LECTURAS

Empieza a leer 'Reliquia' de Pol Guasch

01/12/2025

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Habría agradecido una nota.

Doblada en cuatro, con erratas y palabras borradas, en una hoja reciclada de otro día, en un pedazo cualquiera de papel, en una servilleta vieja, sobre una carta abierta, da igual, una nota antes de hacerlo. A menudo pienso en qué habrías escrito: «Te quiero». «Cuida de tu madre, de tus hermanos. Olvida este momento. Intenta olvidar que ya lo sabías, que, cuando has salido de casa a buscarme, cuando habéis ido a por el coche y os habéis parado en la gasolinera, ya sabías que tenía la sangre congelada, la puerta abierta, es enero, afuera, tengo las manos gastadas de este frío y ahora el cuerpo helado, los pies helados, sin zapatos. Intenta olvidarme.» Una nota entre las manos, encima de la silla, donde fuera, una nota y solo una frase escrita: «Hijo, intenta olvidarme».

Cinco años antes de suicidarse, Anne Sexton, mientras volaba hacia San Luis, le escribió una carta a Linda, su hija. Una nota de suicidio pensada de antemano, contra la desmemoria: le decía que, sentada en el avión, con la inmensidad del cielo debajo, había pensado en su propia madre, muerta desde hacía tiempo. Y después de pensar en su madre, había pensado en ella, su hija. Se dijo: llegará un día, Linda, en el que estarás volando hacia alguna parte, pensarás en mí y querrás hablar conmigo. Entonces, escribió: «Y quiero contestarte. (Linda, quizá no sea en un vuelo, quizá sea en la mesa de la cocina, por la tarde, tomando un té, cuando tengas cuarenta años. Cuando sea.) Quiero contestarte: 1. Te quiero. 2. Nunca me has fallado. 3. Lo sé. Yo también estuve ahí. Yo también tuve cuarenta años y una madre muerta a la que aún necesitaba».

Tú no dejaste ninguna nota.

Tampoco eras uno de los poetas más leídos de los Estados Unidos, ni volabas a San Luis a recitar tus versos. Sé que sabías que tu final no pasaría a la posteridad, que nadie recogería tus últimas palabras, ni las publicaría en el libro de las despedidas memorables de la Historia, que más allá de nosotros nadie recordaría que un día exististe. Que un día te supiste enamorar. Que un día decidiste tener hijos y los quisiste. Que un día echaste de menos a tu padre, que se había ido cuando aún lo necesitabas. Que no hubo ninguna frase final que dejar escrita. Que a veces no hay frases finales para cerrar nada, para terminar, que a veces no hay palabras acertadas para huir.

En la entrada del 7 de enero de 2013, en la agenda en la que en los últimos meses escribías todos los días cuatro o cinco frases y contabas cómo te habías sentido, una agenda escolar que habías cogido a alguno de tus hijos, escribiste sobre mí. Era el lunes de tu última semana. Quedaban siete días para el suicidio, una semana que ibas a atravesar suavemente casi sin existir, a tientas, hasta llegar al domingo 13 de enero de 2013 y a la noche más oscura del año. En ella escribes: «Con Pol, buena sintonía, sinceridad y se me ha pegado como una lapa, me necesita también él. [...] Estoy satisfecho. Mañana más». Habrías podido escribir: «Yo también tuve quince años y un padre muerto al que aún necesitaba». Habrías podido escribir: «Algún día estarás solo y querrás hablar conmigo». Habrías podido escribir: «Lo sé. Yo también estuve ahí». O bien: «Hijo, intenta olvidarme». Como Anne Sexton, sabías que te necesitaba. Aún quedaban siete días.

Nací aquí en diciembre, hace veinticinco años. Hasta los veintidós no descubrí que quería escribir. Te moriste pensando que estudiaría Diseño. Eso me hace pensar que ya con quince años trataba de huir del lugar del que venía con la fuerza de quien llega a un mundo nuevo. Pero yo no sabía adónde llegaba, solo sabía de dónde me iba: huir se convirtió en el verbo que más he conjugado, pero, si preguntas a los demás, te dirán que soy una persona que se queda. Una persona que no sabe irse. Una persona que no deja que los demás se vayan.

Busco fotos tuyas, primeros planos de cuando tenías mi edad, las desentierro de cajas cubiertas de polvo bajo la cama, donde la luz no las corrompe. Las cojo. Te miro. Me miras. La luz se venga. En ellas te veo más mayor que yo, acoplado a un cuerpo de hombre, con una belleza dócil que no sé encontrar en mí. Con cinco o seis años, ya admiraba tu tamaño, el cuerpo esbelto, esa mirada peninsular, una calma antigua. Siento una pena tímida al descubrir en revistas, en la pantalla del móvil, en el ordenador, imágenes de chicos a los que deseo: descubro que mi amor está petrificado desde hace mucho tiempo. Tengo veinticinco años, pero no quiero ver retratos míos del pasado, tampoco enseñárselos a los demás: me da miedo que les guste más que ahora. Cada vez que miro hacia atrás noto que el tiempo, inconsolable, pasa más deprisa. Ahora, en una foto, sonríes ligeramente mirando a cámara, en un restaurante; tu edad y la mía, igualadas, desafían las generaciones: pienso que aún tengo tiempo para hacer todo lo que no hiciste. Y al mirarte reconozco que fue contigo que amé el cuerpo de un hombre por primera vez. La memoria no se borra fácilmente.

Te encontré muerto y fuiste el primer muerto que vi. En la sala fría del tanatorio, una tía tuya murmuró que no habíamos dejado abierto el ataúd porque te habías volado la cabeza de un tiro. Lo oí. Minutos después, todo el mundo susurraba que no habíamos dejado abierto el ataúd porque mi padre se había volado la cabeza de un tiro. Antes de entrar al crematorio, alguien me preguntó si quería despedirme del cuerpo. Dije que sí, porque no podía decir que no si me insistían en que me despidiera del cuerpo de mi padre. Por un momento, pensé que te vería con la cabeza volada, pero me maravilló el rostro blanco, el grosor del maquillaje y la cara tranquila, como de cera. Durante muchos meses tuve que repetirme que no tenías los párpados malva, los labios rojos, la piel traslúcida ni las cejas casi de punta. Que tenías una belleza rara. Que me pareciste joven y lejano, como si te conociera de antes de la edad adulta, de antes de ser padre, antes incluso de que imaginaras que un día yo existiría: como en esa fotografía que aún hoy nos iguala, veinticinco años, tu perfil, mi perfil. Nuestra historia.

 

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