LECTURAS
Empieza a leer 'El verano de los inocentes' de Roger Mateos
Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre.
SEBASTIÁN CASTELLIO
NOTA ACLARATORIA
En la clandestinidad antifranquista, el uso de nombres de guerra era generalizado, hasta el punto de que determinadas personas son hoy más reconocibles por sus alias que por sus verdaderas identidades. La primera vez que mencione un pseudónimo lo escribiré en cursiva.
Al transcribir cartas, informes y otros documentos, optaré por corregir faltas de ortografía, errores de puntuación y otras imprecisiones, con el fin de facilitar la lectura.
1. LOS INTERROGANTES
Sábado, 27 de septiembre de 1975. Al alba.
Un hombre a punto de cumplir veinticinco años levanta la vista al cielo por última vez. Está de pie, despeinado, desolado. Desahuciado. Le quedan solo unos segundos de vida.
Ha pasado la noche en vela en una celda subterránea de Carabanchel, soportando con impotencia el paso de las horas, deslizándose hacia el vacío eterno en una macabra cuenta atrás. Antes de salir el sol lo han metido en un furgón policial. Y su futuro ha terminado.
Ahora está plantado en medio de un páramo seco y deprimente, un campo de maniobras en la sierra de Hoyo de Manzanares, donde solo crecen hierbajos, polvo y piedras. Mientras la brisa fresca de primera hora le acaricia la cara, un pelotón de la Guardia Civil carga sus fusiles. Apuntan los cañones hacia su pecho. Esperan la orden de disparar.
Lo van a fusilar.
Se llama Xosé Humberto Baena y milita en el Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP), una organización que ha declarado la guerra a Franco. A Baena lo acusan de haber asesinado a un policía. Pero él, hasta el último momento, niega ser el autor de los disparos.
El caso es confuso. Baena no ha explicado a nadie lo que pasó. Dice ser inocente, pero calla todo lo que sabe. Esta mañana, antes de abandonar la cárcel, ha podido recibir la visita de su padre, que le ha mirado a los ojos y, consciente de que sería la última vez que vería a su hijo con vida, le ha suplicado que lo saque de dudas:
–Hijo, preferiría que me dijeras que fuiste tú el culpable, porque por lo menos sabría que quienes te condenaron a muerte no se equivocaron de persona. Pero si me dices que van a fusilar a un inocente, todavía me dolerá más.
–Lo siento, papá, pero no puedo darte este consuelo. No fui yo quien lo mató.
Se han abrazado emocionados y se han despedido para siempre.
Ahora son las diez de la mañana y Baena contempla las ocho bocas de cañón giradas hacia él. Si baja la mirada verá las manchas de sangre que, minutos antes, han pintado sobre la arena los cuerpos inermes de dos compañeros suyos. Baena es el tercer militante del FRAP que hoy morirá acribillado en ese descampado.
No ha querido que le venden los ojos ni que lo aten a un poste. Tampoco ha necesitado los servicios cristianos del párroco del pueblo, que se ha acercado a preguntarle si quería algo. Nadie sabe a quién le dedica su último pensamiento. No pronuncia ni una palabra.
Aguarda en silencio su final.
De repente, una voz de mando grita «¡fuego!» y, acto seguido, una ráfaga de tiros agujerea el jersey beis que le cosió su novia hace unas semanas. Cae al suelo y exhala el aire que quedaba en los pulmones. Un médico forense se acerca a comprobar que ya no tiene pulso. El capellán castrense, tras observar la escena, se santigua.
Ha muerto Baena. Y ya no habrá más fusilados en España. Él y sus dos camaradas, José Luis Sánchez-Bravo y Ramón García Sanz, han sido los últimos. Esta mañana han sido ejecutados también dos miembros de ETA, pero eso ha ocurrido una hora antes. Después de treinta y seis años de franquismo, tres militantes del FRAP cierran la nómina de condenados a muerte.
Ha sido un verano sangriento. El FRAP ha matado a dos policías y un guardia civil, y el contraataque ha sido fulminante. Tras decenas de detenciones y confesiones bajo tortura, el régimen dice saber con exactitud quiénes cometieron los atentados. Si estaba todo tan claro, lo lógico habría sido exponer las evidencias en los juicios, pero en lugar de eso se ha orquestado una farsa judicial coreografiada por unos tribunales militares que no han admitido pruebas ni testigos. El escándalo ha sido mayúsculo. Figuras de renombre se han movilizado para presionar a Franco, incluso el papa Pablo VI ha intercedido para pedir clemencia, pero todas las gestiones se han estrellado contra la rugosa piel de un dictador empeñado en dar un escarmiento a quienes se atrevan a desafiarlo.
Transcurridos cincuenta años, las incógnitas más inquietantes de este drama siguen sin respuestas convincentes. Es un asunto incómodo en el que a nadie, salvo a las familias de las víctimas, le interesa hurgar demasiado. Pero quedan grandes cuestiones por resolver.
Sobre las penas de muerte. ¿Quién decidió que esos muchachos tenían que morir, en un momento en que la salud de Franco se aguantaba con pinzas? ¿Fue responsabilidad de los jueces que dictaron las sentencias, o bien hubo órdenes desde más arriba para orientar el veredicto? ¿Quién giró el pulgar hacia abajo, indiferente a las protestas internacionales?
Sobre la lucha armada del FRAP en el verano de 1975. ¿En qué reunión se decidió empezar a matar policías? ¿A quién se le ocurrió la idea y con qué argumentos lo justificó? ¿Cuál era exactamente el plan y por qué acabó en catástrofe?
Sobre los atentados. ¿Quiénes participaron en los comandos? ¿Detuvo la policía a los verdaderos autores de los crímenes de aquel verano, o bien los condenados fueron simples cabezas de turco? ¿Era cierto lo que Baena le dijo a su padre justo antes de morir? Si no fue él quien mató al policía, ¿hay manera de saber quién apretó el gatillo?
En esta historia no hay claroscuros, todo es oscuridad, dolor y secretos que durante medio siglo han quedado sellados por leyes de impunidad y pactos de silencio.
2. LA INVESTIGACIÓN
En la génesis de este libro sopesé si sería o no una buena idea introducir la primera persona del singular en la narración, teniendo en cuenta que esa primera persona se refiere a alguien como yo, nacido en 1977, sin recuerdos de la época investigada. Tal vez lo más sensato sería dar la palabra a los protagonistas y dejarles desfilar sin filtro por estas páginas mientras el autor permanece detrás del telón. Pero lo voy a hacer de otra manera.
Para describir el terrorífico baile de acontecimientos de 1975 no me sirve la fórmula del relator aséptico, anónimo e invisible. Siento la necesidad de darle un brochazo más personal a una historia que me ha obsesionado de manera enfermiza.
Una vez acabados mis estudios en 2002, me propuse escribir sobre los últimos fusilados del franquismo. Localicé a fundadores del Partido Comunista de España (marxista-leninista), el PCE (m-l), y escribí un reportaje para la revista L’Avenç, la primera estación de un viaje que tenía que llevarme a reconstruir la historia entera del partido. Mi círculo más íntimo sabe hasta qué punto este proyecto interminable me ha abducido. Aislado en mi despacho, me he convertido en un perro obcecado en roer siempre el mismo hueso. Algún día espero terminar esta especie de enciclopedia, pero ahora voy a centrarme en 1975, el año en que el FRAP, el frente revolucionario creado por el PCE (m-l), copó portadas.
Estas serán mis reglas:
Primera. No pretendo esconder mi punto de vista: aborrezco el franquismo, un régimen antidemocrático nacido gracias a la contribución de la Alemania nazi y la Italia fascista y que, hasta su metamorfosis, cuarenta años más tarde, mantuvo intacta su pulsión criminal.
Segunda. Mi repulsa hacia la dictadura no implica que me identifique con el ideario del PCE (m-l), cuyo único padrino internacional, la Albania de Enver Hoxha, pasó a la historia como una trituradora de libertades que sumió a sus ciudadanos en una penuria perpetua.
Tercera. Aunque no comparta su credo, siento una fuerte solidaridad hacia los miles de militantes que tuvieron la valentía de lanzarse a un combate desigual contra Franco en nombre de una causa que creían justa y redentora.
Cuarta. De la misma manera que acabo de exponer mis opiniones, afirmo que nada de esto debe interferir en la investigación. No quiero caer en maniqueísmos, demonizando a unos y embelleciendo a otros. No pretendo convertirme en el juglar del FRAP que canta en verso sus andanzas épicas y cierra los ojos ante los estragos causados.
Desde que me contaron cuáles fueron las últimas palabras de Baena a su padre, aquel «no fui yo quien lo mató», no he parado de darle vueltas. He hablado con personas de su entorno y con militantes del partido. He consultado documentos policiales y textos escritos por él. He entrevistado a testigos que quieren permanecer en el anonimato.
No soy tan iluso como para pensar que, medio siglo después, voy a ser capaz de resolver yo solo todas las claves del caso. Esto no es una novela negra en la que al detective le bastan las últimas veinte páginas para atar cabos y dejar a todo el mundo boquiabierto.
O quizá sí.
Pese a la complejidad de esta historia, me niego a pensar que ya no podemos avanzar más. Dispongo de material suficiente para afrontar el reto y arrojar luz sobre unos sucesos controvertidos. Algunos protagonistas preferirían no levantar la alfombra, conscientes de los horrores escondidos ahí debajo. Pero, por muy espeluznante que sea la verdad, jamás pensaré que es mejor no conocerla. Me propongo aproximarme a ella tanto como pueda.
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