LECTURAS
Empieza a leer 'Teoría del juego' de Arià Paco
El día 20 de enero de 2025, un jurado formado por Mita Casacuberta, Guillem Gisbert, Imma Monsó, Sergi Pàmies, Jordi Puntí y las editoras Isabel Obiols y Silvia Sesé otorgó el 10.º Premio Llibres Anagrama de Novela a Teoría del juego, de Arià Paco.
–No lo creo –dijo ella–. Es una terquedad, una teoría, una perversión.
–Bien... –dijo él.
–No puedes tener dos clases de amor. ¿Por qué habrías de tenerlas?
–Parece que no puedo –dijo él–. Sin embargo, lo deseaba.
–No puedes tenerlo porque es falso, imposible –dijo ella.
–No creo eso –respondió él.
Mujeres enamoradas,
D. H. LAWRENCE
Haga lo que haga, me siento culpable.
TONY SOPRANO,
EMMANUEL CARRÈRE,
etc.
Ayer te hice dos promesas. Te pregunté, durante el sexo: ¿te excita que te diga esto? Me dijiste que te excitaba. Que te excitaba muchísimo. Después nos quedamos tumbados mirando el techo y me parece que tú sentías lo mismo que yo: vergüenza. Por lo que habías dicho, por lo que me habías dejado decir, o por asentir, o por follar con alguien a quien le nace eso de dentro. Lo más cierto de mi interior es malo, pienso. Tal vez por eso me cuesta tanto escribir. Me pregunto si esperas algo: una rectificación, una modificación del recuerdo. No la tengo. Nos toca vivir con la vergüenza el tiempo que quede hasta el próximo polvo. Quizás la adicción al sexo no es tan diferente de la sed (del hambre) con la que un devoto espera la absolución del sacerdote: las ganas de un formateo moral. Volver a estar excitados, que todo vuelva a ser verdad. Mientras tanto, arrastramos los pies por casa.
He subrayado esto de Murdoch: una buena vida religiosa es una receta para un sexo feliz.
Por eso será que somos ateos. Porque la religión ya no nos sirve para el sexo. Al menos para nuestro sexo.
¿Importa mucho lo que digamos? No lo leo en demasiados libros. Todo el mundo quiere mostrar nuestro mundo o nuestra generación o vete tú a saber qué profunda crisis, y parece que hay acuerdo: no hace falta escuchar a los amantes. No hay que subtitular el sexo. ¿Es solo pudor o es realmente irrelevante? ¿Importa lo que desearon nuestros padres, lo que excitó a nuestras abuelas? ¿Tiene que ver con quiénes eran, con quiénes somos? ¿O es como el mecanismo que alimenta el fuego de las cocinas: una mera contingencia, un subproducto del tiempo sin valor humano?
He aquí lo que pasa. Todo lo que se dice en el sexo es verdad. Es literal y no admite matices: es más verdad que lo que se dice fuera porque no está calculado, nace desde el fondo de la animalidad y sin filtro, devora las verdades como una brasa la carne fina y se promete que nunca o que nadie o que no tanto o que siempre o que tuyo o que allí y se mira al futuro y se mira al pasado y si el sexo es verdad, si lo que se está viviendo es sexo y no un sucedáneo de la masturbación, todo lo que se dice es puramente cierto, por bárbaro o inhumano (inhumano de tan humano), por inmoral, por incoherente. El sexo auténtico crea un mundo hecho de verdades que son irreconciliables con las de otros mundos (con las de otros sexos), pero que no se pueden tumbar, y eso es lo que hiere a los amantes, que en el tiempo arde con absoluta vigencia una promesa, o una declaración, que será siempre más cierta que las armas con las que intentamos traicionarla o borrarla, nuestras armas romas y patéticas: el olvido, el matiz, la negociación, los nuevos caminos del deseo.
Hace ya años de la primera vez que lo hicimos así. Entonces escribí:
«Te digo que te portes bien y te hago callar con un chis suave al oído. Sé que te pone que te diga que te portes bien y yo no sé ni de dónde me sale decírtelo ni qué hace que eso te ponga. Rescato escombros a oscuras de un sistema de valores que llevamos dentro como un polizón. Me gustaría que no dudaras ni un poco de que tienes derecho a excitarte por lo que nos excita a los dos. ¿Lo dudas? Deseo que pasen los años y se disipen las sospechas culturales. Que se sepa que ese deseo nos sale de dentro, que no hay que perder vida tratando de arrancárnoslo».
También ayer nos hacía falta. Hacía días que todo se había empantanado. De una forma que tal vez no vale la pena entender, era la conversación que me exigías. Fui duro, animal. Tú me guiaste las manos y les dijiste dónde apretar, dónde abofetear. Te pegué. Nos vengábamos, supongo, del futuro. Pero nunca nos ha hecho falta vengarnos de nada. Después me pegué a tu oído y te follé dulce, lento, como si quisiera disculparme y también como si quisiera decirte que todo era lo mismo. (Todo era lo mismo.) Fuerte, pediste. Te hundí la cabeza en la almohada, empecé otra vez. Después miramos juntos el techo, mientras tocaba tu cuerpo caliente, y sé que me habrías defendido de cualquiera.
Estás en Berlín. Quiero hablar contigo de narradores. Es como si te viera dibujarme la voz. Veo tus labios arrugados mientras me escuchas. Me escuchas porque escribo como un convaleciente. Como un enfermo de hospital.
Pero tú no quieres que el amor suene así.
Recuerdo lo que decías siempre cuando yo quería encender el televisor. No, por favor, no; ¡la tele de las marujas llorosas no! Ahora quizás me he convertido en el televisor. ¿Sabes qué es lo que nos daba tanta pereza? Pues claro que lo sabes. Me lo enseñaste tú. La tele estaba hecha de compasión. Buscaba siempre, automáticamente, algo por lo que compadecerse. Quería que la pusiéramos muy abajo, casi en el suelo, y que la mirásemos muy erguidos y altivos, que tuviéramos que arrodillarnos compasivos a acariciar sus productos. Hemos tenido tan mala suerte y hemos perdido a pesar de llevar razón, y ese pobre desgraciado merece nuestra caricia. Las víctimas éramos nosotros y la tele nunca era tan sincera como cuando estaba desconectada, cuando era un espejo oscuro. ¿No crees que ahora soy yo ese televisor?
Pero no puedo hablarte del amor así, como si ya se hubiera acabado, como si me diera mucha lástima. Eso no es el amor. Es como contar el hambre en una sobremesa. Por eso necesitamos a los narradores, creo. Para que no sean tan autocompasivos.
Hablando del amor como enfermos, y por lo tanto viviendo como enfermos (porque hablar es enseñar a vivir), como afectados y corresponsables de ese aprieto, el amor solo es un agujero en las defensas de una vida buena, un posible espacio de infección o, como mínimo, de debilidad inmunológica. Las reglas como los glóbulos blancos, trincheras, vigilantes.
Pero el amor no nos ha salido nunca como una caricia de enfermero. Era como el hambre de los animales, la voracidad de los depredadores.
¿Cómo quieres que lo narre con esta voz?
Así es como me lo imagino. Eres tú la que me lo dice. (Quiero pensar que las musas han sido siempre eso; que su trabajo ha sido siempre la reprimenda imaginaria. Las musas son el amor dentro de la cabeza diciendo que no basta con eso. Eres tú la que me lo dice.)
El libro solo existirá si me aparto: eres tú la que lo ve. Eres tú la que lo lee y me dice que ya me he apoyado en el narrador, que ya estoy tratando de salvar mi propia posición, de justificarme, y que estamos hartos de los convalecientes. ¡Tú más que nadie!, me dices. Me miras como si todavía pudiera ahorrarme que te fueras a Berlín. Como si todavía creyeras en la sustancia concreta que me ayudas a producir. ¡Tienes que sacar tu voz del libro!, me gritas, pero ¡si ya lo sabes! Y aún más importante: Tienes que desterrar al personaje. Tienes que expulsarlo. No lo quieras tanto. No lo quieras mal: como si no tuviera derecho a ser narrado, como si te tocara protegerlo de la luz.
Yo te digo que no lo protejo, que no tengo ninguna intención de que parezca alguien que reclama tu compasión.
Pues expúlsalo, me dices –eres un tío, me habías recordado a menudo, y un escritor tiene que pertenecer a su tiempo, y tú no puedes escribir hoy obviando que eres un tío–, tienes que alejarlo de todo refugio moral, de esa penumbra en la que lo proteges de sus peores facetas, de la luz que puede emanar de su oscuridad. Recitas: «Mostra el teu vici. Dona’t sencer». En el libro, dices, tienes que empujarlo hasta condenarlo, tienes que sacarlo de ti; en el libro tienes que llevarlo de la mano hasta la abyección, o el patetismo, es lo más compasivo: no tener precompasión. En el libro (sigues, tierna y cerebral, con la voz de mis ídolos, la voz de un poeta muerto que aconseja a un hermano en una carta manuscrita) no tienes que volver a hacerme sentir orgullosa ni a seducirme. No sigas permitiendo que el orgullo me haga defenderte. Entonces empieza, a la fuerza, la novela.
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Traducción de Carlos Mayor
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