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Empieza a leer 'Auge y caída del conejo Bam' de Andrés Barba

01/07/2025

 

Para Carmen,
que cruzó el río que no se puede cruzar,
que subió la montaña a la que no puede subirse

 

Ser conejo es que no haya alternativa.

Dicho popular

 

1

No hace falta jurar que somos una raza triste; las orejas tiesas, la mirada fija, los músculos en tensión, siempre dispuestos a la huida. En algún momento he llegado a imaginar un solo conejo del que todos somos parte y totalidad, un conejo oscuro como el hambre, cosa entre las cosas, lleno de miedo a ser atrapado, a la enfermedad, al crecimiento imparable de los dientes, al frío excesivo, a los depredadores, al ruido. El miedo es la gran invención de los conejos, pero no de todos, no de Bam al menos, aunque tampoco puede decirse que Bam fuera Bam desde el principio, no la primera vez que llegué a la pradera, Bam no era Bam entonces, ni seguramente nadie, y ese pensamiento me asombra ahora que Bam ha muerto, el de que tal vez el día en que fui abandonado en la pradera por aquellos que sin duda me querían, Bam fue uno de esos bultos con los que me crucé sin saberlo, aquella sombra arrinconada bajo un arbusto, aquel otro que farfulló una bienvenida, no sé.

No hace falta jurar que somos una raza triste, pero Bam estuvo aquí, nos creó, nos liberó. ¿Lo soñamos? No podría decirse que fuera un conejo complicado, pero estuvo lejos de ser uno fácil de comprender. Yo mismo no logro explicarme de dónde venía la fascinación que ejerció sobre nosotros ni cómo pude acompañarle hasta el final. Fue, creo, la convicción de todo el daño que pudo hacernos y, sin embargo, no nos hizo, y es que en eso consistió, si no recuerdo mal, una de sus primeras lecciones, la lección de un Bam ya reconocible, con su cicatriz en el hocico, su permanente hilo lechoso en la mirada y sus manchas pardas en las orejas blancas; la de que, para conocer el miedo de los conejos, es necesario hacerles creer que se les va a hacer un daño y luego no hacérselo, que sientan que una gran tragedia es inminente y luego dejarlos allí, presas de la ensoñación, decía Bam, no sé.

No es sencillo recordar. En esos días soy para mí algo inmóvil y Bam toda una sucesión de encuentros por llegar. Yo acababa de ser abandonado en la pradera por aquellos que sin duda me querían y aún sentía la agitación de la última caricia, había tratado de regresar con ellos sin lograrlo y ahora miraba aquel paisaje desconocido, no sabía hacia dónde moverme, vi, recuerdo, tres árboles, y luego el promontorio gris, y luego los arbustos verde claro que se mezclaban con los arbustos verde oscuro y más allá el río que no se puede cruzar y la montaña a la que no puede subirse, todo era negro, marrón, un poco anaranjado, se oía el piar de los pájaros subiendo y deteniéndose a ratos, olía a animales desconocidos, tal vez mortales, lo que me causaba alerta y desesperación, no me moví hasta ver la entrada a la Gran Madriguera, una entrada poco más grande que mi cuerpo por la que me metí sin pensarlo y me vi rodeado de iguales. Todas las miradas me parecieron familiares y distintas a la vez. Para tranquilizarme me dije que eso era lo que había imaginado siempre cuando me escondía, que esas galerías que mis sentidos percibían ahora por primera vez eran, por así decirlo, la materialización de mi deseo de desaparecer, pero la realidad resultaba más difícil. La Gran Madriguera no tenía una estructura evidente. Era, ahí tenía la prueba, una superposición de múltiples galerías solapadas, conectadas unas con otras, tan pronto concluían en una sala cerrada como se conectaban a otra red difusa de nuevas salas, espirales, conexiones, salidas, útiles algunas, otras solo divergentes, como si un número incalculable de conejos pasados, pero con necesidades y sentimientos idénticos a los míos, hubiese creado un entramado habitable y delirante; un espacio que algunos habían tratado de unificar, tanto como otros de mantener aislado. La Gran Madriguera, tardé en comprenderlo, no respondía solo a la necesidad de un refugio, sino a algo más oscuro, un mensaje no del todo consciente, la seguridad de que la obra de uno es la obra de todos, de que para los conejos no hay margen para una rebelión que no sea, al mismo tiempo, una huida, una constatación de su impotencia, pensé, creo, no sé.

Sé bien lo que diría Bam. Bam, que nos salvó y perdió y tal vez nos inventó, sé lo que diría porque se lo oí decir cientos de veces en privado y en público, con variaciones –tremendas variaciones que, en realidad, lo pensé luego, cuestionaban la sabiduría de Bam, aunque eso es otro asunto– sé lo que diría porque hasta los detractores de Bam decían lo mismo: que la Gran Madriguera es indiferente a los conejos por muy obra suya que sea, que las galerías, salas, recovecos, conexiones, entradas y salidas de la Gran Madriguera resultan indistinguibles porque son, en realidad, intercambiables, o mejor, la misma galería, la misma sala, la misma conexión, el mismo recoveco, que los conejos que recorremos la Gran Madriguera somos simultáneamente un mismo y todos los conejos que la recorren y recorrieron, salimos a la vez que entramos, nacemos a la vez que morimos, y que por eso quebrar la pata a un conejo es quebrárnosla a ninguno, matarnos a todos es no rozar siquiera la posibilidad de nuestra muerte, eso diría Bam, con esas palabras u otras parecidas, con un conocimiento que yo creo que adquirí entonces, en esos días de confusión, impregnado aún del olor de aquellos que sin duda me querían, un olor que no podía ocultar y que provocaba que muchos se apartaran de mí con desconfianza. Recorría las galerías solo, con la esperanza de que así se iría más rápido, sin ninguna intención de orientarme, vagaba tratando de borrar mi vida anterior, y la oscuridad y el frío permitían que el olvido hiciera su trabajo, pero ¿qué era finalmente lo que quería yo? No lo sabía tampoco, me aferraba a ese deseo de borrarlo todo como quien se aferra a una roca menor para saltar a una más grande, no deseaba ver a nadie ni que nadie me viera a mí; adivinaba el miedo en la mirada de los otros, porque el miedo es siempre la antesala de otra cosa, solía decir Bam, y me agazapaba aguantando la respiración hasta quedarme solo para salir de nuevo a la pradera, no sé.

Pero cuanto más trataba de alejarme, más trataba Bam de acercarse a mí, cuanto más salía a la pradera en busca de alimento, más se repetían en la distancia aquellas orejas blancas con sus manchas pardas, aquel hocico con su cicatriz y aquel ojo con su hilo lechoso. En el relato heroico que se hace hoy de esos días no hay conejo que no viera a Bam en tal o cual ocasión, que no escuchara de él un comentario premonitorio, quien más quien menos copuló con él alguna tarde o durmió amparado en su calor durante aquel invierno terrible, Bam se ha convertido hoy en el horizonte natural de los recuerdos, quien más quien menos recuerda alguna frase memorable, frases que todos aseguran haber escuchado de Bam y que muchas veces no son de Bam, sino de ellos mismos, pues la mayoría de los conejos que viven hoy en la Gran Madriguera ni siquiera conocieron a Bam, se trata por tanto de conclusiones que han adquirido por experiencia propia, pero igual sienten la tentación de atribuir a Bam, pues atribuidas a Bam adquieren una fuerza que no tendrían de otro modo. Quien más quien menos relata actos heroicos de Bam que no vio o derrotas de Bam que no lamentó, las historias son tanto más fantasiosas cuanto más alejados estuvieron de Bam los conejos que las cuentan, pero solo quienes realmente conocimos a Bam guardamos silencio, tal vez porque en aquellos días Bam era un paria, o quizá no un paria, pero casi un paria. Solo de milagro, se decía entonces, estaba vivo Bam, solo por suerte aquel conejo no había sido devorado por algún depredador o aniquilado por cualquier contagio, y más que un signo de inteligencia o respeto, esa ausencia de miedo era algo monstruoso en Bam, una carencia; justo al revés de lo que suele decirse ahora, nadie quería entonces estar cerca de Bam porque se corría el peligro de quedar impregnado de su locura, por eso cada vez que salía de la Gran Madriguera y veía en la distancia aquellas orejas blancas con sus manchas pardas, el hocico con su cicatriz y el ojo con su hilo lechoso, por lo general trataba de huir o, si no podía, evitaba mirarlo o, si no podía, apenas respondía a sus preguntas o, si lo hacía, era con un o un no, y hasta me resignaba a no comer si era necesario y regresaba a la Gran Madriguera antes de pasarme la mañana asediado a preguntas por aquel conejo incansable, tal vez idiota, pensaba yo, que me perseguía, no sé.

Digo Bam pero evidentemente aún no se llamaba Bam, ni ninguna otra cosa. Digo Bam y era solo una criatura incomprensible, cómica si no hubiese sido tan irritante. Poco a poco empecé a ceder a su presencia, ni siquiera un conejo puede pasarse la vida huyendo. Poco a poco empecé a salir a la pradera y me acostumbré a que detrás de mí lo hiciera aquella sombra. Se estableció entre nosotros un orden invertido en el que el fuerte imitaba al débil, en el que Bam me imitaba a mí, convencido tal vez de que la imitación le haría poseer un secreto que él pensaba que yo me resistía a revelarle. Si yo comía, lo hacía Bam, si yo bebía, Bam bebía, si me quedaba inmóvil y en silencio bajo el sol de la mañana, lo hacía él. Porque me había visto llegar, me dijo, aquella tarde en la pradera, porque él estaba husmeando unas raíces cuando vio a aquellos que sin duda me querían transportándome en sus brazos, y vio también, me dijo, que al principio yo me resistí a ser abandonado, que regresé dos o tres veces hasta donde se encontraban, y que ellos volvieron a obligarme a marchar y que yo regresé una vez más, hasta que al fin me dieron por imposible y poco menos que se marcharon corriendo, y por qué –preguntaba Bam, incansable–, por qué –deseaba saber– había regresado con ellos, por qué no me había querido quedar en la pradera si yo era un conejo y pertenecía al mundo de los conejos. No era, por supuesto, la primera vez que me lo preguntaban, pero nadie lo hacía con tanta insistencia como Bam. Por falta de referencias sus preguntas acababan volviéndose reiterativas: a la pregunta de por qué había querido regresar seguía la de qué había en el mundo del que me habían traído, si había más conejos allí, por qué había querido regresar con ellos, insistía, dejándome sin palabras, igual que me quedaba sin palabras siempre que me preguntaban los demás, y es que cada vez que intentaba responder a esas preguntas chocaba con su incapacidad para imaginar lo que yo había visto y ellos no, cada vez que trataba de responder todo se volvía inmediatamente falso, describía cómo era la madriguera de aquellos que sin duda me querían, aquel espacio de galerías rectas de alturas imposibles, la oquedad suave en la que había dormido desde mi nacimiento, la piedra blanca que despedía calor, el sol que se apagaba y encendía abruptamente, las virutas marrones y alimenticias que me daban todas las mañanas y, aunque creía describir todo conforme a la verdad, al instante me veía obligado a comprobar que no era la verdad lo que ellos oían. La verdad, acabé pensando, solo la conoce quien la ha vivido, no hay manera de contar lo que otro no ha visto, todas las historias se vuelven así una mentira. Hasta los sucesos más recientes –pensaba en mis momentos de mayor desánimo–, hasta si ahora mismo en la Gran Madriguera entrara alguien a toda prisa y avisara de que sobre la pradera hay un depredador que nos pone en peligro, todos pensaríamos instantáneamente en algo parecido y en algo distinto y parecería que nos entendemos, pero en realidad estaríamos lejos de hacerlo, no sé.

Pero había otros momentos también. Momentos de una extraña belleza. Y lo más raro es que provenían precisamente de esa insistencia de Bam, su deseo de verdad era tan fuerte que no importaba que lo que yo dijera fuese inevitablemente una mentira, todo lo convertía en verdad. Cómo era eso posible, no sabría decirlo. Se parecía, creo, al miedo, a la forma en que el miedo transfigura y afila las cosas, su deseo de la verdad, agarraba el mundo y lo llevaba a otra parte para devorarlo tal y como se dice que un depredador nos agarra y nos lleva a otra parte para devorarnos. Empecé a acostumbrarme a mi vida en la Gran Madriguera. Comencé a alimentarme bien, el misterio de sus galerías empezó a parecerme menos opresor, tal vez porque ya no trataba de entenderlo. Las recorría ahora como veía que lo hacían los demás: sin intención de llegar a ningún sitio y cuanto más lo hacía, más percibía su desgaste. El desgaste, decía Bam, es la garantía de las cosas. Empezamos a pasar la mayor parte del día y la noche juntos. Nos veían, creo, como una extraña pareja. Cómo era, preguntaba una y otra vez. Cómo era qué, respondía yo. Cómo era su madriguera, insistía Bam. Creía en la existencia de una sola madriguera. La convicción de una madriguera universal en la que vivían esos seres, pero también nosotros y muchos otros animales, ejercía sobre él una especie de fascinación. No era tanto lo que veía en mí como lo que creía que yo representaba. Afirmaba que no era como los demás. Creo que ni él sabía lo que decía, no sé.

 

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Auge y caída del conejo Bam

 

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