo. Empezó a desarrollar una nueva visión de enfermedades de las que muy pocos habían oído hablar, como el síndrome de Tourette, el aura migrañosa y la prosopagnosia. Volvió a tratar enfermedades incomprendidas durante mucho tiempo, como el autismo y el daltonismo, presentándolas a sus lectores con su habitual sensación de asombro y su profunda empatía. De hecho, rompió con sus colegas médicos al presentar estas enfermedades no como patologías sino, simplemente, como diferentes modos de ser.
Algo que se desprende claramente de sus cartas (y el propio Oliver lo comenta) es que tuvo una adolescencia muy prolongada. Se pueden imaginar muchas razones para ello. De niño, había quedado exiliado de su familia y sus amigos durante la guerra, pues lo habían enviado a un remoto internado, donde le pegaban y pasaba hambre, pero temía quejarse; al ser gay, de adolescente se vio obligado a ocultar su orientación sexual en una cultura homófoba; y como persona brillante pero nada convencional, parecía atraer la envidia y la rivalidad de casi todos sus jefes, así como el rechazo frontal o el silencio de su propia profesión. Incluso décadas después, me resultaba difícil, a veces agotador, ser su amiga íntima, dada la intensidad de sus estados de ánimo y sus arrebatos creativos.
Oliver no lo ignoraba. Había pasado gran parte de su vida, me dijo, sumido en una depresión paralizadora que parecía alternar con una creatividad frenética. ¿Era bipolar, y de algún modo empezó a superarlo cuando se acercaba a los cuarenta años? A veces se preguntaba si era así, o si tal vez era esquizofrénico, como su hermano Michael, aunque su psiquiatra, que llevaba casi cincuenta años con él, creía que no era ni una cosa ni otra. Luego vinieron las anfetaminas, los opiáceos y los alucinógenos. Sus cartas de esos primeros días son a veces grandilocuentes, melodramáticas, quizá escritas cuando estaba colocado de anfetaminas.
Comenzó a salir de sus propias dudas a principios de los años setenta, sobre todo tras la repentina muerte de su madre y la publicación de Despertares el día de su cuarenta cumpleaños. En su correspondencia, le vemos obligado a enfrentarse a su propia condición de adulto y asumirla; sus cambios de humor, aunque siguen siendo evidentes, se vuelven más moderados. Sus cartas ahora son mucho más concisas, más seguras. (El paulatino abandono de las anfetaminas debió de ayudar, al igual que los años de psicoanálisis, un mayor éxito en el mundo literario y un mayor reconocimiento por parte de sus colegas médicos.)
Oliver se quejaba a veces, con el paso del tiempo, del enorme volumen de correspondencia que recibía (y que se sentía obligado a contestar). Es cierto que escribir cartas a veces parecía una distracción de los proyectos de escritura «más importantes» en los que estaba trabajando, pero era fundamentalmente su forma de llegar a los demás y de que los demás llegaran a él. A menudo, una carta fortuita, totalmente inesperada, ponía en marcha un nuevo artículo o incluso un libro. En otras ocasiones, podía recordar y desenterrar una carta de años atrás, cuando un tema que había estado cultivando inconscientemente irrumpía en su conciencia. Y sin embargo: las cartas seguían siendo, como siempre, un salvavidas y una fuente constante de inspiración. Incluso en la vejez, a Oliver le encantaba sentarse con un puñado de cartas, un montón de papel y su estilográfica, dispuesto a responder.
KATE EDGAR
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Traducción de Damià Alou
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