LECTURAS
Empieza a leer 'Los universalistas' de Natasha Brown
En realidad, soy el único personaje de
ficción de este libro hasta que yo
mismo me dé alcance.
NO ES ORO TODO LO QUE RELUCE
Publicado en la revista Alazon, 17 de junio de 2021
Un lingote de oro pesa más de lo que parece. Cuatrocientas onzas troy, alrededor de doce kilos y medio de oro de la mejor ley en forma de barra: un cruce entre un ladrillo delgado y una pirámide. Su consistencia maravilló a Jake, a sus treinta años, una fría tarde de septiembre del año pasado mientras sostenía uno de esos lingotes; la firmeza de los lados y los bordes le generó una sensación incómoda, y sin embargo natural, en las manos. Tras él, en el edificio principal de una granja del condado de West Yorkshire, el latido de la música y las luces de colores se dejaban sentir contra el cielo nocturno. Alrededor de cien jóvenes estaban de fiesta, desafiando las restricciones del Gobierno británico con respecto al confinamiento. Jake no volvió la vista hacia el ruido que salía de la granja donde había pasado la mayor parte de su agitado 2020. Ni siquiera estaba mirando de veras el oro.
El lingote que tenía en su poder era un Good Delivery de Londres –es decir, literalmente, el estándar que se usa para su fabricación–, valorado en más de medio millón de dólares. Un concepto obsceno; a Jake le costaba creer que tuviera algo de tanta valía en las manos. No digamos ya empuñarlo. Una y otra vez. Y otra. Hasta que su objetivo por fin dejó de moverse. Pero había ocurrido, ¿no? Sí, había ocurrido. No podía alejar la mirada de la prueba. El cuerpo inmóvil que yacía a sus pies.
En algún momento de esa noche, o quizás mientras la luz del día ascendía por el horizonte, Jake consiguió apartar la vista y ponerse a pensar.
Decidió huir.
En las semanas que siguieron a la desaparición de Jake, los periódicos locales de Queensbury y Bradford informaron de los acontecimientos de aquella noche: una rave ilegal que se había saldado con tres hospitalizaciones, importantes daños materiales y una investigación policial en curso. No obstante, la historia cayó pronto en el olvido, pues la atención nacional seguía concentrada en la pandemia del covid-19 y en la estrategia del Gobierno con vistas a los difíciles meses invernales. Pese a todo, merece la pena detallar los hechos que condujeron hasta esa noche extraña e inquietante; en ellos subyace una parábola moderna que deja entrever el desgaste del tejido de la sociedad británica y su deterioro implacable a manos del capitalismo tardío. El lingote de oro desaparecido es el núcleo de conexión entre un banquero amoral, una columnista iconoclasta y un movimiento anarquista radical.
«Por supuesto que quiero recuperarlo. Es mi oro.»
Richard Spencer no ha olvidado los acontecimientos de esa noche. De hecho, como propietario legal de la granja, apenas piensa en otra cosa. «Quiero recuperar mi vida», dice en tono lastimero.
La primera vez que veo a Spencer está sentado ante mí, con los codos apoyados en el tablero de aluminio mate de la mesa al aire libre donde vamos a comer. El local lo ha elegido él: resulta irónico, pero se trata de una cafetería de estilo norteamericano en el Covent Garden de Londres. La carta incluye un panecillo tipo bagel con aguacate y queso crema que cuesta 11,50 libras esterlinas. Spencer lleva una camisa azul oscuro de la marca Ted Baker, sin planchar pero almidonada y remangada hasta la mitad del antebrazo, que confiere un efecto incorpóreo y teatral a sus expresivas manos y a sus muñecas. Es parlanchín, está empeñado en contar la cantidad de formas en que su vida se ha convertido en una «auténtica mierda».
Un comentario de una indulgencia excesiva, rayano en el egoísmo, quizás. Después de todo, desde que la pandemia arrasó el mundo en 2020, mucha gente ha sufrido muchísimo, y ha perdido la vida o a sus seres queridos. Spencer está vivito y coleando. Sus seres queridos están a salvo –aunque puede que su amor no sea correspondido en este momento–. Pero Spencer ha perdido algo de importancia: su estatus. En 2019, tenía en su poder todos los frutos del capitalismo tardío. Poseía varias casas, tierras, inversiones y coches; tenía personal de servicio y una esposa guapa, amén de una amante mucho más joven. Como influyente corredor de bolsa en uno de los principales bancos de inversiones, disfrutaba de un poder, una influencia y una fortuna inmensos. Lo tenía todo. Ahora, despojado de ello, se ha convertido en el hombre que tengo delante: un gigante vencido, apartado de su castillo en las nubes.
El Jack de Spencer, el que le robó el oro y cortó el tallo de la habichuela mágica, es el Jake de la granja, que escapó con su lingote, o eso sospecha él. «Pues claro que se lo llevó, no te digo», afirma Spencer, seguro de su propia versión de los hechos, a pesar de no haber conocido nunca a Jake.
De hecho, Spencer apenas sabe nada del hombre al que culpa de su ruina. Spencer invitó a Jake a la granja para «hacerle un favor a Lenny», una mujer a la que conocía de su bloque de pisos. «Su amigo necesitaba un lugar donde pasar unos días de cuarentena», dice sin más. Tampoco es que Spencer sepa mucho de Lenny. Fue una de las pocas personas que se quedaron en el edificio de Kensington durante el confinamiento, momento en que la mayoría de los habitantes se retiró a su segunda residencia. ¿Sabe su apellido? «No.» ¿Edad? «Eh..., madura.» ¿El número de su piso? «No sabría decir con seguridad.» ¿Qué sabía él en realidad de esa mujer cuando decidió darle las llaves de su granja? «Bueno...» Vacila. «En cierto sentido, la conocía bastante bien...»
Aunque a regañadientes, Spencer acaba admitiendo que es un mujeriego. Está separado de su mujer, Claire, que sigue en la residencia familiar y cría sola a la hija de ambos, Rosie, de tres años. «Bueno, no exactamente sola», se empeña en destacar. «Tienen a la niñera cuatro días a la semana. Y tampoco es que Claire trabaje.» Claire y Spencer se separaron en 2019, a causa de la aventura que él mantuvo con una compañera quince años menor.
«Muy típico de él decir eso.» Cuando paso por allí unos días después, Claire abre la gran puerta de entrada de su casa de Cobham con una mano. Lleva a una niña pequeña, tímida pero curiosa, colgada del brazo izquierdo. Nos sentamos a la mesa de la cocina con una jarra llena de café de filtro en medio. La pequeña Rosie, vestida con unos leotardos de rayas, un casco de albañil y un tutú con purpurina, se tumba en una alfombra acolchada que hay en la esquina, murmurando mientras hace chocar camiones de plástico. «Soy diseñadora», dice Claire. Desde que nació Rosie, en 2018, Claire ha empezado a trabajar como freelance a tiempo parcial para unos cuantos clientes. Antes de eso, lo hacía en una agencia de desarrollo de imagen de marca para tiendas, tras estudiar Historia del Arte en Oxford, donde conoció a Spencer. Se casaron poco después de la graduación y pasaron unos cuantos años en Londres antes de mudarse a ese pueblo selecto, muy del gusto de futbolistas y banqueros, para fundar una familia.
Claire se muestra conforme con la separación. «La gente cambia, ¿no?» La casa de Cobham nunca llegó a ser el hogar de Spencer. «Él acostumbraba a quedarse en la ciudad. Trabajaba tantas horas que tenía sentido.» En los últimos años, Spencer había empezado a pasar también los fines de semana en la casa de Kensington. «No soy tonta», dice Claire sobre las aventuras. «Sé cómo va.» Aun así, Claire solo decidió dejarlo de forma oficial cuando descubrió que Spencer estaba metido hasta las cejas en una relación con una compañera más joven. «Hay límites», afirma. Spencer los había cruzado.
En 2015, el padre de Spencer murió tras una larga enfermedad. «Ahí fue cuando se obsesionó con lo de la granja», según Claire. Cada fin de semana, Spencer acudía a subastas o visitaba pueblos lejanos para ver terrenos y propiedades. Un intento tardío (quizás desencadenado por el duelo) de emular a su padre, «un hombre de verdad» que había levantado desde cero una exitosa empresa de construcción. «Su padre nunca llegó a entender a Rich», dice Claire. «Pero él lo idolatraba.» Al final Spencer acabó comprando Alderton, una antigua granja en lo alto de una colina en Queensbury, un pueblo tranquilo del condado de West Yorkshire. A Claire la finca no le pareció gran cosa. «Era una ruina. Un montón de basura en la montaña de un pueblo horrible. Nadie con dos dedos de frente se metería allí.»
El desprecio que Claire manifiesta por la granja me toca la fibra. Yo crecí en Queensbury, a un paso de ella. De pequeña cruzaba casi todos los días por delante; parte de mi adolescencia consistió en «echar un cable» alguna que otra tarde de verano a la familia Alderton. Los lácteos frescos eran un clásico de nuestras cenas. Ningún producto de supermercado puede igualar el sabor cálido y espumoso de la leche de vaca recién ordeñada y sin pasteurizar, servida con cucharón del cubo. A pesar de ser un lugar económicamente desfavorecido que no ocultaba su pertenencia a la clase obrera, el pueblo fue un telón de fondo fantástico para mi niñez. Es un lugar valioso. Pero, de alguna forma, los pueblos y la industria de nuestro país se han convertido en los juguetitos de la élite londinense. La granja de los Alderton atravesó tiempos difíciles en los albores de la crisis financiera de 2008, cuando se agotaron las prestaciones gubernamentales que habían mantenido a flote sus modestos ingresos. Vendieron el ganado y cerraron las naves anexas. Pero vivir en la casa principal, sin los ingresos de una granja en activo, resultó inviable. «Lo perdimos todo», me dice la señora Alderton por teléfono. La voz le tiembla con un tenue dolor. «Llevaba generaciones en nuestra familia.» Los Alderton buscaron nuevos propietarios que siguieran llevando la granja con espíritu comunitario, pero no hallaron demasiado interés. «Acabamos vendiendo a una agencia inmobiliaria. No teníamos elección.» No obstante, no se invirtió ni reformó nada, a pesar de que la granja cambió de manos unas cuantas veces más. Nadie se ocupó de las tierras abandonadas hasta 2016, momento en que Richard Spencer se hizo con la finca en una subasta.
«Se ha montado una película preparacionista rarísima en la cabeza. Cree que allí conseguirá sobrevivir al fin del mundo o algo.» Claire se muestra escéptica. «Yo nunca lo he visto ni regar el jardín.» Spencer se dedicó a renovar el edificio central de la granja y diseñó un refugio para cuando se produjese el colapso inevitable de la sociedad, seguramente espoleado por su papel en la crisis de 2008, y por la fragilidad social que revelaron las sacudidas económicas posteriores. Sin embargo, cuando al fin llegó la catástrofe global, de manos del nuevo coronavirus, Spencer se aferró a las comodidades cotidianas de Londres: comida a domicilio, asistenta y compras en Mr. Porter entregadas el mismo día. Se quedó en el apartamento de Kensington, y la granja reformada siguió vacía.
* * *
Traducción de Laura Salas
* * *
Descubre más sobre Los universalistas de Natasha Brown aquí.