23/12/2022
Empieza a leer 'Anoxia' de Miguel Ángel Hernández

I. La imagen última

1

Al difunto trata de mirarlo solo por el visor. Lo tiene delante de ella, pero sus ojos se fijan en la imagen que se forma a través del objetivo: el brillo de la madera cobriza del ataúd, las manos huesudas entrelazadas sobre el pecho, el anillo dorado en el dedo corazón, el traje gris marengo, la camisa blanca flamante, la corbata negra de rayas plateadas y el rostro sin vida. El tono pálido de la piel, la superficie marmórea que refleja la luz y la obliga a mover varias veces la cámara hasta encontrar el ángulo perfecto.

El frío de la pequeña sala del tanatorio eriza el cuerpo robusto de Dolores. Debería haber traído algo de abrigo, al menos un pañuelo para cubrir sus hombros y compensar la ligereza de la blusa de seda. No lo ha pensado antes de salir de casa y ahora se arrepiente. El aluminio del trípode se ha enfriado nada más entrar y el cuerpo de la cámara es ahora un témpano de hielo. Lo nota al apoyar la mejilla para comprobar la imagen por el visor metálico. Al final ha traído consigo la Nikon F4. Tiene más de veinte años y pesa como un yunque, pero se siente a gusto con ella. Además, era la preferida de Luis. Por alguna razón, también esto ha influido en su elección.

En la habitación no está sola. La hija del difunto, vestida de negro riguroso, la acompaña en silencio. No debe de ser mucho mayor que ella. Sesenta, tal vez. Dolores percibe su mirada inquisitiva en cada pequeña acción. Pero prefiere estar vigilada a quedarse a solas con el cuerpo.

Se mueve en silencio, con lentitud y respeto. Pide permiso sin apenas levantar la voz para mover las flores y despejar el campo de visión. Ladea las coronas y sitúa el trípode a la distancia justa. Trata de ser rápida y centrarse en lo que hace. Es consciente de habitar un tiempo prestado e interrumpir un duelo. Por eso cada leve movimiento, cada mínima pulsación del disparador, le hace pensar en la incomodidad de la mujer que no deja de escudriñarla. La misma contrariedad que le ha manifestado nada más entrar:

–Lo respeto porque era la voluntad de mi padre –le ha dicho con tono seco y gesto agrio antes de que el operario abriera la sala de exposición del cadáver–. Pero todo este delirio es cosa del anciano loco ese. Por favor, dese prisa y váyase pronto de aquí.

El anciano loco ese. Las palabras de la mujer le han puesto imagen –aunque sea imprecisa– a la voz que está en el origen de todo. La llamada telefónica. Ayer, a última hora de la tarde. El tono grave y el acento que no supo identificar. Y, sobre todo, el encargo –mejor, el ruego–, el más insólito de todos los que ha recibido en su vida de fotógrafa.

–Mi amigo ha muerto –dijo la voz–. Le prometí una última fotografía.

Durante unos segundos, Dolores no supo cómo reaccionar. ¿La foto de un difunto? ¿Qué tipo de broma era esa? Pero el tono del requerimiento no dejaba espacio a la duda. El hombre hablaba en serio. Había previsto hacerlo él mismo, le dijo, pero se encontraba inmovilizado por un accidente doméstico. Le pagaría lo que hiciera falta.

 

* * *

Anoxia
 

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