26/05/2023
Empieza a leer 'Antes del huracán' de Kiko Amat

 

Tout le monde ne peut pas être orphelin.

Poil de carotte, JULES RENARD

Me he vuelto loco, pero la culpa es vuestra.

PABLO DE TARSO, 2 Corintios 12

 

1

Plácido tiene las dos manos ocupadas. Hace unos segun­dos andaba hacia Curro, después de abrir la puerta del pabe­llón H y descender los cinco escalones. Una pierna y luego la otra, el cuello erecto. Balanceaba los brazos con normalidad; no se detuvo a bailar ni se puso a aullarle al cielo. El historial clínico psiquiátrico de Plácido incluye tendencias suicidas, he­teroagresividad, frecuentes autolesiones, cuadro de alteracio­nes conductuales, agitación psicomotriz, importantes trastor­nos de conducta, cambios de personalidad y conductas de desinhibición. Ideación delirante, pero no clínica alucinatoria. Curro siempre se dice que, de todos los locos del manicomio, Plácido es quien menos lo parece. Si uno no le hubiera visto al borde de aquella azotea, hace dos años, calculando la caída con ojos apenados, podría llegar a pensar que está categórica­mente sano. En plena posesión de sus facultades mentales y fí­sicas.

Son las nueve de la mañana, pero no hay mucha luz. Un sol frío, desenfocado por las nubes, tiembla en el cielo sin fuer­za. Es de un color rojo tibio, gastado, como una moneda de cinco céntimos. Unas nubes esponjosas se apretujan encima del río Llobregat, tras los pabellones del lado este. El mes es enero, el año el presente. La novela acaba de empezar.

Cuando Plácido abría la puerta del pabellón H, Curro acababa de simular que encendía un cigarrillo, y luego simuló que aspiraba el humo y lo echaba, y unos segundos más tarde simuló sacudir la ceniza con el dedo índice. En el manicomio fuman casi todos los locos, de manera compulsiva, pero no él. Solo es un gesto que le aporta sosiego. Se siente algo mejor, ahora, por la segunda dosis de clozapina del día que acababan de administrarle por vía oral, unos minutos antes, en la coci­na, en uno de esos vasos-dedal diminutos que sirven para re­gular cantidades.

Plácido se coloca frente a él y le alcanza un trapo lanudo y abultado, a cuadros, doblado sobre sí mismo un par de veces. También un vaso largo que contiene un líquido amarillento y espumoso.

–Buenos días, señor. Debo informarle de que Soldevila ha desaparecido.

–Buenos días, Plácido. Sí, ya me he enterado.

–Entiendo, señor. Aquí tiene la bufanda.

–Gracias.

–He pensado que la necesitaría. Es una mañana fría, señor. Un día ideal para pillar un catarro insidioso. Y aquí tiene tam­bién su complemento vitamínico.

Curro lanza su cigarrillo fantasma al suelo y simula aplas­tarlo con una de las pantuflas. Plácido tiene razón. Es un día frío, frío de veras. La tierra del patio está dura y seca, a Curro las mejillas se le tensan, los dientes le castañean durante un bre­ve escalofrío que le recorre todo el cuerpo, espina dorsal arriba y brazos abajo. No es una mañana para andar por ahí en bata. Curro se frota el mentón y permite que tres tics de ceja y pár­pado le aclaren la mente. Siente el impulso de chuparle la nariz a Plácido, como una orden directa que llegara de su sistema nervioso, pero aprieta mucho los puños, sacude la cabeza con energía y consigue que pase.

–Espléndido, Plácido. – Agarra la bufanda y se la anuda al cuello. Luego toma el vaso–. Ah: batido de huevo con gaseosa. El reconstituyente fortificado de la clase obrera. En mi casa se bebía mucho. Mi madre estaba particularmente obsesionada con eso. Y con muchas otras cosas, no hace falta decirlo.

–Si no me equivoco, señor, hoy va a necesitarlo más que nunca. Se dice en el pabellón que el desayuno de esta mañana distaba de ser satisfactorio.

–Tus fuentes te hacen justicia, Plácido: el desayuno parecía regurgitado por un mochuelo con espantosos hábitos alimenti­cios. – Curro se palmea la tripa–. Dios del cielo, los de la cocina van a matarnos a todos un día de estos. ¿Dónde estudió esa gente, Plácido, en la Academia de Cocina Lucrecia Borgia para el Envenenamiento Masivo?

–Señor – responde el sirviente, sin sonreír.

Curro siente una pequeña punzada de irritación, pues en los dos años que lleva a su servicio, Plácido no ha hecho amago de apreciar sus chistes ni una sola vez. Curro solo le ha visto ac­cionar los músculos de su boca para hablar y comer. No: ni si­quiera comer. Jamás le ha visto ingerir alimentos. Quizás se ali­menta por vía fotosintética, como las plantas.

–En fin. Gracias de nuevo por la bufanda. – Y le da un par de palmaditas al trapo, que Curro siente como un fino paño de cachemira pero es solo un trozo de cortina vieja con lamparo­nes. Se bebe el contenido del vaso y mira a su mayordomo.

Plácido es el único paciente pulcro del hospital. Traje negro milrayas, plastrón negro bien anudado con nudo tradicional, camisa blanca impoluta, un chaleco de un amarillo vistoso, do­rado, con franjas verticales negras. Zapatos ingleses de color ma­rengo, abrochados con doble nudo. Los lazos, tan perfectos y equidistantes, hacen que cada pie parezca un regalo.

Están, él y Curro, ante las escaleras de entrada del pabellón H. Unas escaleras muy anchas, con solo cuatro peldaños de piedra granítica blanca, salpimentada con manchitas negras, que le recuerdan a la entrada del terrario del Zoo de Barcelona. De niño iba allí a ver reptiles con sus padres, en los años que preceden a 1982. Antes del huracán, cuando el mundo estaba aún encajado en su eje.

* * *

Antes del huracán

 

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