LECTURAS

Empieza a leer ' El oficio de ser extranjero' de Roger Bartra

01/12/2025

Emprendí estas reflexiones porque Josefina, mi esposa, al ver que estaba inquieto buscando temas para un ensayo, me sugirió que escribiese sobre los viajes. Ella sabe bien que he gozado los viajes que hemos hecho juntos. También sabe la ansiedad que nos provocó llegar a la isla de Ca­pri y toparnos con una inmensa multitud de turistas que pululaba por todas las calles. Yo había leído la Historia de San Michele que había escrito un médico sueco, Axel Munthe, un libro que me conmovió y que me impulsó a visitar Capri. Huyendo de la masa de turistas, nos re­fugiamos en la Villa San Michele, que Munthe había construido a comienzos del siglo XX. En el bellísimo lugar, abierto al público, no había casi nadie y nos sentimos aliviados. La paradoja es que habíamos huido de esa clase de gente que hacía exactamente lo que nosotros estábamos haciendo: turismo. ¿El hecho de haber llegado impulsados por el recuerdo de mi lectura juve­nil del libro de Axel Munthe nos distanciaba de esa horrorosa muchedumbre de turistas? Supu­se que así era, de lo contrario la casa de Munthe habría estado invadida por una multitud foto­grafiando cada rincón y haciéndose selfis. Mu­cho tiempo después leí un artículo de mi amigo Silva-Herzog Márquez titulado «Diatriba contra los viajes» (Reforma, 28 de junio de 2023), una reflexión crítica y ácida sobre el turismo inspi­rada por un ensayo de la filósofa Agnes Callard publicado en The New Yorker («The Case Against Travel», junio de 2023).

El consejo de Josefina además me trajo me­morias de mi juventud. Muchos niños y ado­lescentes crecen leyendo con fruición libros de viajes, sean novelas o relatos de exploradores. Yo me formé leyendo las hazañas de David Li­vingstone en África y de Percy Fawcett en Amé­rica del Sur. Mi entusiasmo por las novelas de Jules Verne quedó impreso en mis recuerdos infantiles. El ensayo de Agnes Callard me re­cordó que hay algunos intelectuales que han detestado con vehemencia la afición por los  viajes. Cuando leo a Fernando Pessoa diciendo que «la idea de viajar me da náuseas», me en­tra un gran desasosiego. Chesterton afirmó que «viajar estrecha la mente» y Ralph Waldo Emerson dijo rotundamente que viajar es «el paraíso de los tontos». En contraste, George Santayana escribió que valía la pena hacer una filosofía del viaje y que la vida no era más que «un viaje a través de un mundo extranjero». Mi padre, que era poeta, solía preguntarme, cuan­do me disponía a ir a algún país sudamericano o asiático, que qué se me había perdido en esos lejanos lugares. Mi padre y mi madre, Agustí y Anna, hicieron un gran viaje en su vida al huir después de perder ante Franco la Guerra Civil en España. Ellos viajaron porque perdieron algo en su país, no porque buscasen algo que se les había perdido en México. Sin embargo, mi primer gran viaje de niño duró dos años, acompañando a mis padres cuando se instala­ron en el estado de Nueva York entre 1949 y 1950. Yo tenía entre seis y ocho años durante esa larga estancia en Estados Unidos, y la re­cuerdo como una experiencia maravillosa. El viaje de ida desde México fue en tren y el regre­so en autobús. Por supuesto, nada se me había perdido en Estados Unidos, pero sí puedo afir­mar que allí encontré algo muy valioso que quisiera poder definir bien. Hallé la emoción infantil de vivir feliz en un mundo poblado de sorpresas a las que me fui adaptando y que la­menté abandonar cuando regresé a México con la familia. Creo que aprendí a ser extranje­ro. Hoy estoy convencido de que ser extranjero es un valioso oficio que se aprende viajando. No deja de sorprenderme que haya quienes detestan ese oficio, pero yo mismo no sé expli­car bien las razones por las que me parece que vale la pena ser extranjero.

 

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