LECTURAS

Empieza a leer 'El sentido de la naturaleza' de Paolo Pecere

01/07/2025

A Cleopatra, gata amada

 

Sí, las primaveras te necesitaban.

R. M. RILKE,
Elegías de Duino

 

MARCHARSE

 

Desde hace muchos años, en cuanto puedo, me marcho lejos de las obligadas calles de la ciudad. Hago excursiones cortas, o agotadores viajes a lugares remotos. Pierdo el contacto con las personas queridas y con las comodidades, pero establezco otras relaciones, silenciosas y potentes. Camino entre los árboles, a lo largo de los ríos, por las cumbres de las montañas, bajo el agua, tomando piedras, rozando hojas, encontrando extraños animales con los que he fantaseado largo tiempo, visitando a gente acostumbrada a otras vidas. Recojo impresiones de un mundo que se extingue, regreso a un mundo que se cree erróneamente eterno.
El mapa de las rutas migratorias dice mucho sobre la vida de las aves, sobre sus necesidades esenciales, sobre sus relaciones sociales; lo mismo podría decirse de los seres humanos. Si un antropólogo lo estudiara, el mapa de mis viajes le mostraría a un habitante sedentario de una metrópoli que, a medida que crece su carga de trabajo, siente la necesidad de periódicas migraciones, y para satisfacerlas trabaja aún más, empujado por un irrenunciable impulso vital. Así parten también mil millones de personas en todo el mundo, dando vida con su deambular global a una de las grandes industrias de nuestro tiempo: el turismo. El turista se distrae, conoce, compra, descansa. Viajes como los míos resultan agotadores, son metódicos, los realizo con vehículos inverosímiles, están jalonados de sorprendentes epifanías: se parecen a peregrinaciones religiosas. Pero hay un sentimiento común de carencia, un pensamiento pendular que oscila entre dos polos opuestos: el aquí y el en otra parte, el ahora y el en otro tiempo, el así y el de otra forma. El gesto aparentemente inútil e inconexo revela a menudo los motivos más profundos, y es así para quien se marcha de vacaciones: se queda vacante, deja de estar ahí y de responder durante algún tiempo. La necesidad emerge como un sueño y se condensa alrededor de un nombre cargado de mito: la naturaleza.
Entre los grandes filósofos y científicos de la era moderna el tema de los viajes y el camino aparece como una obsesión. Emprender un viaje, para Descartes, es parte de la formación del método –methodos, «búsqueda», «seguir un camino»– y muchos han comparado sus investigaciones con paseos y navegaciones, con trazar el mapa de territorios y senderos en el bosque, incursiones y esbozos paisajísticos. Se trata, sobre todo, de viajes realizados con el pensamiento, sin moverse de casa. Detrás de esa pulsión exploratoria, de todos modos, también hubo viajes reales, como los que, tras siglos de aislamiento, abrieron el espacio geográfico y mental europeo al «Nuevo Mundo». América era una tierra cubierta de bosques y poblada por especies desconocidas de animales y de plantas, y por hombres a los que los europeos llamaron «salvajes». La describieron como un paraíso terrenal, un «estado de naturaleza», se esforzaron en explotarla sustituyendo a los nativos por colonos y esclavos. El viaje en el espacio, se empezó a pensar, es un viaje en el tiempo, y en este sentido el Nuevo Mundo era una oportunidad para echar las cuentas con el pasado y el futuro. «Al principio, todo el mundo era América», escribió John Locke en el texto fundacional del liberalismo político. América, pues, quiere decir naturaleza, tierra sin cultivar. «Sometiendo y cultivando la tierra», esta se convertiría en propiedad, produciría riqueza y bienestar.
Se había abierto una grieta en el mundo. Por un lado estaba la tierra que carecía de industria, asociada por los conquistadores a un pasado ocioso y desfavorecido de la humanidad; por otro, el mundo de los países que se definían a sí mismos como civilizados, y que ofrecían la perspectiva de un futuro al que encaminarse. Para los habitantes de los países colonizados, Europa se convirtió en un espejismo de riqueza y, para quienes pudieron visitarla, en un desconcertante espectáculo de injusticia. Para los europeos, la «naturaleza salvaje», al principio un mero obstáculo para la explotación de los recursos y el avance de la civilización, se convirtió con el tiempo en un espejismo fascinante, un motivo de nostalgia.
La falla de esta historia se prolonga hasta hoy en día. La industria ha producido un impacto destructivo en el medioambiente del que en la actualidad es inevitable tomar conciencia, y ya no es evidente cuál es el bienestar que perseguir. Al mismo tiempo, la idea de otro lugar incontaminado es hoy más que nunca insostenible, aunque siga apareciendo impreso en los folletos de las agencias turísticas y vuelva como un remordimiento a la mente de los ciudadanos del llamado Occidente. Pasaba veranos enteros estudiando en Alemania, frente a libros y ventanas digitales, a veces algún árbol del otro lado del cristal, escribiendo sobre la «naturaleza», y algunas noches iba al cine en los centros comerciales de cemento que empezaban a surgir en las afueras de las ciudades. En Tubinga fui a visitar la torre de Hölderlin, donde el poeta-filósofo vivió durante más de treinta años. En su novela de juventud escribía: «El hombre no puede negar que ha sido, una vez, feliz como los ciervos en el bosque, y después de incontables años seguimos albergando la nostalgia de aquellos días primordiales, cuando todos caminaban por la Tierra como un dios, antes de que no sé qué domesticara al hombre; y no muros o madera seca, sino el alma misma del mundo, el sagrado aire omnipresente, lo rodeaba». Hölderlin, quien de joven fantaseaba con bosques y días primigenios, murió demenciado en esa torre. Me dije a mí mismo que tarde o temprano tendría que dejar de pasar los veranos en la biblioteca, que para disipar los espejismos es necesario el conocimiento directo de los lugares y de quienes los habitan. Años más tarde, en cuanto el trabajo me lo permitió, empecé a recorrer el planeta.

Lo que me confirmó que el camino era el correcto, llevándome a la idea de convertirlo en un libro, fue el descubrimiento de otro viaje, realizado hace más de dos siglos. En 1799, Alexander von Humboldt se embarcó para una expedición de cinco años a las Américas, un viaje destinado a cambiar la ciencia y nuestra percepción de la naturaleza. Tras años de estudio y de trabajo en Alemania, el filósofo-naturalista había conseguido hacer realidad su deseo de partir. Recorrió las sabanas de Los Llanos y de Los Andes, navegó por el Pacífico y por los rápidos del Orinoco, llegando hasta la cuenca amazónica. Se percató de que comprender lo que percibimos a nuestro alrededor requiere el estudio de las interacciones entre los organismos y el medioambiente, la observación minuciosa del paisaje y de los seres vivos, la comparación entre lugares alejados. El relato de su empresa, el Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente, inspiró a Darwin, sentó las bases del pensamiento ecológico y de la idea de conservación de la naturaleza. Más de dos siglos después, seguí sus pasos.
El mundo, sin embargo, ha cambiado. Por mucho que contemplara las consecuencias perniciosas de la deforestación y la existencia de dinámicas globales, Humboldt no pudo prever el cambio climático ni los otros efectos destructivos de la industria y de la ganadería que hoy en día son evidentes. Aún podía disfrutar del conocimiento de un mundo desbordante de vida y de recursos, sin la abrumadora idea de su desaparición. Creo que Humboldt, a pesar de la potencialidad de su pensamiento filosófico y geográfico, pertenece a la dorada infancia de los viajes por la naturaleza, la de la paz absoluta conquistada en las cumbres de las montañas, de la serenidad perfecta hallada en el corazón verde de los bosques. Cuando fui tras sus huellas y las de otros grandes naturalistas –como Charles Darwin, Alfred Wallace, Jacques Cousteau, Dian Fossey–, hallé lugares muy diferentes de los que ellos encontraron. «La muralla que separa la historia humana de la historia natural ha sido derribada»: la huella humana está en todas partes y la experiencia naturalista es inseparable de la de las personas que allí se encuentran, de su búsqueda de bienestar, de sus casas y de sus voces, que cuentan una historia de conflictos y de posibilidades alternativas.
Hace ya cincuenta años, la naturalista y escritora Rachel Carson describía el presente como una época de guerra a la naturaleza: «el hombre forma parte de la naturaleza, y su guerra contra la naturaleza es inevitablemente una guerra contra sí mismo». La historia así esbozada se parece a la trama de una tragedia antigua: el ser humano lleva a cabo una guerra contra la naturaleza de la que no es consciente, hasta el punto de estar convencido de que la ama. Más adelante, descubre que ha luchado contra sí mismo y que por fin le gustaría reconciliarse con ella. Estas palabras – naturaleza, amor, guerra–, no obstante, requieren una profundización, aunque sigamos utilizándolas.
Cuando queremos designar la totalidad del medioambiente en el que vivimos y del que formamos parte, hablamos de naturaleza, aunque en realidad nos referimos a una multiplicidad de fenómenos y factores. Naturaleza es una palabra que hace referencia al nacimiento. Al utilizarla, reconocemos una relación original y una dependencia respecto a lo que nos precede y nos rodea: vivimos porque nacemos, hechos por otros y siempre necesitados de un vínculo con otros seres, respirando, comiendo, conviviendo, esperando. A partir de la experiencia del nacimiento y de la vegetación, los humanos han representado en muchas tradiciones una diosa de la que nace todo: Gaia, Isis, Madre Tierra. Pero personificar la naturaleza es un acto demasiado humano, con el que imaginamos dramas que se escenifican en el teatro de nuestra mente. Cantamos victoria diciendo que hemos «dominado a la naturaleza», nos quejamos porque la hemos devastado, cuando en realidad las víctimas de la devastación son los habitantes de la Tierra, incluidos nosotros mismos. Ante las catástrofes medioambientales, se dice a veces que la naturaleza «reacciona». La Tierra, en cualquier caso, no tiene personalidad, no es una madre a la que podríamos dar explicaciones y con quien reconciliarnos. En cambio, tiene sentido entrar en relación con los muchos seres vivos que comparten con nosotros el medioambiente y a los que podemos ver, oír, tocar, que actúan, y sin los que nuestra vida sería imposible. He aquí el verdadero viaje: «Ver el universo con los ojos de otro, de otros cien». Sin embargo, se impone otra tarea: comprender cómo podemos entrar en relación con estos otros seres, atribuirles sensaciones y pensamientos, comprenderlos aunque no hablen nuestro idioma.

 

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Traducción de Xavier González Rovira

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El sentido de la naturaleza

 

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