16/02/2022
Empieza a leer 'Bajar es lo peor' de Mariana Enriquez


NOTA A LA EDICIÓN

Tengo muy mala memoria. Cuando me preguntan en qué momento empecé a escribir Bajar es lo peor, generalmente miento porque no me acuerdo. Creo que estaba en el último año de la secundaria. Sé que escribí la novela a máquina, pero no recuerdo la marca del artefacto –era pesado y duro, las teclas me rompían las uñas– y tampoco sé dónde está ahora: no soy fetichista, no sé en qué mudanza se perdió o si todavía está en la casa de mis padres.

Escribí la novela de noche, de eso me acuerdo, y tardé bastante en terminarla, algunos años. También recuerdo, perfectamente, por qué la escribí. Los dos protagonistas de la novela, Narval y Facundo, vivían en mi cabeza y tenía que desalojarlos porque no me dejaban lugar. Constantemente pensaba en ellos, eran un concentrado de mis obsesiones adolescentes, que son muy parecidas a mis obsesiones actuales: el vampirismo, el sexo entre hombres, la turbia belleza baudeleriana, la belleza injuriada de Rimbaud, la literatura fantástica y de horror, los subterráneos, los demonios, River Phoenix y Keanu Reeves, Lestat y Louis. Bajar es lo peor fue una especie de reescritura de Mi mundo privado y Entrevista con el vampiro pero ubicada en Buenos Aires.

Yo no vivía en Buenos Aires cuando escribí la novela, vivía en La Plata. Iba a Capital los fines de semana. A Bolivia, a Cemento –antros de rock y alcohol célebres en la época–, a fiestas en los barrios de La Boca y Parque Chacabuco, a recitales. Esperaba durmiendo en el suelo de la estación Once, con la cabeza sobre la mochila, el bus que me llevara de vuelta a La Plata, de madrugada. Las noches que no podía viajar –porque no tenía dinero o porque había otro plan– caminaba por La Plata, los alrededores de la catedral incompleta, los misterios de plaza Moreno y el teatro Princesa; jugaba a la ouija y quería aprender a tirar el tarot. Tomaba cocaína noches enteras, tomaba ácido y licor de mandarina en la plaza Paso, la más cercana a mi casa. De esas noches gastadas y tóxicas de principios de los años noventa también está hecha la novela. Una mezcla de romanticismo y vagabundeo: la adolescencia.

Bajar es lo peor fue leída –en unas pocas reseñas– como una novela de realismo sucio. Con los años, algunos críticos, como el también escritor Elvio Gandolfo, escribieron que tenía elementos de terror moderno. Para mí siempre fue una novela fantástica con noche y drogas. Con el romanticismo de Cumbres borrascosas y la geografía del sur de la ciudad, porque la conocía y, sobre todo, porque por ahí transitan Martín y Alejandra en Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sabato, mi novela favorita en esa época (Facundo tiene algo de Alejandra y el trío que acecha a Narval es un poco la Secta de los Ciegos). 

Bajar es lo peor fue, durante mucho tiempo, el único de mis libros por el que recibí cartas de fans, muchas y muy febriles; todas de chicas que me contaban sus vidas, sus excesos, el amor desesperado por alguien o directamente por Facundo, el chico que armé con retazos de Ian Astbury, Nick Cave y Charlie Sexton –sobre todo, de Astbury–, la combinación que yo juzgaba alquimia de la hermosura y la crueldad. A muchas de esas chicas tuve que decirles que Facundo no existía y se enojaron.

Una llegó a venir al lugar donde todavía trabajo, el diario Página 12, a exigirme que le marcara dónde quedaban las casas de los protagonistas, cuál era el lugar exacto del departamento donde Narval se despertaba frente al Riachuelo, dónde quedaba la casa en la que había crecido Facundo. Le dije que ninguna casa existía, que había casas que me habían inspirado, sí, pero en La Plata. La chica se ofuscó. No me creyó. Después, trajo a su exnovia, que era mi «fan». Estaban peleadas. La primera chica, la exigente, quería recuperar a la novia haciéndole un regalo. Ese regalo era yo, la autora de su libro favorito. Las tres tuvimos una conversación muy larga e incómoda en un bar. Días después, la primera chica volvió, sola –el regalo no había arreglado la situación–, me contó que su novia la amaba, pero que los padres y su clase social no la dejaban ser lesbiana, me dejó un libro de poemas y se fue. Nunca más las vi ni supe de ellas.

Quise acercarme a varias de las chicas que me escribieron. Ninguna quiso, que yo recuerde, concretar un encuentro, salvo dos. Una trabajaba en medios y la otra terminó filmando la película Bajar es lo peor, que no se estrenó comercialmente.

Todavía recibo algún mensaje sobre Bajar es lo peor o me encuentro con alguien que me habla de la novela. A veces son hombres de mi edad, gays. Hace poco, uno me confesó que, durante sus años más callejeros –hace casi dos décadas–, se hacía llamar Val. Por Narval. 

En 2019, Nuestra parte de noche ganó el Premio Herralde. Pocos meses después, la pandemia se desató en el mundo y todos quedamos incomunicados. Sin embargo, esa novela larga y oscura de alguna manera me llevó al principio: volví a recibir mensajes de fans entusiastas, las redes permitieron ver el fan art o los trabajos plásticos o audiovisuales que los lectores hacían y primero tímidamente y luego con entusiasmo los publiqué (los publico, siguen llegando) en Instagram. La gente me habla de Juan y Gaspar como me hablaba de Narval y Facundo, aunque en Nuestra parte de noche son padre e hijo, no amantes. Me refiero a esa línea tan fina sobre la que caminan los personajes cuando casi se hacen reales. Fue muy extraño y muy grato pasar estos años inesperados en compañía de esos fantasmas que se parecen tanto, de alguna manera, a aquellos que me visitaron en los años noventa. Vuelvo, entonces, a aquella épica. Repito que no me acuerdo demasiado. Algunos retazos: trabajar en la edición con Juan Forn en una oficina de Planeta, en la avenida Independencia. Su muerte en 2021 me dejó una especie rara de orfandad: fue el primero en leerme, corregirme y explicarme técnicas cuando yo ni siquiera sabía si quería dedicarme a escribir. Hacía años que apenas nos veíamos y que nos mandábamos mails esporádicos. El último que me envió, y sé que es un poco tétrico pero me parece hermoso, es la imagen de un fantasma japonés mujer, una yūrei, con el pelo negro suelto y flotante, sin pies. Después de Forn, nunca asistí a un taller literario, ni quise estudiar escritura creativa. Algo en la experiencia fue suficiente. Otras cosas de aquellos años. Irme a Mar del Plata, una localidad de la costa argentina, a corregir el libro; ir a la tele a hablar con presentadores algo bizarros y aparecer en talk shows hablando de por qué los jóvenes son violentos (esa era la consigna de la tarde); que me presentaran a escritores que yo no conocía y jamás había leído; que en la radio el libro se promocionara con la frase «la escritora más joven de Argentina».

Yo tenía veintiún años. No conocía a ningún escritor profesional ni había escritores en mi familia, no había asistido a ningún taller literario ni estudiaba Letras. No era mi ambición, tampoco, escribir novelas. Tenía que contar la historia de los personajes que me hablaban y tenía que escribir mis obsesiones porque era una necesidad física. 

Me tomó diez años publicar un libro después de Bajar es lo peor. En ese tiempo, escribí otra novela, que fracasó y fue destruida (era horrible). El fracaso no me espantó. Al escribir esa novela mala, me di cuenta de que quería hacer esto para siempre, escribir cuentos y novelas, que era la mejor forma de –no encuentro otra palabra– «desagotar» a mis ocupantes mentales. 

No releí Bajar es lo peor para esta reedición. No quiero corregirle nada; tampoco quiero recordar lo que no recuerdo de la trama o de los personajes ni reencontrarme con errores que, ya sé, son obvios; como las escenas de sexo, que tienen muy poco realismo y mucha fantasía, pero son fieles a lo que me erotizaba en ese momento, antes de ver pornografía, antes de que mis amigos gays tuvieran la experiencia suficiente para describirme ciertas dinámicas, antes de que yo misma experimentara lo suficiente. No quiero retocar ninguno de esos problemas cándidos. Me gusta esta novela. Me gustó escribirla.

Ya borré de mi memoria a la mayoría de los personajes. Nunca volví a escribir sobre Narval, Facundo o Carolina y no quiero hacerlo, ni siquiera en una corrección. Además, me parece mal corregir los libros viejos: le pertenecen a su tiempo. Y le pertenecen al autor cuando era más joven, que es una persona diferente.

Durante muchos años, viejos «fans», lectores y amigos me preguntaron por qué no se conseguía Bajar es lo peor. «Porque nadie me la pide para reeditarla», contestaba yo. Finalmente me la pidieron: primero en Argentina y ahora en Barcelona y acá está, intacta. Un amigo me dijo hace poco: «Ahora escribís mucho mejor, pero Bajar es lo peor tenía una fuerza distinta...» Es un elogio extraño, ambiguo, pero a lo mejor es un elogio justo.

MARIANA ENRIQUEZ,
noviembre de 2021

 

 

Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo un abismo, este también mira dentro de ti.
FRIEDRICH NIETZSCHE


Primera parte

Hustlers of the world, there is one Mark you cannot beat: The Mark Inside...
WILLIAM S. BURROUGHS

Nada es cierto ni falso, el pensamiento es el que hace que lo sea. Y, cuando te empujan más allá del límite, tus pensamientos te acompañan y no te sirven de nada.
HENRY MILLER

1

Amanecía. La humedad y el calor pegaban las sábanas a la espalda de Narval, que se desperezó y se asomó por la ventana. Los barcos inmóviles estaban iluminados fantasmagóricamente por las primeras luces del sol; la habitación también empezaba a aclararse: la cama revuelta, el lavatorio sucio en un rincón, la jeringa y la cuchara tiradas en el piso. Narval no conocía el lugar; ni siquiera podía recordar cómo había terminado ahí. Recorrió la pieza con la mirada. Nada por ningún lado, salvo una mugre colosal.

– Con quién habré estado anoche –se dijo en voz baja, aunque lo sabía y trataba de sacarse la idea de la cabeza, fingir que lo había olvidado. Se frotó los antebrazos con las manos; tenía frío y estaba mareado.

Se puso la campera y comenzó a bajar. Había dormido vestido, incluso llevaba puestas las botas.

Caminó por el puerto, las botas chasqueando contra el empedrado. Se sentó con las piernas colgando hacia el agua. El olor del Riachuelo era casi insoportable, pero Narval se acostumbró enseguida y se quedó mirando los retorcidos hierros del puente hundidos en el agua negra. En realidad, estaban bastante derechos, pero la sensación que daba mirarlos era de hierros retorcidos. El chasquido del agua sucia golpeando contra el monstruo de metal negro le ponía la piel de gallina, lo mismo que la grasa pegoteada, como si el Riachuelo fuera algo vivo, viscoso y oscuro que no quería emerger y besaba los barcos y el puente.

Los barcos. Para él, los barcos nunca zarpaban, siempre estaban inmóviles, muertos, abandonados. Fantasmas gigantes, rodeados por la niebla del amanecer, una niebla que hacía que las cosas se vieran como a través de un vidrio empañado.

Se tanteó el pecho y la camisa buscando cigarrillos. Encendió uno: la ceniza cayó en el agua aceitosa, flotó un instante y se hundió. Como no soplaba ni una brisa, podía hacer esos anillos de humo en los que era experto. Una chupada, una seguidilla de anillos perfectos, otra chupada y un anillo grande y otro chiquito que se metía dentro del primero. Asqueado, tiró el cigarrillo por la mitad. Tenía la boca pastosa de nicotina y el estómago revuelto por no comer. Casi inconscientemente comenzó a arrancarse las puntas florecidas del pelo mientras tarareaba «Mambrú se fue a la guerra, no sé cuándo vendrá».

Iba a hacer calor otra vez; el sol empezaba a quemarle los ojos, y aunque Narval odiaba eso, nunca podía conservar un par de anteojos negros, siempre los perdía. Dio vuelta los bolsillos para buscar algo de plata. Encontró unas monedas y una papela. La idea era iniciar el día con un vino y un pico.

Empezó a caminar y, aunque a la cuadra se dio cuenta de que le dolía demasiado todo el cuerpo, decidió seguir. En un kiosco abierto las veinticuatro horas compró un vino y con el vuelto se preparó para esperar el colectivo, odiando el amanecer casi tanto como la resaca que tenía encima.

Un viaje interminable y el pánico de haber perdido las llaves que, después de cuadras y cuadras de revolver los bolsillos, aparecieron en el de atrás.

El olor de su departamento se estaba volviendo insoportable y, además, tenía que cambiarse los pantalones de una buena vez.

Siempre es tan complicado picarse solo, pensó Narval, frunciendo la nariz ante el intenso olor a fritura que llegaba desde la calle y le daba arcadas. Sintió un sabor amargo en el fondo de la boca y aguantó las ganas de vomitar; siempre es tan complicado picarse borracho, pensó. La cucharita le temblaba en la mano, la impaciencia no le dejaba cargar la jeringa. Rió satisfecho cuando lo logró.

El dolor de la aguja hundiéndose en el brazo amoratado y una presión en el vientre. Las manos temblando, los labios pálidos mordidos hasta enrojecer. Una gota de sangre en los vaqueros y un martillazo en la nuca, el cerebro cargado de azul electricidad, el zumbido en los oídos.

Cerró los ojos.

Y el miedo a mandar de más y ganar. La muerte tirando de la oreja, el corazón latiendo enloquecido.

– La última vez –murmuró–. Respirar hondo y tranquilizar el corazón y dejarse llevar. Ya llegamos.

Se estiró hasta el grabador y descubrió que no andaba. Era inútil: estaba roto desde hacía tiempo y nunca se acordaba hasta que quería escuchar música. Puteando en voz baja, cerró la puerta con llave y bajó las escaleras. No podía quedarse ahí de ninguna manera.

Pasó horas caminando por cualquier lado, sin poder parar. Las luces se le aproximaban flotando misteriosamente, la calle se transformaba en un caleidoscopio rojo, amarillo y verde. No era tan terrible que la calle se convirtiera en un semáforo giratorio gigante. Había cosas peores. Era peor que aparecieran los que lo seguían, por ejemplo. Narval los había bautizado Ella y los Otros, para ponerles un nombre. No sabía de dónde habían salido ni por qué estaban detrás de él: una tarde, la ciudad se había vuelto negra, como si de golpe se hubiera hecho de noche, y Ellos habían aparecido entre la gente y lo habían perseguido y le habían mostrado cosas horrendas. Ellos tres: una mujer espantosa, un hombre sin ojos y otro con arañas recorriéndole el cuerpo. Podían salir de cualquier lado; una persona podía darse vuelta y ser uno de Ellos, podían salir de una puerta, podían hacer cualquier cosa. Nadie parecía verlos, salvo Narval. O, a lo mejor, la gente hace como que no se da cuenta de que Ellos están ahí. Nunca se sabe, pensaba Narval.

También podía pasar que la calle se convirtiera en un lodazal del que emergían manos que querían tirarlo hacia abajo. También podían aparecer hombres desnudos y malolientes que le tiraban cachos de carne desde los árboles. Y ahí te quiero ver, sonrió Narval, ahí te quiero ver, cuando hay que caminar derechito como si nada pasase, cuando hay que evitar correr y aullar para que la gente no se dé cuenta. Porque, si alguien se da cuenta, derechito al loquero.

Se apoyó en un palo de luz y vomitó. Pensó en quedarse tirado en un umbral, pero siguió caminando. Aunque era inútil tratar de mantenerse en pie con tanta gente esquivándolo y empujándolo. La gente no era más que una molestia. Pero, cuando la noche llegaba en pleno día y los traía a Ellos, la gente podía serle útil: una bocina, un roce, una risa podían hacer que Ellos se fueran y devolverlo a los semáforos, los autos, el ruido, Buenos Aires. No siempre, claro. Y, últimamente, no por demasiado tiempo.

Un empujón lo hizo tambalear tanto que tuvo que sentarse en el cordón de la vereda. La humedad era cada vez más pegajosa. Los autos pasaban con ruido a lluvia y le movían el sucio pelo rubio que le caía sobre la cara.

– Dónde carajo estaré –murmuró, y supo que, si levantaba la cabeza, iba a volver a vomitar.

Se llevó una mano al pecho porque el corazón parecía querer reventársele contra las costillas. Sintió que estaba empapado en sudor frío y se levantó.

– Adónde puta iré –dijo en voz alta.

Miró hacia atrás y vio la Torre de los Ingleses. Delante de él, los autos se aproximaban furiosamente por la avenida. Estuvo un buen rato parado en la esquina esperando el momento de cruzar. Los autos siempre parecían estar demasiado cerca o demasiado lejos y ya había tenido malas experiencias por cruzar sin mirar. Por eso enfiló hacia Florida, rogando no cruzarse con ningún mutiladito guitarrero. Hacía tanto calor... Los cuerpos sudorosos y apurados lo rozaban. Dos manos mugrientas le ofrecieron una caja de maní con chocolate.

En Corrientes decidió tomar el subte, evitando a una mendiga boliviana que le extendía la mano sentada en las escaleras. Las botas repiquetearon contra los escalones. El calor abombante, la atmósfera enrarecida por el encierro. No había nadie en el andén, cosa bastante rara. No sabía qué hora era, pero siempre había alguien en los subterráneos. En cuclillas, con la espalda contra la pared, pensó que era ridículo nunca tener plata pero siempre encontrar cospeles de subte en el fondo de algún bolsillo. Suspiró: se hacía muy difícil respirar normalmente en ese encierro. Hizo crujir su cuello contracturado y cerró los ojos.

Y entonces sintió esa sensación extraña, que empezaba en el fondo de las tripas y se iba a la cabeza como un lento latigazo. Las sienes empezaban a bullir y latir, como si algo quisiera estallar, como si algo luchara por salir, y por un momento quedó casi ciego, con infinidad de puntitos negros bailando enloquecidos ante sus ojos. Después, inconfundible, el escalofrío. Aterrado, pero no sorprendido, oyó los pasos inseguros, los pies arrastrándose.

– Ella otra vez no –dijo, en voz baja.

Unas uñas rascaron los azulejos. Exactamente el mismo ruido que una tiza al chirriar contra un pizarrón: Narval sintió que se le destrozaban los dientes. La humedad corría por el techo y goteaba.

«Acá estás. Fue fácil encontrarte.»

La voz era resquebrajada. Peor todavía: gorgoteante. Narval se negaba a mirarla y empezó a temblar con violentas sacudidas. Basta, pensó. Pero los tacos se acercaban vacilantes. Aunque tenía los ojos cerrados, Narval supo que se había detenido delante de él. Y sintió el aliento fétido en la cara, pero mantuvo los ojos cerrados.

Ella le pasó una mano por la barbilla; Narval se la aferró con fuerza para evitar que lo tocara. Entonces abrió los ojos.

Ella y sus labios exangües, su piel grisácea, el cuello y los brazos llenos de marcas y moretones, el rostro pintarrajeado y ese olor a sudor y brillantina. Narval empezó a pedir mentalmente porfavorporfavorporfavor, pero no. Nunca se iban.

Ella se acostó en el piso abierta de piernas, se levantó la pollera y empezó a masturbarse. Con la lengua se corría el rojo lápiz labial y lo reemplazaba con la sangre que brotaba de las heridas que se hacía con sus largas y descuidadas uñas entre las piernas. Narval empezó a arrastrarse por el piso para huir y Ella comenzó a reírse: una risa ululante, que terminó en un alarido.

«No te vayas», le gritó la mujer, y el eco de sus gritos resonó como campanadas en el silencio del subte.

Narval subió corriendo las escaleras. En la mitad se quedó casi sin aire y con un resto llegó arriba. Se apoyó en la baranda y sintió que se ahogaba, que ya no sentía las piernas. Respiró ávidamente un poco y siguió caminando sin mirar atrás. Otro encuentro como ese y se volvería loco, loco de atar. Se sentó en un umbral y acurrucó la cabeza entre las rodillas. No quería mirar a la gente. No quería verla de nuevo. ¿Y si, cuando finalmente decidiera levantarse, se encontraba con Ella mirándolo? Sintió un mareo y empezó a llorar y se dijo que así lo encontraría alguien alguna vez, sucio, drogado y desquiciado. Y que ese alguien se lo llevaría y que ni siquiera entonces podría dejar de llorar.



Bajar es lo peor

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