11/12/2023
Empieza a leer 'A las dos serán las tres' de Sergi Pàmies

 

En el amor las mismas palabras que sirven para decir la verdad sirven para mentir.

FRANCESC PUJOLS, «L’amor i l’amistat. Carta oberta a Mercè Rodoreda»

 

–¿Por qué están parados los relojes?

–Para que no pase el tiempo.

MARIO LEVRERO, El sótano

 

LA SEGUNDA PERSONA

 

Ordenando armarios, tropiezo con la virginidad que perdí en el otoño de 1978. No recordaba haberla conservado como el pétalo de una rosa entre las páginas de un libro. De hecho, lo habitual es que el pétalo se marchite sin volver a ver el sol. O que un día, al abrir el libro, se caiga, se resquebraje, nos confronte con la dificultad de rememorar algo relacionado con la rosa en cuestión y nos obligue a recogerlo y tirarlo a la basura. Afortunadamente, la virginidad no se ha caído y no he tenido que arrodillarme para recomponer el rompecabezas del pétalo. Más fosilizada que marchita, ha aparecido compartiendo caja con un banderín del CSMG y dos cartas escritas por uno de nuestros poetas nacionales.

Con el fósil en la mano, siento que la carga evocadora del vestigio me empuja hacia el pasado con una precisión milesimal de latitud y longitud. La perplejidad se impone al valor arqueológico. Me veo con cuarenta años menos –un kilo por año– compartiendo un placer largamente anhelado. Entonces, en los círculos que frecuentaba, la virginidad ni siquiera servía como tema de conversación y estaba mejor visto no tenerla que conservarla. Y no recordar cómo, cuándo y con quién la habías perdido confería galones en el escalafón bohemio. Hablo en general, que conste, porque la chica con la que compartía cama –admiradora de Julio Cortázar, bebedora de Torres 5– ya había superado esta fase, mientras que yo no sabía si eso debía tranquilizarme o hacerme temer cualquier comparación.

Preveo que la virginidad me ayudará a terminar un texto –el encargo, bien pagado, de una revista patrocinada por el Parlamento Europeo– con el título «Por qué escribo». Es un tema tan poco original que cruzo los dedos para que inguno de los colegas que participan en el proyecto haya tenido la misma idea. ¿Qué me gustaría decir? Que para mí escribir nunca fue la consecuencia de ninguna predestinación sino de una carambola de tiempo libre y equilibrio entre esfuerzo, facilidad, azar y satisfacción. La metáfora de la virginidad podría venir a cuento porque, salvando las distancias, el oficio de escribir sigue una lógica similar de expectativas y de voluntad de seducción. Después de muchos simulacros en soledad, y si los astros se confabulan a favor, puedes acabar encontrando a alguien con quien perderla con un vigor recíproco. Por eso he elegido la segunda persona del singular, porque de la misma manera que cuando escribo necesito interpelar a un lector, en el sexo también es preferible que haya alguien –lo entrecomillo– «al otro lado». También me atrae la idea de tratar una cuestión que, por pura lógica, suele plantearse desde el punto de vista femenino.

Si el fósil hubiera aparecido en otro momento, nunca se me habría ocurrido incorporarlo a este texto. Y aquí es donde creo que pueden intervenir, como refuerzo, las dos cartas rescatadas. Escritas a máquina (el poeta sufría esclerosis múltiple y su mujer mecanografiaba su correspondencia), puedo situarlas en el tiempo y deducir que debieron coincidir con mi, llamémosle, primera vez. La primera carta es del 6 de septiembre de 1978. Yo tenía dieciocho años y llevaba cinco escribiendo poemas saturados de influencias y pretensiones. Me había presentado a varios concursos y, como máxima distinción, había obtenido –decir ganado sería exagerar– un par de accésits. Con más voracidad que criterio, me tragaba todos los libros de versos que corrían por mi casa, algunos de ellos escritos por el poeta. No lo tenía como referente porque le gustaba demasiado a mi madre. El espíritu político de aquel momento –todos sentían la necesidad de conocerse y contribuir al objetivo de, por decirlo con palabras de entonces, «trabajar para un país y una sociedad más justos»– propició que mis padres y el poeta tuvieran cierta amistad y que, espoleada por mi insistencia, mi madre decidiera enviarle una selección de mis poemas. Quiero pensar que si los versos hubieran sido una calamidad, no lo habría hecho. Y que para evitar la ceguera consanguínea debió buscar en alguien solvente la autoridad de un diagnóstico fiable. Visto con perspectiva, fue un acierto: no tardé demasiado en abandonar la poesía.

En la primera carta, el poeta afirma que me escribe para decirme que ha leído los poemas «por encima» y que no tardará en responderme de un modo más formal. «Esta carta solo es para que sepas que no me he olvidado de ti y que soy consciente de la deuda que tengo que pagarte. Puedes estar seguro de que lo haré en cuanto pueda.» Refugiándome en la falsa modestia, atribuí esas palabras a la amistad del poeta con mis padres. En la intimidad, sin embargo, las celebré con una euforia parecida a la que debió intervenir en la operación, igualmente expectante, de perder la virginidad. Un mes y medio más tarde llegó otro sobre, idéntico al anterior. Sello de cinco pesetas en la esquina superior derecha con la misma imagen del rey Juan Carlos. En el dorso, las famosas tres iniciales del poeta y su dirección (el número 13 de una calle empinada) de un pueblo que todavía no se había convertido en santuario patriótico.

 

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A las dos serán las tres

 

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