LECTURAS

Empieza a leer 'Ingemaus' de Marco Meier

01/07/2025

 

Para Antonia y Sibylle.

 

1. MESTIZA DE PRIMER GRADO

 

La pequeña Inge no sabe con certeza lo que está sucediendo detrás de la puerta.

Cuando aún no has cumplido los seis años ¿qué vas a saber? Sabes que hay una mamá, un papá, y que siempre estarán para proteger a su Ingemaus, su ratoncito. Sabes que sus voces más allá de las paredes, por más que no puedas distinguir qué dicen, por más que solo sean la charla del final del día o poco más, tienen el poder mágico de acompañarte al mundo de los sueños.

Son las voces de tus padres.

¿Y por qué gritan, entonces?

Eso Ingemaus no puede saberlo. No puede hacer más que cerrar los ojos y dejar que la noche se lo lleve todo.

 

Siegfried Schönthal y Johanna Emma Gertrud Rosenmüller, a quien todos llaman Trudel, lo hicieron todo deprisa. Se casaron a finales de febrero de 1930, encontraron un pequeño apartamento en un inmueble de nueva construcción en el número 7 de la Königgrätzstraße, en Essen, y el 24 de noviembre del mismo año se materializó su mayor deseo: ser padres. No podían ser más felices. Son ahora como los tres anillos del símbolo de la Krupp, entrelazados indisolublemente.

Las industrias del magnate originario de Essen oscurecen los cielos sobre sus cabezas, pero bajo aquel manto, Ingemaus, como Trudel llama a la pequeña Inge, es capaz de iluminar el día.

Faltan aún veinte años para que en el tejado del majestuoso hotel Handelshof, que se yergue frente a la estación central, se instale el rótulo luminoso que proclama ESSEN: DIE EINKAUFSSTADT, la ciudad del comercio. Cuando nace Inge, Essen sigue siendo la ciudad de los proyectiles y los cañones, centro neurálgico de la Alemania de entreguerras. Casi un siglo y medio atrás, la fortuna de Essen comenzó con un pequeño taller y una familia, los Krupp. Carbón, hierro, acero. Productos cada vez de mejor calidad. Y que marcarán a fuego esta pequeña ciudad del Ruhr y Alemania entera. Inge celebrará los tres años en el momento en que Göring y Hitler cierren un acuerdo con varios empresarios industriales, entre ellos Gustav Krupp, y cumplirá seis al mismo tiempo que el hijo de Gustav, Alfried, el último rey de los cañones, se ponga al frente del negocio familiar.

Siegfried es directivo de la Neumann & Mendel de Essen, una empresa que fabrica ropa de trabajo. Su jefe, Lutz Neumann, ama tanto a su país que se alistó como voluntario en la Primera Guerra Mundial, donde obtuvo la Cruz de Hierro de Primera Clase. Es una persona muy querida. Los ciudadanos de Essen confían en este hombre que gestiona sus negocios con un ojo puesto en el futuro y otro en el pasado, en las generaciones que lo precedieron al timón de la firma: raíces y emprendimiento, un binomio perfecto en torno a un tejido industrial capaz de ofrecer a muchos la oportunidad de mostrarse fiables, prácticos, emprendedores; en definitiva: hombres de empresa.

Siegfried Schönthal y Lutz Neumann no solo comparten lugar de trabajo. Ambos son judíos, aunque la religión de sus padres no cuente mucho para ellos. Lucen con orgullo sus apellidos germánicos y se consideran en todo y para todo buenos alemanes. En ese sentido, siempre han contado con el respeto de todo aquel que los conozca: son ciudadanos productivos de una ciudad que ha hecho bandera de la ética del trabajo. Ni siquiera tras el ascenso al poder de Hitler en enero de 1933, Schönthal y Neumann han mostrado la menor inquietud por la familia, el primero, ni por la empresa, el segundo: la reputación y consideración de que gozan los protegerán contra el creciente antisemitismo. La empresa es bien conocida en todas partes por su patriotismo. Están convencidos. Con todo, los años recientes han sido de crisis muy grave en Alemania. El número de desocupados ha aumentado de manera exponencial. En solo cinco meses –de septiembre de 1929 a febrero de 1930–, el desempleo ha crecido en dos millones de personas. Una crisis económica, pues, pero también política. Unos pocos meses antes del nacimiento de Inge, en marzo de 1930, el canciller alemán del Partido Socialdemócrata (SPD), Hermann Müller, presenta su dimisión y, en las elecciones que se convocarán posteriormente, el Partido Nacionalsocialista obtendrá más de seis millones de votos. Inge solo tiene tres años cuando, con los nacionalsocialistas ya en el gobierno, se abre cerca de Múnich el primer campo de concentración: el de Dachau, destinado, en un principio, a los adversarios políticos.

En todo caso, el padre de Inge y su jefe no son unos ingenuos, y alguien ha tratado ya de ponerlos en guardia. En 1934 un amigo holandés de Neumann, el señor Joosten, se lo dice sin ambages: vende mientras estés a tiempo. Joosten es el joven socio de una gran fábrica de monos de trabajo que gestiona junto a su tío, en Tilburg, en los Países Bajos. Ya hay varias empresas de judíos alemanes que han liquidado sus actividades, transferido el dinero y recomenzado fuera de Alemania. Neumann es demasiado orgulloso para aceptar, demasiado apegado a lo que ha construido y a su madre anciana. Por su parte, Siegfried es libre de aceptar la oferta de Joosten: un lugar de trabajo en Tilburg. Sin embargo, se niega: «Mientras mi jefe permanezca en Alemania, yo me quedo».

Trudel se muestra más inquieta. Las señales premonitorias están por todas partes. Mientras las hay que son evidentes para todos –carteles de «PROHIBIDA LA ENTRADA A LOS JUDÍOS» en los escaparates de las tiendas, cines y teatros–, hay otras, más sutiles, aunque no menos elocuentes, que la madre de Inge registra atentamente y que quizá su padre, su querido Väti, simula ignorar.

Los Neuberg, por ejemplo, vecinos suyos y ciudadanos judíos tan respetados como ellos. Los varones de esa familia toman clases de inglés. ¿Por qué? Trudel sabe la respuesta, pero no es cuestión de decirla en voz alta, quizá sea mejor confiársela solo a su marido y, por precaución, anotarla en su diario: «Ya están pensando en una eventual expatriación». En esas páginas registra pequeñas y grandes persecuciones de judíos, frases cargadas de abusos y vejaciones. El diario es el medio con el que puede testimoniar lo que está sucediendo alrededor sin correr el riesgo de que alguna palabra llegue a oídos de Ingemaus. Las preocupaciones y los miedos no deben interferir con la vida de su hija.

–Siegfried, no he tenido otra elección.

Esta vez, Trudel ha estado muy atenta al tono de voz. Ingemaus duerme al otro lado, su madre está segura. Al fin y al cabo, ha sido un día exigente, aunque nunca se sabe. Madre e hija han salido de casa, alegres, han recorrido la calle que las separa de la escuela primaria dando saltitos, ajenas a las miradas de los demás transeúntes. Ha llegado el momento de inscribir a Inge en la escuela. Una vida nueva para ella, para todos, en aquel 1936 cargado de oscuros presagios.

En la secretaría se han mostrado amables hasta el momento en que Trudel ha comunicado los datos personales de la niña: padre judío, madre aria.

Jüdischer Mischling ersten Grades –ha comentado el empleado, como si estuviera pegando una etiqueta. Una definición sencilla: mestiza de primer grado.

Un año antes se han aprobado las Leyes de Núremberg y, con ellas, las reglas para poder ostentar sangre y honor alemanes. En el caso de la pequeña Inge significa el fin de la escuela alemana, a menos que, añade el empleado, el superintendente escolar diga otra cosa.

Trudel no cree lo que oye. Evidentemente, conoce bien las reglas, todos las conocen, pero nadie debería interferir en la vida de su hija. Así que ese día, en la escuela, ha levantado la voz, furiosa: que oigan bien lo que tiene que decir, también los padres de los niños «puros». Grita que, si no la aceptan allí, Inge acabará en una escuela judía. Si hoy día ya sucede que, de un día para otro, desaparecen profesores judíos, a saber lo que les podría pasar mañana a los niños.

–Si así están las cosas –concluyó Trudel sin bajar la voz–, entonces mi hija no irá a la escuela.

Ha cogido a su hija de la mano y se han vuelto a casa.

Ahora, ante el marido incrédulo por aquella escena, Trudel le está contando con pelos y señales lo que piensa hacer el día siguiente.

Del otro lado de la puerta, Ingemaus batalla contra el sueño: con todas las emociones del día pesándole en los párpados, no consigue mantenerse despierta y escuchar aquellas voces agitadas. Lo único que sabe con certeza es que nunca había oído a su madre tan furiosa.

 

* * *

 

Ingemaus

 

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