LECTURAS
Empieza a leer 'Nadie me esperaba aquí' de Noelia Ramírez
A mi madre, la Viti,
la mejor de todas
A veces parece
que estamos en el centro de la fiesta. Sin embargo
en el centro de la fiesta no hay nadie. En el centro de la fiesta está el vacío.
Pero en el centro del vacío hay otra fiesta.
ROBERTO JUARROZ
Intrusa de qué
En el barrio no existen los apellidos. Cuando empecé a ganar dinero escribiendo, no pensé que firmar como Noelia Ramírez, sin más, fuese algo indigno. Así me llamo. Veinte años después de estrenarme a sesenta euros por crónica de la noche ibicenca, me faltan dedos en las manos para enumerar la cantidad de profesionales del gremio que disfrazan su nombre real. Maquillar el legado familiar al presentarse formalmente ante el resto se puede hacer de múltiples formas: hay quien revierte el orden de los apellidos para destacar el menos común, quien cambia alguna de sus letras para volverlos únicos, los que pegan el segundo al primero con un guioncito, o los que solo dejan la inicial del primero cuando es un apellido corriente. Eso es lo más habitual. También está quien se saca de la manga un «de» para incrustarlo entre ambos apellidos y performar cierto halo aristocrático ausente en su árbol genealógico. O los que directamente se inventan un alias, abrazando el desdoblamiento artístico. Esos son los Bono del periodismo. Un día les haces un Bizum y, al ver el apellido con el que presentan su renta al fisco, de golpe se te cae un mito.
Este significativo juego de apariencias, más habitual de lo que la gente piensa, no debe provocar vergüenza a quien lo practica. Al contrario, si la firma se disfraza es por astucia, por pura supervivencia. El mundo nos ha convertido en marcas de nosotros mismos, así que no es indigno crearse un nombre artístico. Y aunque hay excepciones –ahí están los que han naturalizado presentarse con sus dos apellidos o quien decide borrar el legado de un padre con el que está enemistado–, a las que aterrizamos sin herencias nos han hecho entender que solo una idiota querría presentarse como una García, una Pérez o una Ramírez a secas. Cómo vas a ascender con un nombre del populacho si tú misma ya anticipas que eres otra cualquiera.
Rita Hayworth abandonó su apellido paterno (Cansino) porque el de su madre (Hayworth, de origen irlandés) sonaba «más americano y menos latino». Esta anécdota tan manida en la crónica del racismo hollywoodiense es a la que se suele recurrir ahora que una nueva generación de actores afrodescendientes se niega a modificar sus nombres y apellidos para encajar en el negocio de la fama. La que se popularizó en su día como Thandie Newton (Crash, Westworld) ha recuperado la w que cayó accidentalmente de su nombre de pila cuando empezó su carrera a principios de la década de 1990 y vuelve a ser Thandiwe. La actriz lo anunció tras ver que otros intérpretes como Chiwetel Ejiofor (Doce años de esclavitud), Gbenga Akinnagbe (The Wire), Adewale Akinnuoye-Agbaje (Perdidos, Escuadrón suicida) o David Oyelowo (Selma) tomaron la decisión política de no disfrazar sus orígenes al presentarse como artistas. «Mi madre me suplicaba que me lo cambiase, pensaba que jamás tendría trabajo», explicó Akinnagbe a la publicación estadounidense Deadline. «Luché por mi nombre porque es quien soy. De niño, en la escuela en Inglaterra, los profesores querían llamarme Robert y yo me negaba. Mi nombre describe mi misión en la vida», añadió a la misma revista Akinnuoye-Agbaje.
Lo que grita esta reivindicación desde el mundo artístico es la injusticia de tener que borrar la propia identidad para ganar capital social. No es una decisión menor. Existe una amplia lista de estudios sobre el impacto y el duelo que experimentaron los migrantes de la era soviética o de países africanos u orientales por los cambios de nombre y apellidos con que favorecer su asimilación en Occidente o en países en desarrollo. A mí no me ha hecho falta emigrar de ninguna parte para entender que las puertas de la prosperidad se abren con más fuerza si copias las formas de aquellos en los que te reflejas. Antes de comprarse una americana para las reuniones, una se maquilla el nombre. El apellido se corrige como se rectifican los dientes de pobre.
Cuando empecé a cobrar por pieza ya sabía que eso era algo habitual si querías un Óscar. Que Natalie Portman (Neta-Lee Hershlag de nacimiento) o Winona Ryder (Winona Laura Horowitz) transformaron sus nombres porque sonaban «demasiado judíos», y Jennifer Aniston se deshizo de su (genial) Anastassakis por pasarse de ascendencia griega. Lo que no imaginaba es que también yo, en mi propia carrera profesional, acabaría entendiendo que para hacerse un hueco conviene no aterrizar con un nombre corriente.
Mentiría si digo que firmo como Noelia Ramírez a modo de reivindicación política contra una cultura esnob, o porque mi nombre describe mi misión en la vida, como proclaman ahora todos esos valientes actores alérgicos al passing de raza. Me encantaría, de verdad. Podría ser tan hermoso como cuando la escritora bell hooks (nacida Gloria Jean Watkins) decidió cambiarse el nombre y ponerse otro en minúsculas porque «mayúsculas deben ser las ideas». Mi decisión, simplemente, fue por falta de astucia.
Podría haber añadido mi segundo apellido a mi firma, como he fantaseado a veces. O haber borrado de mi identidad la supuesta vulgaridad que desprende Ramírez. Podría haber sido Noelia Montes. Podría haberme tirado el pisto de la buena feminista y proclamar ante el mundo que escogía Montes como homenaje a la invisibilidad de una madre que se pasó media vida limpiando. No fui tan lista, así que veintipico años después, aquí me tenéis, contestando correos de trabajo con el Ramírez a secas, y viendo cómo recomienda mis textos gente empeñada en llamarme Noelia Martínez o Noelia Rodríguez. Acumulando notificaciones en el teléfono porque más a menudo de lo que me gustaría alguien se confunde y cree estar mencionando a la Noelia Ramírez buenorra, la modelo latina con tremenda delantera que te enseña Google al teclear mi nombre en el buscador.
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