LECTURAS
Empieza a leer 'Tristísimo Warhol' de Estrella de Diego
Abre la boca y se acabó tu halo.
ANDY WARHOL
A MODO DE PRESENTACIÓN
Hace ahora poco más de veinticinco años, publicaba en Madrid un libro sobre Warhol, en el cual hablaba sobre todo de un Warhol que parecía incluso alejado de la realidad de su historia. El Warhol de aquel libro mío, que la editorial Anagrama reedita ahora en un texto sin apenas cambios –solo los necesarios para agilizar la lectura–, era –y el título lo desvelaba– un ser melancólico que encajaba a la perfección en este mundo moderno, donde el exceso conduce sin remedio a la melancolía. O, dicho de otro modo, una persona infinitamente menos banal de lo que sus detractores –y la historia del arte canónica– se han ocupado de hacernos pensar frente a las latas de sopa Campbell, muy poco banales además, por cierto.
De hecho, a partir de un relato que empieza con la inexplicable muerte de Pollock en 1956, el texto imaginaba una reformulación histórica del arte, porque la muerte del gran pintor abstracto coincidía en el tiempo con la aparición del famoso collage de Hamilton ¿Qué hace a los hogares de hoy tan diferentes, tan atractivos? La tesis del libro –concebido con tintes de narración– tomaba como punto de partida esa fecha, en la cual comenzaba el siglo XX y tenía lugar cierto cambio de paradigma desde un arte pasional hacia otro supuestamente frío. Pese a todo, en el relato los personajes –Rauschenberg, Johns, Hockney...– se iban enredando para subrayar que las cosas nunca son así de sencillas: al contrario.
Y en medio de la historia, protagonista invisible y visible, Warhol, pues el libro respondió y sigue respondiendo a una pasión hacia el autor que comenzó durante mi infancia, y que por algún extraño motivo asocio en la memoria al final del verano, tal vez porque Andy Warhol se inscribe en ese set de recuerdos unidos a las revistas extranjeras de mi padre y estas, a su vez, a una mesa negra que había en la casa. Miraba aquellas revistas que, en el aburrido panorama de la España de finales de los sesenta, eran para mí casi el único vestigio de modernidad. Las miraba y las recortaba, igual que Hamilton para hacer su collage, antes de que acabaran en la basura. Al fin y al cabo, estaban llenas de imágenes intrigantes y me pregunto si los archivos de los coleccionistas de imágenes, ávidos de modernidad, no empiezan así. Algunas veces aparecían personajes tan fabulosos que podrían haber sido de otro mundo. Y lo eran. En el escuálido panorama de la España de entonces yo inventaba un relato distinto a través de las revistas.
No recuerdo exactamente dónde ni cuándo vi a Warhol fotografiado por vez primera. Lo único que sé es que de inmediato pensé que se trataba de un inglés. Y creo recordar que me pareció un actor. Pasados los años, pasados incluso veinticinco años desde la primera edición, me asombra comprobar la precisa intuición de los niños. Luego, intrigada por el personaje, me enteré de que era norteamericano. Poco importaba: se había ido instalando en mí como una obsesión, el sueño recurrente al cual uno vuelve, una y otra vez, en busca de respuestas cuando todo va mal.
El libro fue, por tanto, la expresión de una admiración intensa y el modo de exorcizar una idea recurrente, la que surgió desde el mismo instante en que descubrí a aquel hombre pálido vestido de oscuro. Un personaje en quien he seguido buscando desde 1999, si no la absolución como los pobladores de la Factory, al menos el último reducto de un sueño antiguo.
Planteé las primeras notas del libro en Islandia el verano de 1996, en un intenso viaje hacia el despojamiento, en compañía de mi amiga Gudrun Siggurdadottir, su marido y sus hijos –gateando entre la hierba húmeda– y con aquella luz nórdica insuperable al fondo. Después, las diferentes instituciones neoyorquinas me acogieron en la investigación –siempre lo hacen–. A todas ellas, desde la Biblioteca Pública de Nueva York –el más maravilloso reducto del conocimiento, un lugar donde pasar la vidahasta la biblioteca del Museo de Arte Moderno; el Museo Metropolitano; la Warhol Foundation for the Visual Arts; o a mi alma mater, la Universidad de Nueva York, igual que al resto de los amigos –algunos que nos han dejado ya– les di las gracias en la primera edición por su ayuda, hospitalidad, consejos, lecturas. También les di las gracias a mis padres –y se las reitero hoy que habitan otra dimensión– por dejar aquellas revistas extranjeras encima de la mesa negra y por haberme transmitido una noción del mundo bastante infinita. Y a mi hermana, quien me traducía las huellas de modernidad cuando yo no sabía aún inglés, por haberme aclarado quién era en realidad el tipo raro que me atraía tanto.
En estos veinticinco años tantas personas se han ido de este mundo y otras nuevas han entrado a formar parte de la vida y de las (re)lecturas. Las primeras gracias a Mari Paz Ortuño, eficaz y paciente, y las gracias más cariñosas para mi querida editora, Silvia Sesé, por la confianza en una segunda vida para este libro que, se avisaba, hemos querido dejar intacto en lo conceptual, trasluciendo lo que el texto adivinaba sobre Warhol en la primera edición y que creo que hoy no plantea duda alguna: para Warhol la banalidad era un mero disfraz.
Esa es la razón por la cual la nota bibliográfica no se ha modificado, sin añadir las publicaciones o las muestras que han ido apareciendo en estos años y que han ido modulando la figura de Warhol, que poco a poco ha dejado de ser el misterio planteado –de algún modo– por este libro. Me refiero al trabajo que desde el Museo Warhol de Pittsburgh ha ido haciendo su actual director emérito, Patrick Moore, en sus revisiones del artista o el trabajo ingente de catalogar las cápsulas del tiempo en su biblioteca, donde se han desvelado cosas importantes. Han aparecido también libros esclarecedores: la biografía apasionante de Blake Gopnik –Andy Warhol, publicada en 2020 y traducida al castellano–; o la fascinante tesis del libro de Jean-Noël Liaut, Andy Warhol –de 2021 y traducida también–. O hasta series como The Andy Warhol Diaries –dirección y guion de A. Rossi en Netflix el año 2022– que nos ha desvelado muchos secretos a voces. Cada uno de estos trabajos es prueba, además, de una incombustible «warholmanía».
Yo misma he seguido investigando sobre el artista y he escrito numerosos textos; me he ocupado de la traducción y edición facsímil de uno de sus libros esenciales, América; he comisariado una exposición sobre el uso del autorretrato en Warhol, espejo del retrato del otro: Warhol sobre Warhol y en otoño de 2025 se abrirá en el Museo Thyssen de Madrid una muestra donde haré realidad mi sueño de hace veinticinco años: reunir en un diálogo a los dos protagonistas de este libro, Warhol y Pollock.
Desde luego, el mundo ha cambiado, lo sabemos. La comunidad LGTBQ –a la cual pertenecía Warhol, e incluso otros antes que él, en la sombra– no se ve forzada a esconderse. Entre los más jóvenes, la división entre opuestos se revisa, se entiende de un modo más fluido, alejado del pensamiento binario que rige Occidente, motivo por el cual, al fin, se pueden desvelar de forma abierta partes de la vida de Warhol antes ocultas.
Sea como fuere, me sigue pareciendo divertido pensar cómo ese Warhol imaginado en aquel libro sigue formando parte de los sueños modernos de una niña que vivía en un lugar menos glamuroso si cabe que el Pittsburgh natal de Andy y cómo, por mucho que sepamos sobre Andy Warhol, cada vez parecerá inglés, un actor. O el último pintor de la tradición clásica. O la primera careta de la modernidad, esas que solo muestran otras caretas al tirar de ellas. El anuncio de nosotros, sobre todo. Los que éramos. Íbamos a ser. Somos.
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