LECTURAS

Empieza a leer 'Los nombres de mi padre' de Daniel Saldaña París

01/07/2025

 

Henos aquí con un hijo y, después, dos padres. 

JACQUES LACAN,
De los nombres del padre

 

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Escucho una risa que entra por la ventana. Es una risa sobreactuada, un poco mecánica. Una de esas risas que dibujan una personalidad entera, un carácter expansivo y burlón.

Son los últimos días del verano. El sol se filtra entre las persianas y dibuja un patrón de rayas luminosas sobre la madera del piso, las sábanas grises, las paredes que no son exactamente blancas sino color marfil, o color espuma. ¿Cuál será el nombre comercial de ese color de pintura? Suelen ser nombres absurdos, sin aparente relación con el color que nombran. Ese tono de blanco podría llamarse Emoción Sincera. Hielo Vernáculo. Risa Expansiva.

El mobiliario del cuarto es barato y de mala calidad: una habitación genérica, de estilo nórdico, con muebles gastados por el uso de personas que han pasado aquí una noche o una semana, no más. Trato de imaginar las marcas que yo mismo dejaré en los muebles al irme, en un par de días. Trato de imaginar las marcas que he dejado en otros lugares, en cuartos rentados donde pasé una noche, en los departamentos donde viví tres años. Muescas, rayones, manchas, golpes en las paredes.

Son los últimos días del verano, pero el sol anuncia ya los colores chillones del otoño, más dramáticos y contrastados. En México no existen estos colores. O no exactamente. Hay atardeceres hermosos, pero no este naranja histérico sobre las sábanas. (¿Cuál será el nombre comercial de este color naranja? Me entretengo imaginando posibilidades: Seducción en Provenza, Desmayo Grácil.) Afuera suena una canción de reguetón a todo volumen y, cada tanto, esa risa. La carcajada se repite idéntica dos o tres veces y se me ocurre que tal vez es una grabación, o un programa de tele, pero luego suena una cuarta vez, con una ligera variación, y entiendo que es real: aquí cerca hay una persona (probablemente un hombre) que al parecer hace ese ruido cuando está contento.

Me pongo a pensar en otras risas de mi pasado: la de mi mamá, que es como un balde de agua fría lanzado sobre un arbusto de azaleas; la de mi papá, una risa atropellada que se resolvía en tos; la de Raquel, un río cenagoso; la de Fabiola Politi, dos «ja» secos. Risas de personas que amé, de personas que se cruzaron en mi camino y dejaron su risa como muesca, marca, hendidura.

Esta risa sale de la fiesta de los vecinos en el patio contiguo. Es la fiesta de Labor Day, la última antes de que los niños regresen a clase después de las vacaciones, antes de que los adultos vuelvan al trabajo después de un fin de semana largo. Pienso que, de algún modo, en esa risa y esa fiesta se siente esa urgencia, ese pánico ante el regreso de la rutina. Hay una felicidad amenazada y fatalista, consciente del poco tiempo que le queda. Son un grupo de amigos, o tal vez de familiares, que fuman mariguana, escuchan reguetón y beben cerveza a las cinco de la tarde de este lunes feriado en un barrio residencial, tradicionalmente latino: Queens, en Nueva York.

Llegué hasta aquí siguiendo una pista, una corazonada. O a lo mejor he leído demasiadas novelas de detectives y confundo el miedo, que se siente como un aguijón en la panza, con la intuición. A lo mejor cada vez que he creído seguir una corazonada en realidad estaba escapando de algo, cagado de miedo.

Creí que si tomaba un vuelo a Nueva York sin avisarle a nadie, si lograba encontrar a Ángela Carnero y hablar con ella, terminaría de armar el rompecabezas que me obsesiona desde hace un año. Pero en el silencio que se abre entre una canción y la siguiente, interrumpido por el estruendo de esa risa masculina en el patio de junto, de pronto me parece obvio que no vine hasta aquí buscando a Ángela Carnero, ni siguiendo una pista o una corazonada. Vine porque mi mamá se está muriendo y tengo pánico, un miedo atroz al futuro, a un futuro en el que seré un huérfano sin hijos ni ataduras, alguien que pasa un tiempo en un cuarto rentado y solo deja la marca de una silla arrastrada sobre el piso de madera.

Pero aún más que al futuro, le tengo miedo a no haber entendido lo suficiente del pasado. A no haber sabido aprovechar lo que tenía mientras lo tuve. A haber vivido una vida sin preguntas, o con las preguntas incorrectas. Miedo a haber saltado siempre de una certeza a otra, como quien cruza un riachuelo pisando solo las piedras, sin mojarse nunca –sin sentir el estupor, el frío, el fondo inestable y lamoso de la vida bajo las plantas de los pies.

Eso es lo que pienso cuando me atacan las inseguridades (y me han atacado mucho en estos últimos meses de pandemia): que he sido un tibio, un pusilánime, que no me he atrevido a todo lo que la entraña me dictaba.

Pero no es del todo así, en realidad. Sí me he mojado. Incluso he metido la pierna entera en el lodo, he tropezado, caído en pozas ciegas hasta casi sumirme por completo. Cierro los ojos frente a la ventana y siento el sol de finales del verano en la cara. Pienso en los momentos en los que me he mojado y me asalta una ráfaga de olores: un ramo de nardos en el velorio de mi papá, a mis quince años; una manada de perros revolcándose en la arena de una playa de Tijuana, una larga caminata hasta Ciudad Satélite siguiendo las pistas de esta historia que ahora me trae hasta el barrio de Queens, en Nueva York. Si estoy aquí ahora mismo es porque no he sido tan tibio, después de todo.

 

Antes de salir a la calle, guardo algunas cosas en mi mochila: una botella de agua, mi pasaporte con la visa, el bonche de hojas tamaño carta donde he ido escribiendo todo lo que sé sobre Miguel y Ángela Carnero: datos, fechas, nombres, direcciones.

Siento culpa por no estar con mi mamá ahora mismo. Según sus últimos exámenes, interpretados por una doctora incapaz de edulcorar las malas noticias, la cosa no pinta nada bien. «Un fallo sistémico» es posible, según la doctora, lo cual quiere decir que el cuerpo de mi mamá puede rendirse en cualquier instante. Pero todos podemos morir en cualquier instante, pienso, tratando de consolarme. Esa es la premisa. Por eso le ponemos nombre al color de un atardecer al final del verano y dejamos marcas en los cuartos rentados donde dormimos una noche y caminamos por la vida con una colección de risas conocidas para reproducir en silencio en nuestra cabeza. Me ataca la ansiedad, por eso salto demasiado rápido de una idea a otra: Ángela Carnero, los colores, la enfermedad, mi madre, la risa, el final del verano.

Un buen hijo, pienso, estaría con ella junto a la cama de hospital, sosteniéndole la mano, preguntándole si se siente cómoda con esa almohada o necesita otra, si quiere hablar de algo, si quiere regresar sobre algún recuerdo feliz antes de que se borren para siempre de su cabeza esas visiones, esos sabores, esos sonidos: la matita de chiles en el jardín de la casa de mis abuelos, en Toluca; el frío que sintió al atravesar la plaza Roja de Moscú (color Rojo Ideología) a los diecinueve años; el vértigo de verme por primera vez (color Asfixia Violácea) en el Hospital de México, y luego su alivio cuando me contó los dedos y vio que estaban todos, y que mi pechito se inflaba y desinflaba con prisa pero con constancia; las tardes que pasó en las Islas de Ciudad Universitaria, sentada en el pasto junto a Raquel; la mirada cariñosa de mi papá; la voz de Miguel Carnero al teléfono, llamándola por cobrar desde el extranjero; el silencio respetuoso en el salón de clases mientras garabatea algo en el pizarrón; el olor a ajo y a tabaco en su cocina, el amor de sus amigas, las que murieron, las que se perdieron por el camino, las que volvieron al pueblo de su infancia y con las que habla por teléfono a deshoras.

No estoy ahí para escuchar esos recuerdos, que mi mamá debe evocar a solas, bajo la luz blanquísima del cuarto de hospital, cuando se van sus visitas.

Pero la he escuchado desde hace un año. He tratado de estar más cerca desde que la diagnosticaron. Y nada cambia por sentir culpa: estoy con ella como puedo. Abro los ojos de nuevo y repito esas palabras en voz alta: «Estoy con ella como puedo». Siento un nudo en la garganta y miro mi reflejo parcial en el vidrio de la ventana: me veo cansado.

 

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Los nombres de mi padre

 

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