LECTURAS

Empieza a leer 'Profanaciones' de Giorgio Agamben

01/07/2025

  

NOTA DEL TRADUCTOR

En los ensayos que componen este volumen, Agamben trabaja con frecuencia sobre autores y libros italianos de los que no da mayores referencias. Como muchos de esos escritores y obras no han tenido gran difusión en España, se da a pie de página la mínima referencia necesaria para la mejor comprensión del texto. En caso de haber traducción castellana de la obra que se menciona, esta viene indicada.

 

GENIUS

 

Los latinos llamaban Genius al dios al que viene confiada la tutela de cada hombre en el momento de su nacimiento. La etimología es transparente y todavía visible en nuestra lengua en la proximidad entre genio y generar o engendrar. Por otra parte, el hecho de que Genius estuviera relacionado con el engendramiento se hace evidente cuando vemos que, para los latinos, el objeto genial por excelencia era la cama: genialis lectus, porque en ella se lleva a cabo el acto del engendramiento. El día del nacimiento era sagrado para Genius, y por eso nosotros lo llamamos genetlíaco. Los regalos y los banquetes con los que celebramos el cumpleaños son, a pesar del odioso y ya inevitable estribillo anglosajón, un recuerdo de la fiesta y de los sacrificios que las familias romanas ofrecían a Genius en el natalicio de sus miembros. Horacio habla de vino puro, de un cerdito de dos meses, de un cordero «inmolado», es decir rociado con la salsa para el sacrificio. Pero parece que, en el origen, no había más que incienso, vino y deliciosos panes con miel, porque a Genius, el dios que preside el nacimiento, no le gustaban los sacrificios sangrientos.

«Se llama mi Genius porque me ha engendrado (Genius meus nominatur, quia me genuit).» Pero no es suficiente. Genius no era solo la personificación de la energía sexual. Es cierto que todo hombre tenía su Genius y toda mujer su Juno, ambas manifestaciones de la fecundidad que engendra y perpetúa la vida. Pero, como se hace evidente en el término ingenium, que designa la suma de las cualidades físicas y morales innatas en aquel que adviene al ser, Genius era en cierto modo la divinización de la persona, el principio que rige y expresa su existencia entera. Por eso se le consagraba a Genius la frente, no el pubis; el gesto de llevarse la mano a la frente, que realizamos casi de modo inconsciente en los momentos de turbación, cuando nos parece que casi nos hemos olvidado de nosotros mismos, recuerda el gesto ritual del culto de Genius (unde venerantes deum tangimus frontem). Dado que este dios es, en cierto sentido, el más íntimo y propio, es necesario contentarlo y tenerlo a favor en todos los aspectos y en todos los momentos de la vida.

Existe una expresión latina que expresa maravillosamente el secreto vínculo que cada uno debe saber mantener con el propio Genius: indulgere Genio. Hay que ser condescendientes con Genius y abandonarse a él; debemos concederle todo aquello que nos pide, porque su exigencia es la nuestra, su felicidad es nuestra felicidad. Aunque sus –¡nuestras!– pretensiones puedan parecer insensatas y caprichosas, conviene aceptarlas sin discusión. Si, para escribir, tienes –¡ah!– necesidad de ese papel amarillento, de esa pluma especial, si se prefiere además esa luz excelente que cae desde la izquierda, es inútil decirse que cualquier pluma haría el mismo servicio, que todo papel y toda luz son buenas. Si sin esa camiseta de lino celeste (¡por favor, no la blanca con ese cuello de oficinista!) no vale la pena vivir, si sin esos cigarrillos largos de papel negro no toleras la idea de seguir adelante, no sirve de nada repetirse que se trata solo de manías, que sería hora de sentar cabeza. Genium suum defraudare, engañar el propio genio, significa en latín: «hacer triste la vida», «engañarse a sí mismo». Y Genialis, «genial», es la vida que aleja la mirada de la muerte y responde sin dudar al impulso del genio que la ha engendrado.

 

Pero este dios íntimo y personal es, también, lo más impersonal que hay en nosotros, la personalización de aquello que, en nosotros, nos supera y excede. «Genius es nuestra vida en cuanto ella no fue originada por nosotros, sino que nos ha dado origen.» Si parece identificarse con nosotros es solo para revelarse enseguida como algo más que nosotros mismos, para mostrarnos que nosotros mismos somos más y menos que nosotros mismos. Comprender la concepción del hombre implícita en Genius significa entender que el hombre no es solo Yo y conciencia individual, sino que, desde el nacimiento hasta la muerte, convive además con un elemento impersonal y preindividual. El hombre es, por tanto, un ser único con dos fases, que resulta de la compleja dialéctica entre una parte no (todavía) individuada y vivida, y una parte ya marcada por la suerte y la experiencia individual. Pero la parte impersonal y no individuada no es un pasado cronológico que hayamos dejado de una vez para siempre a nuestra espalda y que podamos, eventualmente, evocar con la memoria; está todavía presente, en nosotros, con nosotros y por nosotros, en el bien y en el mal, inseparable. El rostro juvenil de Genius, sus alas largas y temblorosas significan que él no conoce el tiempo, que lo sentimos estremecerse muy cerca de nosotros como cuando éramos niños, respirar y batir en las sienes febriles como un presente inmemorable. Por eso el cumpleaños no puede ser la conmemoración de un día pasado, sino, como toda fiesta verdadera, la abolición del tiempo, epifanía y presencia de Genius. Esta presencia imborrable es lo que nos impide encerrarnos en una identidad sustancial: Genius es quien rompe la pretensión de Yo de bastarse a sí mismo.

 

La espiritualidad, ya se ha dicho, es ante todo esa conciencia del hecho de que el ser individuado no está enteramente individuado, sino que contiene aún cierta carga de realidad no-individuada; y que es necesario no solo conservar esta carga sino además respetarla y, de algún modo, honrarla, como se honran las propias obligaciones. Pero Genius no es solamente espiritualidad, no se refiere únicamente a las cosas que estamos habituados a considerar más nobles y elevadas. Todo lo impersonal en nosotros es genial: genial es ante todo la fuerza que empuja la sangre en nuestras venas o nos hace precipitarnos en el sueño, la ignota potencia que en nuestro cuerpo regula y distribuye tan suavemente la tibieza y estira o contrae las fibras de nuestros músculos. Genius es a quien presentimos oscuramente en la intimidad de nuestra vida fisiológica, allí donde lo más propio es lo más extraño e impersonal, lo más próximo es lo más remoto e incomparable. Si no nos abandonáramos a Genius, si fuéramos solo Yo y conciencia, no podríamos ni siquiera orinar. Vivir con Genius significa, en ese sentido, vivir en la intimidad de un ser extraño, mantenerse constantemente en relación con una zona de no-conciencia. Pero esta zona de no-conciencia no es una extracción, no aparta o disloca una experiencia de la conciencia hacia lo inconsciente, donde ella se sedimenta como un pasado inquietante, dispuesto a aflorar en síntomas neuróticos. La intimidad con una zona de no-conciencia es una práctica mística cotidiana, en la que Yo, en una suerte de esoterismo alegre y peculiar, asiste sonriendo a su propia ruina y, ya se trate de la digestión de la comida o de la iluminación de la mente, testimonia incrédulo su propia e incesante disminución. Genius es nuestra vida en la medida en que no nos pertenece.

 

Debemos, entonces, observar al sujeto como un campo de tensiones cuyos polos antitéticos son Genius y Yo. El campo está recorrido por dos fuerzas articuladas pero opuestas: una que va de lo individual a lo impersonal y otra que va de lo impersonal a lo individual. Ambas fuerzas conviven, se intersecan, se dividen, pero no pueden emanciparse completamente la una de la otra ni identificarse del todo. ¿Cuál es, entonces, la mejor manera de dar testimonio de Genius? Supongamos que Yo quiera escribir. Escribir no esta obra o aquella, tan solo escribir y punto. Este deseo significa: Yo siento que en alguna parte Genius existe, que existe en mí una potencia impersonal que impulsa a la escritura. Pero de lo último que Genius tiene necesidad es de una obra; él nunca ha cogido ni siquiera una pluma con la mano (y mucho menos un ordenador). Se escribe para volverse impersonal, para volverse genial; y sin embargo, cuando al escribir nos presentamos como autores de esta o aquella obra, nos alejamos de Genius, que nunca puede tener la forma de un Yo, y tanto menos de un autor. Todo intento de Yo, del elemento personal, de apropiarse de Genius, de constreñirlo a firmar en su nombre, está necesariamente destinado al fracaso. De ahí la pertinencia y el éxito de las operaciones irónicas como las vanguardistas, donde la presencia de Genius queda testimoniada en el descrear o destruir la obra. Pero si al menos una obra revocada y deshecha pudiera ser digna de Genius, si el artista verdaderamente genial es sin obra, el Yo-Duchamp no podrá nunca coincidir con Genius y, con admiración general, recorre el mundo como la melancólica prueba de la propia inexistencia, como el célebre portador de la propia cualidad de inoperante.

 

Por eso el encuentro con Genius es terrible. Si resulta poética la vida que se extiende en la tensión entre lo personal y lo impersonal, entre Yo y Genius, sentimos pánico ante la idea de que Genius nos exceda y supere por todas partes, que nos suceda algo infinitamente más grande de cuanto creemos poder soportar. De ahí que la mayor parte de los hombres huya aterrorizada frente a la propia parte impersonal o busque, de manera hipócrita, reducirla a la propia estatura minúscula. Puede suceder, entonces, que lo impersonal rechazado reaparezca en forma de síntomas y tics aún más impersonales, de escarnios aún más excesivos. Pero no menos risible y fatuo es quien vive el encuentro con Genius como un privilegio, el Poeta que se pone en pose y se da aires o, peor, da las gracias con fingida humildad por el don recibido.

Frente a Genius no existen grandes hombres, todos resultan igualmente pequeños. Algunos son lo bastante inconscientes como para dejarse sacudir y atravesar por él hasta caer en pedazos. Otros, más serios pero menos felices, rechazan personificar lo impersonal, prestar sus propios labios a una voz que no les pertenece.

Existe una ética de las relaciones con Genius que define el rango de todo ser. El rango más bajo compete a aquellos –y se trata en ocasiones de autores muy famosos– que cuentan con su propio genio como si se tratara de un hechicero personal («¡Todo me sale tan bien!», «Si tú, genio mío, no me abandonas...»). ¡Cuánto más amable y sobrio resulta el gesto de aquel poeta que, por el contrario, no presta atención a este sórdido cómplice, porque sabe que «la ausencia de Dios nos ayuda»!

 

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Profanaciones

 

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