LECTURAS

Empieza a leer 'Los suicidas del fin del mundo' de Leila Guerriero

01/12/2025

Para Diego, de principio a fin

Se necesita humildad, no orgullo.
CESARE PAVESE, El oficio de vivir,
18 de agosto de 1950

 

ACLARACIÓN

Los hechos y circunstancias aquí narrados son reales, pero algunos de los nombres de las personas citadas fueron cambiados.

 

1. EL FIN

El viernes 31 de diciembre de 1999 en Las Heras, provincia de Santa Cruz, fue un día de sol.

Había llovido en la mañana pero por la tarde, bajo el augurio favorable del que parecía un verano glorioso, se hicieron compras, se hornearon corderos y lechones y se vendieron litros de vino y de sidra. Allí, y en toda la Argentina, se preparaba la juerga del milenio con fiestas, alcohol y fuegos de artificio.

Pero en Las Heras, ese pueblo del sur, Juan Gutiérrez, veintisiete años, soltero, sin hijos, buen jugador de fútbol, no vería, de todo eso, nada.

No sabía mucho de la muerte –como no lo supieron los demás, los otros once– pero el último día del milenio supo que no quería seguir vivo.

A las seis de la mañana, mareado por el alcohol, húmedo por la llovizna de un amanecer del que sería un día radiante, golpeó la puerta de la casa de su madre hasta que ella lo hizo entrar. Siguieron gestos de alguien que planea seguir vivo: pidió comida, comió. Después, enfurecido, salió a la calle. Su madre se quedó laxa, temblando en un comedor repleto de estufas asfixiantes. Cuando corrió a buscarlo ya era tarde.

Lo vio al doblar la esquina. Pendía como un fruto flojo de un cable de la luz, en plena calle. Eran las siete y cuarto de la mañana.

Esa noche, a las doce en punto, estalló el fin del milenio y en Las Heras hubo fiestas. Nadie suspendió los encuentros, las comidas, el brindis de la medianoche.

Habían sido muchas: los vecinos ya estaban habituados a esas muertes.

 

Las Heras es un pueblo del norte de Santa Cruz, provincia gobernada desde 1991 y hasta 2003 por quien sería después presidente de la república, Néstor Kirchner.

En la publicidad paga que la Subsecretaría de Turismo del Gobierno de Santa Cruz publicaba durante su mandato en diarios de Buenos Aires había un mapa y en ese mapa, donde debía estar Las Heras, no había nada: apenas la línea negra de la ruta 43.

El pueblo brotó allí en 1911 porque el Ferrocarril Patagónico, cuyas obras comenzaron en 1909 en Puerto Deseado, desde donde se lanzaba hacia la cordillera en un intento por unir los puertos y los valles, se interrumpió por el comienzo de la Primera Guerra Mundial. El caserío se llamó Punta de Rieles y permaneció en remota calma y prosperidad, última estación de las catorce que había desde Puerto Deseado, y centro acopiador de lanas y cueros al que llegaban las producciones de colonias vecinas como Perito Moreno y Los Antiguos. Más tarde se estableció el 11 de julio de 1921 como fecha de su fundación y se le dio nombre: Colonia Las Heras. Con los años, sin que nadie pueda decir cuándo, perdió lo de Colonia.

Creció a ritmo desaforado, mucho más que las otras estaciones intermedias, ya que allí se concentraban la carga, los pasajeros y las principales casas comerciales de la región. De 603 habitantes en 1920, pasó a tener el doble en 1947. No era más que calles de tierra y unos pocos que vivían del comercio, pero la producción lanar era un portento y todos los años lo más granado de la zona se reunía en la Exposición Rural.

Era un pueblo pequeño sacudido solo por el precio –la suba, la baja– de la lana, pero se vivía bien, se vivía próspero, se vivía en paz.

Un optimismo fuera de cauce ganó las calles y los campos en los años sesenta, cuando además de generosa en ovejas la región se manifestó rica en petróleo. Las Heras resultó estar a orillas de uno de los yacimientos más importantes de la Patagonia, Los Perales, que hizo de la provincia de Santa Cruz la segunda cuenca más importante del país, y de ese pueblo ganadero un centro de operaciones y base administrativa de la empresa estatal YPF. Por eso poco importó que el 15 de enero de 1978 el tren hiciera su último recorrido y las vías fueran, desde entonces, vías muertas. Todavía –sobre todo– quedaba el petróleo.

En esos años, YPF era un pionero del que solo podía esperarse lo mejor, una patria paralela que encendía los sitios por los que pasaba creando escuelas, rutas, hospitales. Así, en Las Heras, al calor del progreso petrolero las calles de tierra se hicieron de asfalto y se reprodujeron barrios como el Aramburu, el 1.º de Mayo, el Don Bosco, el 2 de Abril, techos modestos pero necesarios en un lugar donde no hay ríos ni arroyos ni pájaros ni ovejas, los cielos van cargados de nubes espesas, un viento amargo muele y arrasa a cien kilómetros por hora y la tierra se desmigaja a veinte grados bajo cero.

De Salta, de Formosa, de Catamarca, llegaron muchos a buscar lo que no había en otras tierras: futuro. A cambio, entregaron el cuerpo nueve horas por día, doce días al mes y sin descanso, al arte sucio de extraer petróleo, arriando máquinas en medio de fríos de infierno, con la perspectiva regocijante de un baño de nafta para remover la mugre al final de la jornada. Entre 1980 y mediados de los noventa, en pleno auge del petróleo, los siete mil modestos habitantes de Las Heras llegaron a dieciséis mil.

Los dueños de las estancias invirtieron también en ese oficio: dejarse perforar. Era conveniente. Las empresas horadaban los campos a cambio de buen dinero y debían pagar, además, extras por cualquier camino abierto, derrame inesperado o arbusto autóctono removido. Todos prefirieron eso a esperar los vaivenes del clima, depender del capricho de volcanes como el Hudson, que cubrió la zona de cenizas en 1991, o sobresaltarse con la suba y la baja de la oveja hecha lana.

Así, de a poco, con trabajadores que llegaban de todas las provincias a probar suerte, Las Heras empezó a ser terreno de hombres solos que querían hacer dinero e irse rápido, pero se quedaban años. Se multiplicaron los cruces familiares: hijos e hijastros, padres y padrastros, madres y madrastras, y todos contra todos. Familias ortopédicas producto de revolcones impetuosos que nunca duraban demasiado, y que a veces competían en tiempo, dinero y atenciones con las que habían quedado en el terruño de origen. Para aquellos sin familia sustituta ni mujer dispuesta a aguantar un revolcón por soledad irremediable, estaban las putas. Llegaron de a cientos, desde toda la Argentina, a trabajar en bares, whiskerías y cabarets que se multiplicaron: Cachavacha, Vía Libre, tantos otros. No hubo cuadra que no tuviera su farol, su carne de ocasión por poca plata. Detrás del pecado llegaron las iglesias, en una cantidad que solo puede competir con los prostíbulos: al menos once. Evangélicos, mormones, testigos de Jehová acompañaron a la una –la sola– Iglesia católica.

Las Heras atravesó los años ochenta y los primeros años noventa en esa prosperidad de petroleras, bares, burdeles, y hombres con dinero para gastar.

Pero en 1991 comenzó el proceso de privatización de YPF en manos de Repsol y el paraíso empezó a tener algunas fallas.

Desde ese año gobernaba la ciudad un hombre del peronismo –Francisco Vázquez– que permaneció en la intendencia hasta 1999. Durante su mandato, YPF redujo personal, tercerizó procesos y, de tener aproximadamente cincuenta mil empleados en todo el país, pasó a tener cinco mil.

No hubo cómo evitar el impacto.

De a poco, con más ímpetu desde 1993, la crisis hizo furor en la ciudad. En 1995 el desempleo trepó al veinte por ciento y siete mil personas se fueron de Las Heras.

Quedaron los que estaban cuando fui.

No todos, pero sí muchos, eran los solos y los dolientes, los rotos en pedazos.

De algunos –no de todos– habla esta historia.

 

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